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Hay que defender a Argentina de los buitres

Por: Columna de Martin Wolf | Publicado: Miércoles 25 de junio de 2014 a las 05:00 hrs.
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No muy lejos de las oficinas londinenses del Financial Times estaba la prisión de Marshalsea, donde se solía enviar a los deudores. En el siglo XVIII, más de la mitad de los presos de Londres estaban encarcelados por no pagar sus deudas. El talibán moral de la época insistía en que las sanciones severas eran necesarias. Luego, en 1869, se abolió el encarcelamiento por deudas y se introdujo el concepto de la bancarrota. A pesar de eso, la economía y la sociedad lograron sobrevivir.

Las cosas a veces salen mal. Unas veces se debe a la mala suerte y otras a la irresponsabilidad. Pero la sociedad necesita una manera de permitirle a la gente poder empezar de nuevo. Es por eso que tenemos la bancarrota. De hecho, permitimos que las entidades privadas más importantes en nuestras economías –las empresas– disfruten de responsabilidad limitada. De este modo, los accionistas están protegidos de las deudas de sus compañías. Esa idea fue también considerada como una luz verde para la irresponsabilidad al introducirse. La responsabilidad limitada trae problemas, notablemente a las empresas altamente apalancadas (como la banca). La facilidad con la que las empresas estadounidenses pueden protegerse de sus acreedores es impresionante. Pero aun así, es mejor que la responsabilidad ilimitada.

Una lógica similar aplica a los países. A veces sus gobiernos piden prestado más de lo que eventualmente pueden pagar. Si han pedido prestado en moneda nacional, pueden usar la inflación para pagar la deuda. Pero si se han endeudado en moneda extranjera, esa posibilidad desaparece. Por lo general, son los países con una historia de irresponsabilidad fiscal que se ven obligados a pedir prestado en moneda extranjera. La eurozona ha puesto a sus miembros en la misma posición: para cada gobierno, el euro es prácticamente una moneda extranjera. Cuando los costos del servicio de esas deudas son demasiado altos, entonces la reestructuración –las moras– se vuelven necesarias. Como Carmen Reinhart y Kenneth Rogoff de la Universidad de Harvard presentaron en “This Time is Different”, ésta es una vieja historia.

Como lo dije en aquel momento, Argentina se encontraba en esta posición a finales de siglo. Era difícil sentir mucha simpatía por el país, que sufría una mala administración ya crónica antes de su caída en mora en diciembre de 2001 y que sufriría aún más a partir de entonces. Pero se había vuelto imposible satisfacer su deuda pública de US$ 132 mil millones a un costo tolerable. Por otra parte, los acreedores habían sido recompensados por la posibilidad de un impago. Incluso en su punto más bajo, en septiembre de 1997, el diferencial de los bonos en dólares de Argentina con respecto a los bonos del Tesoro de EEUU estaba cerca de tres puntos porcentuales. Un acreedor que se vea recompensado por asumir el riesgo de un impago no puede darse por sorprendido. La solución es la diversificación de su cartera.

Si bien el principio de la reestructuración de la deuda soberana es muy interesante, en la práctica es difícil. Ningún tribunal puede embargar y luego liquidar todos los activos de un país. Ese limbo legal puede crear dos grandes peligros opuestos: el primero es que, para dichos países, sea demasiado fácil lavarse las manos de las deudas; el segundo es que sea demasiado difícil. La historia argentina ilustra algo semejante: al verse confrontados por un gobierno intransigente, los titulares de un 93% de la deuda morosa aceptaron intercambios de deuda por un valor nominal enormemente reducido; pero los “holdouts” que rechazan este tipo de intercambio, han bloqueado una resolución limpia. El desastre ha durado más de doce años desde el momento de la mora.

Como primera subdirectora gerente del Fondo Monetario Internacional, Anne Krueger presentó una propuesta para un mecanismo de reestructuración de la deuda soberana en 2002. Ella argumentó que el proceso de reestructuración podría verse retrasado o bloqueado si algunos acreedores podían insistir en el pago completo.

Sus ideas eran más supranacionales de lo que los gobiernos –sobre todo, EEUU– podían aguantar. Sin embargo, por lo menos se introdujeron “cláusulas de acción colectiva”, pero esas cláusulas no podrían haber impedido el éxito de los “holdouts”, liderados por Paul Singer de Elliott Management. Como señaló recientemente el FMI, estas cláusulas “por lo general sólo comprometen a titulares de una misma emisión”. Un acreedor que insista en el pago, puede “neutralizar la validez de ese tipo de cláusulas” si obtiene una posición de bloqueo, normalmente más de 25%.

Por otra parte, añade el FMI, los tribunales estadounidenses han interpretado que una “disposición regular” de estos contratos (la llamada cláusula “pari passu”) requiere que un deudor soberano efectúe los pagos completos para una deuda morosa si realiza pagos de los bonos reestructurados. Además, los tribunales de EEUU obligarán a los intermediarios financieros a que ayuden a los acreedores a obtener el asimiento de los activos de la deuda soberana. Todo esto hará más difícil la reestructuración. ¿Por qué deben aceptar los acreedores un cambio de instrumentos con menos valor en el futuro?
No soy abogado, pero para mí la idea de un tratamiento igualitario significa tratar casos similares de la misma manera. Sin embargo, los acreedores que han aceptado los intercambios y los “holdouts” son casos diferentes. Obligar a los deudores a darles el mismo trato no parece ser correcto. Por otra parte, el argumento de que los “holdouts” están ayudando a los argentinos al castigar la corrupción gubernamental es absurdo. Corresponde a los argentinos elegir el gobierno que desean. Peor aún, si Argentina está obligada a pagar a los “holdouts” el total de los montos, el precio afectará directamente a los argentinos. Esto es extorsión respaldada por el poder judicial de EEUU.

El tema más urgente es la cuestión de cómo Argentina podría resolver estos casos. Las opciones –realizar pagos a los “holdouts”, llegar a un acuerdo con ellos, convertir la deuda reestructurada en parte del derecho interno y así canalizar legalmente el incumplimiento– parecen costosas, humillantes, difíciles o dañinas. Peor aún son las consecuencias a largo plazo para la reestructuración de deudas.

Una posibilidad es eliminar la cláusula “pari passu”. Otra es la de introducir fuertes cláusulas de acción colectiva, sobre todo las que cubren todos los instrumentos pendientes. Otra es la de cambiar la emisión desde Nueva York. Pero estas tres sólo se aplicarían en el futuro. Otra posibilidad consistiría en modificar la ley de EEUU. Una última posibilidad, como apunta José Antonio Ocampo de la Universidad de Columbia, es revivir la idea de un mecanismo mundial. Esas dos opciones parecen ser muy poco probables.

Sin embargo, en un mundo de flujos globales de capital, un mecanismo viable para la reestructuración de la deuda soberana no es un extra opcional. Es posible que Argentina sea un caso excepcional. Es más probable que la interpretación de la cláusula “pari passu” y la capacidad de perseguir activos hará que sea más difícil reestructurar las deudas. Un mundo en el que las opciones de los deudores soberanos y de sus acreedores oscilen entre el pago total y la mora absoluta sería tan malo como un mundo en el que los deudores tenían que escoger entre morirse de hambre y la prisión. Debe haber una mejor manera.

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