Existen dos formas de medir el capital de una nación. Una es viajar por el país contando las casas, puentes y fábricas y sumar su valor total. La otra es golpear cada puerta preguntando a las personas qué tan ricas son. Las oficinas nacionales de estadísticas generalmente hacen las dos, aunque no literalmente.
Los totales son aproximadamente equivalentes porque sin importar cuán compleja es la cadena de intermediación, son los ahorros de la nación los que financian la inversión. Los totales no son, sin embargo, exactamente iguales.
Por ejemplo, algunos activos nacionales son propiedad de extranjeros, y la riqueza de algunos hogares se mantiene en el exterior. Pero para los grandes países desarrollados el efecto neto de esto es pequeño porque los dos factores se equilibran. El valor de los activos en el extranjero de los residentes del Reino Unido y Francia es casi el mismo que el valor de los activos domésticos de extranjeros. Alemania es dueña de más de lo que debe, pero en Estados Unidos es al revés.
Además, no tratamos los activos del gobierno como parte de nuestra riqueza personal, incluso si le damos valor a la red de caminos y la galería nacional (y ciertamente deberíamos hacerlo). Si, directa o indirectamente, poseemos deuda del gobierno, lo tratamos como un activo, pese a que los futuros contribuyentes que tendrán que pagarlo lo reporten como un pasivo.
Finalmente, parte de lo que consideramos riqueza de los hogares es una expectativa de ganancias futuras. Apple tiene una capitalización de mercado de más de US$ 500 mil millones, pero la empresa posee activos físicos que valen sólo US$ 15 mil millones (y US$ 150 mil millones de efectivo). Gran parte de su valor es una anticipación de las ganancias futuras. De forma similar, los derechos de pensiones son un componente importante de la riqueza de los hogares que podrían –o quizás no– estar respaldados por inversiones.
Así es que hay dos conceptos diferentes de capital nacional: activos físicos y riqueza de los hogares. El ampliamente citado estudio de Thomas Piketty mide el capital nacional usando datos que obtiene del sistema de estadísticas de la ONU (la única fuente que entrega información comparable internacionalmente). Piketty ha intentado heroicamente reconstruir estimaciones para largos períodos históricos en el Reino Unido y Francia, para estimar lo que Lord Liverpool, el primer ministro de Wellington y los estadísticos de Napoleón habrían dicho a sus jefes si tuvieran datos apropiados y conocimiento del sistema de cuentas de la ONU.
Las cifras de Piketty están más cercanas al concepto de activos físicos) que al de riqueza de los hogares. Pero para sus objetivos principales –medir la desigualdad– parecería que la riqueza de los hogares es más relevante. La riqueza de Carlos Slim, Bill Gates o Warren Buffett está fuera de sus datos por el valor de mercado de sus empresas superan ampliamente sus activos tangibles. Y aunque la escala de su riqueza es poco representativa incluso entre los ricos de hoy, son totalmente representativos en las fuentes de su riqueza.
Si el "capital está de vuelta", como dice Piketty, es en un sentido muy distinto que en el siglo XIX, cuando la propiedad de capital confería autoridad sobre los medios de producción. Slim, Gates y Buffett controlan los medios de producción, pero no en la forma descrita por Marx. No adquirieron el control de los medios de producción por virtud de su propiedad de capital; sino que adquirieron el capital por su control de los medios de producción, que ganaron a través de influencia política y éxito en el mercado.
Los días cuando el poder económico era adquirido heredando un molino pasaron hace mucho. Buffett comenzó su carrera como el dueño de un molino, pero cerró los molinos y se fue a los seguros. Esa es la realidad del capital en la economía moderna.