Esta semana llovió durante los días del festival Burning Man, retrasándose así el inicio de este festival experimental y utópico en el desierto de Nevada al que asisten numerosos empresarios de la tecnología y capitalistas de riesgo. El reto climatológico usual durante el Burning Man son las tormentas de arena, así que esta vez el desierto tuvo la posibilidad de imitar a Glastonbury al convertirse en lodo.
Para el miércoles el sol había salido nuevamente y los 50.000 asistentes al festival formaron su patrón circular tradicional de vehículos y tiendas de campaña mientras Burning Man se ponía en marcha. Al igual que otros festivales populares –especialmente los festivales de música como Glastonbury, en el oeste de Inglaterra, y Coachella, en California– se necesita más que las inclemencias del tiempo para interrumpir las celebraciones veraniegas.
Los festivales son una de las más grandes historias de crecimiento en el entretenimiento en vivo de las últimas dos décadas y todavía se están expandiendo, diversificándose desde el pop, rock y la música electrónica bailable hasta la poesía y el teatro. Muchos de los padres que pagaron por la asistencia de sus hijos adolescentes a los festivales de Reading y Leeds la semana pasada, asistieron ellos mismos a Latitude, un encuentro cultural más discreto en Suffolk, en julio.
Todo tipo de personas disfrutan de los festivales, y sin embargo son una paradoja. Muchos de ellos tienen raíces contraculturales y algunos, especialmente Burning Man, tratan de ser modelos de cómo debe funcionar la sociedad. Son, como decía un estudio, “paraísos utópicos” que brindan liberación de la presión de la vida normal. Sin embargo, los más conocidos son eventos muy caros. Este año Glastonbury costó 210 libras (US$ 348), más 5 libras de tarifa de reserva.
El negocio de los festivales parece ser de fácil acceso y constantemente surgen nuevos eventos. Lugares como el Radio City Music Hall de Nueva York y el Hammersmith Odeon de Londres son imposibles de replicar, pero cada granjero tiene un campo. Muchos se sienten tentados a tratar de competir con Worthy Farm, el lugar de celebración de Glastonbury desde 1970.
Es más difícil de lo que parece. La mayoría de los grandes festivales han operado durante mucho tiempo, o fueron iniciados por acaudalados promotores: Latitude fue fundado en 2006 por Melvin Benn, el director ejecutivo de Festival Republic, que gestiona eventos, incluyendo Reading y Leeds.
Hay muchos festivales independientes, pero corren riesgos con el clima y la venta de entradas, con muy poco respaldo si las cosas van mal. All Tomorrow‘s Parties, una promotora, canceló este mes su evento Jabberwocky en Londres a último minuto debido a las bajas ventas de boletos, causando acritud. “Si hubiéramos seguido adelante, habría sido el final de ATP”, declaró.
El reto financiero de los festivales es que son eventos excepcionales, y toda la infraestructura y los escenarios se tienen que erigir temporalmente. Una sede permanente puede amortizar su inversión de capital en el transcurso de 25 años; un festival dura sólo unos pocos días.
Como resultado, tienen que vender una alta proporción de entradas –85% o más– para obtener beneficios. Aquellos que lo logran, ganan dinero adicional de patrocinadores, haciendo exitosos y bien administrados festivales altamente rentables. A Reading y Leeds asistieron este año 200.000 personas, en comparación con sólo 8.000 a Reading en 1989, y su venta bruta fue de entre 40 millones de libras y 50 millones de libras.
El boleto de entrada es sólo una parte del costo para los asistentes, que o bien tienen que acampar o pagarle a un proveedor para que les instale una tienda de campaña o una tienda india. Una vez dentro, tendrán que pagar una prima por la comida y la bebida. El “turista musical” promedio del Reino Unido gastó 396 libras en asistir a festivales en 2012, en comparación con las 87 libras gastadas en salas de conciertos, según UK Music, un grupo comercial.
Y así, los festivales se han convertido en un gran negocio, al tiempo que obtienen gran parte de su atractivo de ser un descanso de las presiones del mundo capitalista. “Las personas que pueden pagar los boletos suelen trabajar muy duro, ya sea para empleadores o en la escuela. Los festivales son alivios increíbles para la vida estresada”, dice Benn.
Burning Man no es un evento comercial, a pesar de la riqueza de algunos de sus asistentes. Prohíbe el pago de bienes y servicios, y se basa en demostraciones gratis y entrega de obsequios. “Les hemos dado a todos ustedes la oportunidad de vivir como artistas aquí... Entréguense completamente, experimenten los límites de la vida”, les dijo Larry Harvey, uno de sus fundadores, a los asistentes –los “Burners”– al festival en 1998.
Está en el extremo de los valores contraculturales de los festivales pero muchos tienen un espíritu comunitario y es usual asistir en grupo y no como individuos. Un estudio realizado por psicólogos de la universidad de Bath a jóvenes en los festivales de Reading y Big Chill encontró que muchos de ellos buscaban allí la experiencia emocional de “colectividad y pertenencia”.
En cierto sentido, esto es sólo una ilusión. Los festivales no son en realidad mundos alternativos; son una función de entretenimiento del mundo ya existente. Son válvulas de escape, no revoluciones. En sus momentos más ambiciosos, Harvey hace un llamado a aquellos en Burning Man para que lleven sus lecciones a casa y vivan sus vidas de forma diferente. En la práctica, la mayoría sigue haciendo lo mismo de siempre.
Lo mismo sucede con aquellos que asisten a festivales más convencionales. Saben que el evento es seguro, bien organizado y entretenido porque ellos y los patrocinadores han invertido mucho en hacer que así sea. Se dan cuenta de que va a durar unos días y después la vida continúa. Pero no les molesta porque se están divirtiendo.