La estrategia del BCE afronta críticas desde dos frentes. El primero acepta que la eurozona sufre una demanda débil crónica y requiere armas macroeconómicas estándar. Pero afirma que la acción monetaria es insuficiente y que le quita presión a los gobiernos para aplicar políticas fiscales expansivas.
El segundo frente está formado por quienes piensan que el alivio cuantitativo es prácticamente el diablo. Pero la evidencia descarta que sea el primer a la hiperinflación. El visión más seria argumenta que una deflación moderada no es mala, la política monetaria no resuelve problemas estructurales y que el alivio cuantitativo quita urgencia a las reformas.
El primera crítica es muy complaciente. La deflación agrava el problema de los más endeudados. A diferencia de Japón, la eurozona no puede usar política fiscal para contener la deflación. Y la incapacidad del BCE de lograr su objetivo destruiría su credibilidad.
La respuesta a la segunda crítica es: ¿y qué? Cierto, el relajamiento monetario no cura las fallas estructurales. Pero la eurozona no tropezó por problemas en el lado de la oferta, sino porque la demanda colapsó. Una reforma en el lado de la oferta no elevará necesariamente la demanda. De hecho, las reforma laborales pueden reducirla aún más a corto plazo. Así, se requiere un decidido apoyo a la demanda para complementar las reformas a la oferta. El último argumento de que las reformas sólo llegarán si los gobiernos son fustigados es sádico. Si no reciben apoyo por el lado de la demanda, los gobiernos no se comprometerán con reformas dolorosas. Nadie sabe si el plan funcionará, pero al menos es un comienzo.