Hablar de victorias electorales arrolladoras es un tema de semántica. Pero los resultados no mienten. El martes en la noche, los republicanos tomaron control del Senado de Estados Unidos, añadieron diez escaños a su considerable mayoría en la Cámara de Representantes y barrieron las gobernaciones de estados demócratas, como Maryland, Illinois y Massachusetts. Con esa medida, las elecciones de medio período de 2014 fueron una humillación para Barack Obama.
El presidente ahora enfrenta dos años luchando con un Congreso republicano unificado y tratando de conducir a los demócratas que no se demoraron en culparlo a él por la derrota. Será un desafío arduo. Obama tendrá que buscar muy profundo para sacar algo de un Congreso que lo culpa por la alienación del público estadounidense.
La historia tampoco entrega mucho consuelo. En 1994, Bill Clinton enfrentó un momento similar después de que los republicanos de Newt Gingrich recuperaran la Cámara Baja por primera vez en una generación. De manera hábil, capturó parte de la agenda republicana al firmar duros proyectos de reforma penal y al sistema de seguridad social. En el momento equivalente en el segundo período de Clinton, los demócratas recobraron algo de lo que habían perdido en el primero.
En contraste, Obama ya ha recibido un doble golpe. En 2010 perdió la Cámara. Ahora se fue el Senado. Luego de su derrota en el primer período, Clinton protestó que su presidencia aún era relevante. Y él tuvo seis años para demostrarlo. Obama, en cambio, tiene poco tiempo para reinventarse como un triangulador al estilo Clinton. El peligro es que sea ignorado tanto por los republicanos como por los demócratas.
El mandatario aún tiene tres cosas a su favor. Primero, los republicanos son un partido profundamente dividido. La Casa Blanca debería explotar esas fisuras para encontrar terreno común con los pragmáticos. Mitch McConnell, el nuevo líder de la mayoría en el Senado, es un legislador práctico que quiere colocar puntos en la pizarra. Obama debería trabajar con él para promulgar la ley que le permita obtener la autoridad fast-track para acelerar los acuerdos comerciales globales, embarcarse en una reforma fragmentada a los impuestos corporativos y restaurar el proceso presupuestario de la nación hacia un posición más estable. Pero él tendrá que hacer que valga la pena para McConnell. Conservadores radicales como el aspirante presidencial Ted Cruz presionarán por una derogación completa de la agenda de Obama, incluyendo su distintiva reforma a la salud. Se necesitará habilidad para persuadir a McConnell para que coopere con la odiada Casa Blanca.
Segundo, Obama puede rejuvenecer su administración. En 2006, George W. Bush relanzó su presidencia al expulsar a Donald Rumsfeld y otros remanentes de su primer período de gatillo rápido. Al reestructurar la cubierta, Bush fue capaz de restaurar algo de su espíritu presidencial. Obama debería hacer lo mismo. Su Casa Blanca está llena de veteranos de su campaña presidencial de 2008. La magia se secó hace mucho tiempo. Expiró el plazo para que Obama traiga talento exterior y una perspectiva fresca.
Tercero, Obama retendrá su dominio sobre la política exterior. Los presidentes con un segundo período a menudo recorren el mundo para escapar de su miseria doméstica. Pero ellos pueden lograr grandes hazañas de gira. Ronald Reagan cimentó la detente con Mijaíl Gorbachov. Bill Clinton estuvo muy cerca de sacar adelante un acuerdo árabe-israelí. Obama, por su parte, tiene una oportunidad de alcanzar logros en la Asociación Trans-Pacífica. También acecha una fecha límite en las negociaciones nucleares con Irán. Un avance aquí sería histórico.
Se necesitarán verdaderas agallas para que Obama aproveche al máximo su dilema. Incluso antes del revés del martes, él estaba dando señales de que iba de salida de su presidencia. Si la derrota de medio período lo sacude de su mentalidad, entonces le habrá hecho un favor. Dos años es mucho tiempo para ser irrelevante.