Francis Fukuyama: Cómo lograr una Internet segura para la democracia
“Las redes sociales han sido utilizadas para socavar la democracia, acelerando deliberadamente el flujo de mala información, teorías conspirativas y difamaciones”.
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AEn octubre estalló un conflicto entre uno de los principales candidatos demócratas a la presidencia de EE. UU., la senadora Elizabeth Warren, y el director ejecutivo de Facebook, Mark Zuckerberg. Warren había solicitado la división de Facebook y Zuckerberg dijo en un discurso interno que esto representaba una amenaza “existencial” a su compañía. Facebook fue entonces criticado por publicar un aviso para la campaña de reelección del presidente Donald Trump que incluía una afirmación evidentemente falsa, acusando al exvicepresidente Joe Biden, otro de los principales contendientes demócratas, de corrupción. Warren provocó a la empresa colocando su propio aviso, deliberadamente falso.
Esta pelea refleja los agudos problemas que presentan las redes sociales para todas las democracias. Internet ha desplazado en muchos aspectos a los medios tradicionales como fuente principal de información y tiene un poder mayor para amplificar ciertas voces, lo que ha derivado, a su vez, en pedidos para que el gobierno regule las plataformas de Internet.
Pero, ¿qué formas de regulación son constitucionales y factibles? La primera enmienda de la Constitución estadounidense contiene protecciones muy fuertes para la libertad de expresión. Aunque muchos conservadores han acusado a Facebook y Google de “censurar” las voces de la derecha, la primera enmienda solo se aplica a las restricciones gubernamentales a la expresión; el derecho y la jurisprudencia protegen la capacidad de las partes privadas, como las plataformas de Internet, para moderar sus propios contenidos. Además, la sección 230 de la Ley de Decencia en las Comunicaciones de 1996 las exime de la responsabilidad civil que las disuadiría de editar sus contenidos.
El gobierno estadounidense, en cambio, enfrenta fuertes restricciones para censurar contenidos como China. Pero Estados Unidos y otras democracias desarrolladas, de todos modos, han regulado la expresión de manera menos intrusiva. Esto es especialmente cierto en el caso de los medios masivos tradicionales, en que los gobiernos han dado forma al discurso público gracias a su capacidad para otorgar licencias de canales de difusión, prohibir ciertas formas de expresión (como la incitación al terrorismo o la pornografía dura) o establecer emisoras públicas para ofrecer información confiable y políticamente equilibrada.
El mandato original de la Comisión Federal de Comunicaciones (FCC, por su sigla en inglés) no era simplemente regular a las emisoras privadas, sino también apoyar al “interés público”. Esto evolucionó en la Doctrina de la Imparcialidad de la FCC, que obligó a las emisoras de radio y TV a mantener una cobertura y difusión de opiniones políticamente equilibradas. La constitucionalidad de esta intrusión fue desafiada en 1969, (caso Red Lion Broadcasting Co. vs. FCC), pero la Corte Suprema confirmó la autoridad de la Comisión para obligar a difundir las respuestas a un comentarista conservador, debido a la escasez del espectro de difusión y el control oligopólico del discurso público por las tres principales redes de TV de ese momento.
La decisión de Red Lion no sentó jurisprudencia, sin embargo, ya que los conservadores continuaron disputando la Doctrina de la Imparcialidad. Los presidentes republicanos vetaron reiteradamente los intentos demócratas de convertirla en un estatuto y la propia FCC la derogó en 1987, mediante una decisión administrativa.
El auge y caída de la Doctrina de la Imparcialidad muestra lo difícil que sería crear un equivalente para Internet. Hoy, Facebook, Google y Twitter alojan la mayor parte del discurso y mantienen la misma posición oligopólica que tenían las tres grandes redes de televisión en la década de 1960. Sin embargo, es imposible imaginar a la FCC actual articulando un equivalente de la Doctrina de la Imparcialidad. Nuestros políticos están mucho más polarizados y lograr un acuerdo sobre lo que constituye la expresión inaceptable sería imposible. Un enfoque regulatorio para la moderación de contenidos es, por lo tanto, un callejón sin salida. No en principio, sino en términos prácticos.
Por eso debemos considerar las leyes antimonopolio como una alternativa para la regulación. El derecho de las partes privadas a autorregular los contenidos ha sido protegido celosamente en EE. UU. No nos quejamos de que el New York Times se niegue a publicar a Jones, porque el mercado de los periódicos es descentralizado y competitivo. Una decisión similar de Facebook o YouTube es mucho más trascendental, debido a su control monopólico en Internet.
Por otra parte, nos preocuparía mucho menos la moderación de contenidos de Facebook si fuese una de muchas plataformas en Internet. Esto nos lleva la necesidad de repensar profundamente la ley antimonopolio.
El marco en que los reguladores y jueces ven hoy las leyes antimonopolio se estableció entre 1970 y 1980 como subproducto del auge de la escuela de Chicago. Como lo registra el reciente libro de Binyamin Appelbaum, The Economists’ Hour, figuras como George Stigler, Aaron Director y Robert Bork criticaron sostenidamente la aplicación ferviente de las leyes antimonopolio. Sus argumentos eran económicos: la ley antimonopolio se estaba usando contra empresas que habían crecido porque eran innovadoras y eficientes. Sostuvieron que la única medida legítima del daño económico causado por las grandes corporaciones era el menor bienestar de los consumidores, indicado por los precios o la calidad. Creían además que la competencia disciplinaría incluso a las empresas más grandes: IBM no decayó debido a la acción antimonopólica gubernamental, sino por el auge de las computadoras personales.
La crítica de la escuela de Chicago propuso un argumento adicional, sin embargo: quienes crearon la ley antimonopolio de 1890 solo estaban interesados en el impacto económico del monopolio, no en los efectos políticos. Con el bienestar de los consumidores como única norma para iniciar acciones gubernamentales, era difícil presentar argumentos contra Google y Facebook, que regalaban sus productos principales.
Estamos en medio de un gran replanteo de ese cuerpo del derecho que hemos heredado, a la luz de los cambios producidos por la tecnología digital. Los economistas y estudiosos del derecho están empezando a reconocer que los consumidores sufren por la pérdida de la privacidad y la renuncia a la innovación, ya que Facebook y Google venden los datos de sus usuarios y adquieren las empresas que podrían desafiarlas.
Pero los daños políticos también deben ser considerados. Las redes sociales han sido utilizadas como armas para socavar la democracia, acelerando deliberadamente el flujo de mala información, teorías conspirativas y difamaciones. Solo las plataformas de Internet tienen capacidad para filtrar, pero el gobierno no puede delegar en una única empresa privada (controlada en gran medida por una única persona) la tarea de decidir qué discurso político es aceptable.
Las soluciones serán muy difíciles de implementar: está en la naturaleza de las redes recompensar la escala y no queda claro cómo se podría dividir una empresa como Facebook, pero tenemos que reconocer que, si bien la edición de los contenidos del discurso digital debe estar en manos de las empresas privadas que lo alojan, ese poder no puede ser ejercido en forma segura a menos que se lo disperse en un mercado competitivo.