En la próxima década, el crecimiento de China se ralentizará, y posiblemente la caída sea fuerte. Esa no es la visión de extranjeros malintencionados. Es la visión del gobierno chino. La pregunta es si es que lo hará suave o abruptamente.
El pensamiento oficial chino fue expuesto el mes pasado en el Foro de Desarrollo de China, organizado por el Centro de Investigación para el Desarrollo del Consejo de Estado (DRC, su sigla en inglés), que juntó a extranjeros influyentes con funcionarios de alto nivel. Entre los documentos estaba uno preparado por economistas del DRC titulado “Perspectiva a diez años: declive de la tasa de crecimiento potencial y comienzo de una nueva era de crecimiento”. Su propuesta es que el crecimiento se ralentizará desde más de 10% al año entre 2000 y 2010 a 6,5% entre 2018 y 2022. Esta caída, menciona el texto, es consistente con la desaceleración desde el segundo trimestre de 2010.
Los autores entregan dos razones posibles para la baja: o China ha caído en la “trampa de ingreso medio” de una industrialización suspendida; o está administrando el “aterrizaje natural” que ocurre cuando una economía comienza a ponerse al día con las economías avanzadas. Este último escenario se desarrolló en Japón en los ‘70 y en Corea del Sur en los ‘90. El documento del DRC argumenta que, luego de 35 años de crecimiento de 10%, al fin le está sucediendo a China.
Aquí hay algunas razones de por qué los autores dicen que esta visión es plausible. Primero, el potencial de inversión en infraestructura se ha “contraído notablemente”. Segundo, los retornos sobre activos han disminuido y la sobrecapacidad se ha disparado. Tercero, el crecimiento del suministro laboral ha retrocedido bruscamente. Cuarto, la urbanización sigue aumentando, pero a una tasa que se desacelera. Finalmente, los riesgos están creciendo en las finanzas de los gobiernos locales y en el mercado inmobiliario.
Esta mezcla de razones es suficiente, argumentan los autores, para indicar que una transición a un crecimiento más lento ha comenzado. Para analizar las posibilidades más rigurosamente, los autores emplean un modelo económico. Su resultado más sorprendente es que las tendencias establecidas hace tiempo se revierten. La inversión fija aumentó a 49% del PIB en 2011. Pero se pronostica que caiga a 42% en 2022. Mientras, se prevé que la participación del consumo en el PIB se eleve de 48% a 56% en 2022. La participación de la industria disminuiría de 45% a 40% del PIB, y la participación de servicios saltaría de 45% a 55%. La economía será liderada por el consumo, en vez de la inversión.
La idea de que esta desaceleración sería inminente es bastante plausible. Pero uno puede presentar una visión más optimista. Según datos del Conference Board, el PIB per cápita de China (a paridad de poder adquisitivo) es el mismo que el de Japón en 1966 y el de Corea del Sur en 1988. En ese entonces, estos países tuvieron entre siete y nueve años de crecimiento súper rápido por delante, respectivamente. En relación a los niveles de EEUU, China está donde Japón estaba en 1950 y Corea en 1982. Eso sugiere aún más potencial de crecimiento.
Sin embargo, también hay argumentos contra esta visión optimista. China es mucho más grande que Japón. Sus oportunidades, particularmente en la economía mundial, deben más pequeñas en términos relativos. Además, como a menudo decía el ex primer ministro Wen Jiabao, el crecimiento ha sido “desequilibrado, descoordinado e insostenible”. Esto es cierto, en varios sentidos. Pero el más significativa es la dependencia en la inversión. Las tasas de inversión consistentemente al alza no son sostenibles.
Aquí es donde surge una visión mucho más pesimista. Como ha mostrado Japón, manejar un cambio desde una economía de alta inversión y alto crecimiento a una de menor inversión y menor crecimiento es muy difícil. Puedo imaginar al menos tres riesgos.
En primer lugar, si el crecimiento esperado cae de 10% a 6%, la tasa necesaria de la inversión en capital productivo colapsará. Si es rápido, el declive causará depresión por sí mismo.
En segundo lugar, un gran salto en el crédito ha ido de la mano con la dependencia del sector inmobiliario y de otras inversiones con rendimientos marginales que caen. Por esta razón, en parte, la disminución del crecimiento probablemente signifique un aumento de la deuda mala, en particular en las inversiones hechas sobre la base de que el crecimiento pasado continuaría. La fragilidad del sistema financiero puede aumentar muy bruscamente.
En tercer lugar, como hay pocas razones para esperar un descenso en la tasa de ahorro de los hogares, mantener las previsiones de aumento del consumo respecto de la inversión, exige un cambio respectivo en los ingresos desde las empresas, incluidas las estatales, hacia los hogares. Esto puede suceder: la cada vez mayor escasez de mano de obra y una tendencia a mayores tasas de interés podría producirlo de forma tranquila. Pero, aún así, existe el claro riesgo de que la consiguiente caída de los beneficios acelere el colapso de la inversión.
El plan del gobierno es hacer la transición hacia una economía más equilibrada y de lento crecimiento de forma paulatina. Esto no es imposible. El gobierno tiene todas las palancas que necesita. Además, la economía sigue teniendo mucho potencial. Pero gestionar una disminución en la tasa de crecimiento sin un colapso de inversión y trastornos financieros es mucho más complicado de lo que cualquier modelo general de equilibrio sugiere.
Es fácil pensar en las economías que tuvieron rendimientos superlativos por tanto tiempo pero que fallaron en el manejo inevitable de la desaceleración. Japón es un ejemplo. China puede evadir ese destino, en parte porque todavía tiene mucho potencial de crecimiento. Pero las posibilidades de accidentarse son altas. Yo no esperaría que se detuviera el ascenso de China por completo. Pero la próxima década podría ser mucho más dispareja que la anterior.