Daniel Innerarity y las protestas en el mundo: "Hay malestar por el capitalismo liberal, pero también por la ineficacia de sus experimentos alternativos"
El filósofo y ensayista español analiza los estallidos que han explotado tanto en Chile como en otros países, de la importancia de perfeccionar la representación y de las primeras teorías que desmontan el mito de la democracia digital
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Considerado como uno de los 25 grandes pensadores del mundo por la revista francesa Le Nouvel Observateur, los libros, columnas y tuits del filósofo y ensayista español Daniel Innerarity (Bilbao, 1959) son referentes fundamentales para quienes aspiran a comprender un año marcado por las manifestaciones en Chile y en diferentes lugares del mundo.
Para el catedrático de filosofía política y social, investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco y director del Instituto de Gobernanza Democrática, este 2019 parece definirse por una palabra: la inteligibilidad. Autor de obras centrales sobre las transformaciones de la democracia contemporánea como "La política en tiempos de indignación" (2015) y "Política para perplejos" (2018), el profesor del Instituto Europeo de Florencia a comienzos de 2020 publicará su próximo libro, "Una teoría de la democracia compleja", donde analiza los intentos de compatibilizar la complejidad actual con la democracia. "La democracia representativa necesita muchas correcciones que hacer, pero no tiene todavía un candidato para sustituirla", explica Innerarity.
–¿Existe algún hilo común entre las protestas del mundo?
-Es difícil resistir a la seducción de ofrecer una explicación universal, pese a la diversidad de causas y manifestaciones de estos fenómenos. Entre la más socorrida y plausible se encuentra la explicación por la desigualdad. Pienso que se trata de una causa que está detrás de muchas revueltas pero que no vale como explicación única, aunque solo sea por el hecho de que mayores desigualdades en otros momentos no han producido inestabilidad política. No siempre la rebelión es de los perdedores y hay formas de regresión democrática que están protagonizada por los ganadores que cuestionan las instituciones de la solidaridad. Es verdad que hay malestar por el capitalismo liberal, pero también por la ineficacia de sus experimentos alternativos.
–¿Cómo son estas sociedades irritadas?
-Hay que explicar la naturaleza de estas irritaciones (que a mi juicio no permite entenderlas con la lógica mediante la que hemos interpretado los movimientos revolucionarios, ni como la antesala de una subversión) y sus causas (que deben retrotraerse a la categoría de la desconfianza, un fenómeno más básico que la protesta por la desigualdad). Sostengo que no podemos interpretar estas irritaciones como golpes de estado o revoluciones, que son las categorías enfáticas a las que se ha recurrido tradicionalmente para explicar el final de las democracias. Se trata, a mi juicio, de fenómenos que son más expresivos que estratégicos, que responden más a un malestar difuso que carga contra el sistema político en general, pero no se concreta en programas de acción con la intención de producir un resultado concreto; hay en ellos más frustración que aspiración; son agitaciones poco transformadoras de la realidad social.
–¿Por qué los ciudadanos desconfían de sus instituciones democráticas?
–En las sociedades pre-industriales los sujetos estaban amenazados por riesgos mortales, que eran asociados a la mala fortuna, no a los seres humanos. Se sobrellevaban con fe y no mediante la confianza. La sociedad moderna percibe que la mayor parte de los riesgos son debidos a la acción humana y exige intervenciones humanas concretas, especialmente por parte de los gobernantes. Lo que hoy se ha quebrado es la confianza de que los gobiernos quieran o sean capaces de afrontar los riesgos de la existencia de manera eficaz e igualitaria.
–¿Cree en las conspiraciones?
–Si las teorías de la conspiración encuentran tan buena acogida es porque cumplen una primera función elemental de proporcionar un esquema de explicación fácil, global y, sobre todo, intencional de una realidad política cada vez más compleja. Prefiero explicar los desastres políticos por la incompetencia que por la mala voluntad. Propongo retomar aquel célebre principio de Hanlon según el cual no deberíamos atribuir a la maldad lo que puede ser explicado por la estupidez.
–¿Tiene salvación de la democracia representativa?
–La sensación de fatiga que ofrece nuestro entramado institucional merece reflexiones profundas. Se trata de una crisis a la que no se hace frente con remedios tecnológicos o simulando una mayor cercanía hacia la sociedad, bajándose el sueldo o aumentando la presencia en las redes sociales... Los mejores métodos de marketing no son suficientes para superar los malentendidos y desconfianzas que han surgido últimamente entre la ciudadanía y sus representantes.
–¿No sirven, entonces, las estrategias de aproximación?
–Todas las estrategias de aproximación pueden ser convenientes, incluso imprescindibles, pero lo que deberíamos entender es que estamos ante unas transformaciones de la política que, de entrada, deben ser bien comprendidas y, después, han de traducirse en adecuados procedimientos de gobierno. Y en esta renovación la idea de proximidad es tan necesaria como limitada; también hay una distancia democrática que hemos de proteger y una idea de representación que deberíamos volver a pensar en un mundo en el que han aumentado las posibilidades de inmediatez y desintermediación.
–¿Hay otro camino mejor que la democracia representativa?
–No. La representación es un lugar de compromiso y mediación, donde se asegura la paridad, por ejemplo, que no se autorregula, sino que requiere decisiones explícitas. Es una ilusión dejar esos complejos equilibrios al albur de la espontaneidad. La representación tuvo sus enemigos en el absolutismo pre-democrático, pero hoy está puesta en cuestión por una lógica libertaria que habla en nombre de las redes, la sociedad civil, la autorregulación de los mercados o la democracia directa, apelaciones diferentes pero que tienen en común la desconfianza ante las mediaciones. La democracia representativa necesita muchas correcciones que hacer, pero no tiene todavía un candidato para sustituirla. La representación es una relación autorizada, que en ocasiones decepciona y que, bajo determinadas condiciones, puede revocarse. Pero la representación no es nunca prescindible salvo al precio de despojar a la comunidad política de coherencia y capacidad de acción.
–Si no hay otro camino, ¿cómo mejorarla?
–Mejoremos la representación, exijamos una mejor rendición de cuentas, mayor control, renovación de los representantes, toda la transparencia que sea necesaria, pero no busquemos las soluciones en otra parte y, sobre todo, con otra lógica que no sea política. Esto equivaldría a ceder frente a quienes piensan que la política no tiene remedio, involuntariamente aliados con quienes desean que la política no tenga remedio.
–Usted escribió que la palabra de 2018 fue 'volatilidad'. ¿Cuál es la de 2019?
–Formulémoslo de una manera positiva: inteligibilidad. Hay que volver a hacer inteligible la política para la gente, lo que no es una empresa fácil porque la realidad es compleja y la presión de quienes simplifican parece irresistible. La renuncia a la sofisticación teórica da lugar a una práctica política que beneficia a quien mejor se maneja en el combate por la simplificación, aunque de este modo no se aporte ninguna claridad e incluso se dificulte la inteligibilidad de lo que realmente está en juego.
–En Chile se trataría de un malestar profundo de los ciudadanos que se sienten al margen de la senda de desarrollo de las últimas tres décadas. ¿Cómo la política podría encauzar la rabia de las clases medias si, justamente, la desafección con la política son causas de la crisis política y social?
–Aquí es donde la crisis de los partidos revela su aspecto más inquietante. Hemos celebrado la llegada de nuevas formas de organización sin valorar suficientemente sus límites; las nuevas formas de militancia intermitente, la protesta ocasional, la indignación explosiva o el "clickactivismo" nos resultaban más simpáticas que los denostados aparatos de los partidos, pero puede que ahora estemos en mejores condiciones de emitir un juicio más ponderado.
La agitación social es mucho más simpática que la disciplina burocrática. El problema es que si esta desintermediación no da lugar a ninguna estructura duradera de intervención, es muy difícil que la movilización produzca experiencias constructivas. Para eso servían los partidos, para hacer eficaz la acción colectiva a través del tiempo, de manera sostenida y coherente.
–Si la política quedara superada... ¿qué queda?
–La mejor defensa de la política consiste en pensar qué intereses quedarán desprotegidos si la política no los hace valer.
–Pareciera a veces que la política siempre llega tarde...
–La política está volcada en el corto plazo y regida por la lógica de los periodos legislativos y el calendario electoral, lo que, unido a la aceleración social le lleva a actuar cuando ya las cosas no tienen remedio, a legislar sobre el pasado, a practicar gestos de soberanía que no tienen ninguna eficacia. Esta enorme distracción sobre el tiempo presente limita la exactitud de las previsiones, impide la sustracción de ciertos asuntos del debate político inmediato, dificulta la prevención de los encadenamientos catastróficos que están en el origen de muchos de nuestros males.
–¿Qué tanto influyen las redes sociales y las nuevas tecnologías en el nacimiento de las protestas como en su evolución?
–La red lleva años suscitando unas ilusiones de democratización que no se corresponden del todo con los resultados. Nos habían anunciado la accesibilidad de la información, la eliminación de los secretos y la disolución de las estructuras de poder, de tal modo que parecía inevitable avanzar en la democratización de la sociedad, renovando nuestra tediosa democracia o implantándola en sociedades que parecían protegidas frente a los efectos más benéficos de la red. Los resultados no parecen estar a la altura de lo anunciado y ya se formulan las primeras teorías de dicha desilusión que pretenden desmontar el mito de la democracia digital.
–¿Cómo se es político en este contexto? ¿escuchando las demandas emergentes y acogiéndolas aunque no sean las propias? ¿No es eso populismo?
–Si recurrimos al concepto de desconfianza podemos encontrar una línea de reflexión y una caracterización del oficio político más sofisticada que la planteada por el populismo. La desconfianza funciona en la doble dirección. La desconfianza de las élites hacia la ciudadanía se corresponde con la arrogancia de los electores que quieren que sus representantes no sean más que una correa de transmisión, sin ningún momento deliberativo, de sus aspiraciones. Solo obtendremos un diagnóstico equilibrado de los males de nuestra democracia si nos situamos en un horizonte de responsabilidades compartidas (sin que esto signifique, por supuesto, idénticas responsabilidades).
–¿La gente no tiene siempre la razón?
–La gente no tiene necesariamente la razón del mismo modo que tampoco los expertos son infalibles. Hay una falta de sinceridad en nuestra resistencia a admitir que existe alguna vinculación entre los malos gobernantes y los malos gobernados. Los políticos no son ventrílocuos de la sociedad. Su tarea es asegurar la igualdad en el ejercicio del poder (lo que no surge automáticamente de la espontaneidad popular) y construir la confianza.
–En Chile se han esfumado tanto las promesas –el programa de Gobierno de Piñera– como el apoyo popular. ¿Pasaría lo mismo con nuevos líderes? ¿Es una dificultad a la que se deberán acostumbrar los gobernantes?
–Me temo que es una propiedad general de nuestra época: los tiempos de la decepción —lo que tarda el nuevo gobierno en defraudar nuestras expectativas o los carismas en desilusionar, los proyectos en desgastarse, la competencia en debilitarse— parecen haberse acortado dramáticamente. Gobernar es una actividad que se desarrolla en entornos de baja confianza y alta crítica, en donde el éxito suele ser escasamente reconocido, mientras que el fracaso es amplificado por un gran número de actores que tienen algo que ganar adoptando una actitud cínica.
–¿Se considera pesista?
–Pese a todo, no comparto el pesimismo dominante en relación con la política, y no porque escaseen las razones de crítica sino precisamente por todo lo contrario: porque sólo un horizonte de optimismo abierto, que crea en la posibilidad de lo mejor, nos permite ser todo lo suficientemente crítico como para impugnar con razón la mediocridad de nuestros sistemas políticos. Optimismo y crítica son dos actitudes que se llevan muy bien, mientras que el pesimismo suele preferir la compañía del cinismo o de la melancolía.