El tamaño sí importa. Si miramos sólo el nivel de desarrollo promedio de China, veremos un país con un estándar de vida muy similar al de Tailandia. Si miramos sólo el tamaño de China, vemos que ya es la segunda economía del mundo, el mayor exportador (si los miembros de la Unión Europea son considerados individualmente), el segundo importador y dueño de las mayores reservas en divisas internacionales.
Los líderes de China están, natural y adecuadamente, enfocados en mantener la estabilidad y alcanzar la prosperidad. El resto del mundo está también, natural y adecuadamente, preguntándose cómo va a ejercer China su creciente poder y responsabilidad.
Hasta el momento, el ajuste al ascenso de China ha sido notablemente exitoso, particularmente si se toman en cuenta las diferencias culturales, históricas y de sistemas políticos entre China y las actuales potencias. La economía china ha sido dinámica y cada vez más impulsada por el mercado. Occidente, a su vez, se ha acomodado a China. Esta fue la decisión adecuada.
Basta comparar el devastador costo del proteccionismo de EE.UU. y la Gran Depresión en los años de entreguerra con la economía cada vez más abierta de China y la exitosa respuesta del keynesianismo chino a los desafíos de la reciente Gran Recesión. También hay que tomar en cuenta la entrada de China a la Organización Mundial de Comercio y la impresionante capacidad del mundo para ajustarse al rápido aumento en el comercio de China desde tan sólo 4% del total mundial hace una década a 10% en la actualidad.
Tanto China como Occidente tienen mucho de qué estar orgullosos. Pero esto no significa que todo haya resultado sin problemas. Por el contrario, ambos lados han cometido errores en manejar la interacción de sus economías.
China, por ejemplo, permitió que el extraordinario incremento en sus exportaciones y superávit de cuenta corriente ocultara el avance de un creciente desequilibrio en la economía interna. El consumo de los hogares chinos colapsó de un nivel ya bastante bajo de 46% del Producto Interno Bruto en 2000 a apenas 35% en 2008.
En parte como resultado de su decisión de mantener el tipo de cambio bajo, China emergió como el país con mayor superávit del mundo, con un superávit de cuenta corriente llegando a un máximo de 11% del PIB y reservas en moneda extranjera de cerca de 50% del PIB. Estas fueron inversiones imprudentes, realizadas como resultado de políticas imprudentes. Es absurdo que los líderes chinos se quejen sobre la consecuente (y totalmente innecesaria) vulnerabilidad de China a las políticas fiscales y monetarias de Estados Unidos.
Entretanto, Estados Unidos y varios países occidentales permitieron que el suministro de ahorros extranjeros baratos, en parte desde China, alentara un enorme aumento en la deuda de los hogares, el consumo privado, la construcción residencial y el apalancamiento del sector financiero. Pese a que el exceso de ahorros del mundo emergentes no fue la causa principal de la crisis financiera, fue un factor que contribuyó.
Afortunadamente, la mayor parte de lo que se necesita hacer para alcanzar una economía mundial mejor balanceadas y menos inestable va claramente al interés económico de ambas partes. Esto se hace aún más obvio a medida que China lucha con presiones inflacionarias y el efecto rezagado del alza en el crédito, que fue usado para contrarrestar la caída en las exportaciones durante la crisis.
Evidentemente, una apreciación real importante del tipo de cambio chino es inevitable. Es también una forma de facilitar un giro en la economía hacia una dependencia mayor del consumo doméstico. Sin embargo, un tipo de cambio nominal más alto sería una mejor manera de alcanzar la apreciación real necesaria que una inflación más alta.
Un reequilibrio económico como ése, sin embargo, es sólo uno de los elementos en la agenda. China afronta los desafíos de alcanzar un crecimiento rápido, ampliamente compartido y sustentable medioambientalmente. Entretanto, el resto del mundo debe aprender a ajustarse al creciente impacto de China. En la búsqueda de la solución de estos desafíos, China y sus socios deben tener dos consideraciones firmemente presentes.
Primero, que las consecuencias políticas y económicas de un quiebre de las relaciones entre China y Occidente sería catastrófico. En el mejor de los escenarios, sería imposible sostener la prosperidad y manejar los desafíos compartidos generados por la presión de la humanidad sobre los recursos mundiales. En el peor, podría significar una guerra.
Segundo, es crucial fortalecer aún más la legitimidad y efectividad de la gobernabilidad global. China podría ver estas estructuras como una intervención occidental, o incluso peor, una imposición extranjera. Pero se mantienen como la mejor forma de manejar un mundo en el cual ningún país, ni siquiera los poderosos como Estados Unidos o la potencialmente poderosa China, puede alcanzar lo que quiere para su población por sí mismo.
¿Cuál, entonces, es la agenda económica que ambos lados necesitan resolver? Esto es bien sabido: mantener el comercio abierto, asegurar el ajuste externo, reformar el sistema monetario internacional, administrar los elementos globales comunes y contener los conflictos potenciales por el acceso a los recursos naturales.
Cuando el presidente chino Hu Jintao visite al mandatario estadounidense Barack Obama esta semana, los dos deben estar conscientes de cuánto pesa sobre sus hombros. Ambos países tienen fuertes sospechas respecto del otro. Ambos rechazan las restricciones a su libertad. Ambos encuentran que algunos aspectos del comportamiento del otro son inaceptables. Sin embargo, ambos deben estar bien conscientes también de que lo que les depara el futuro es una relación prolongada e intensa. La tecnología y la economía han hecho que el mundo sea más pequeño que antes. Ahora, el desarrollo de China está poniendo fin a un período de supremacía occidental sin cuestionamientos. El Este y Occidente deben cooperar, o perecer.