Hace doce años, Jean-Marie Le Pen, líder del ultraderechista Frente Nacional de Francia, dejó atónito al establishment político francés al aparecer en la ronda final de la elección presidencial. El fin de semana pasado, Marine Le Pen, su hija y sucesora, revivió los recuerdos de ese momento con un triunfo en la primera vuelta de las elecciones municipales.
En votaciones que significaron un nuevo revés para el presidente François Hollande, el Frente Nacional dominó los titulares. Defendiendo políticas fuertemente antieuropeas y anti-inmigración, logró el control de un municipio en el norte industrial, una victoria sin precedentes en esa parte del país. En seis otras circunscripciones en que compitió, el FN ganó entre 28% y 40% de los votos. Ahora el partido está bien ubicado para ganar una serie de ciudades como Fréjus, Avignon, Béziers y Perpignan en la segunda vuelta de este fin de semana.
No deberíamos exagerar la alarma. El FN, que participó en sólo 600 municipalidades de un total de 37 mil, aún está muy lejos de ser una fuerza nacional. Pero ahora está estableciendo raíces mucho más allá de los pueblos del Mediterráneo con los que es asociado. Hay una clara oportunidad de que el partido de Le Pen llegue primero en las elecciones europeas de mayo. Esto le permitirá consolidar su afirmación de que el FN está rompiendo el histórico duopolio de izquierda y derecha.
El continuo ascenso de Le Pen es un desarrollo profundamente preocupante para Francia y Europa. Si bien ha suavizado la cruda imagen que tenía el FN bajo su padre, el partido aún conserva su rasgo fuertemente racista y anti-imigrante. Sus políticas económicas, que se enfocan en abandonar el euro y el proteccionismo, no son creíbles. Sin embargo, la debilidad crónica de los dos principales partidos le ha dado la oportunidad de avanzar.