Por Benedict Mander
Poco antes de anunciar la muerte del presidente Hugo Chávez el martes, su esperado sucesor hizo algunas acusaciones ligeramente veladas.
Nicolás Maduro, vicepresidente, pidió investigar el cáncer que había aquejado al líder venezolano y sugirió que los “enemigos históricos” del país tuvieron algo que ver en su enfermedad. En caso de que hubiera dudas sobre la identidad de sus enemigos, expulsó a dos diplomáticos estadounidenses.
Las acusaciones de Maduro suenan familiares. El mismo Chávez había reflexionado en 2011 que EEUU podría haber desarrollado una tecnología cancerígena que había infectado a la presidenta de Argentina, Cristina Fernández, y a él.
El mensaje de la propaganda de Maduro contra los yanquis era claro: la supuesta lucha socialista contra EEUU y su estilo de capitalismo sigue viva. Pero no será fácil seguir con la pelea. Maduro ahora luchará por llenar el vacío dejado por un hombre cuyo rebosante carisma lo convirtió en una figura adorada, pero polarizante en casa y el exterior.
Si el mensaje de Maduro es familiar, su entrega no es lo que los venezolanos han llegado a esperar en los últimos catorce años. Maduro habla de una manera decidida y seca, pero Chávez condimentaba sus frecuentes diatribas anti-EEUU con canciones, bailes y chistes que le permitieron ganar un enorme seguimiento popular.
Más importante aún, muchos venezolanos pobres a menudo perdonarían a Chávez por la creciente ola de problemas económicos y sociales del país, desde una inflación por las nubes hasta una de las tasas de homicidio más altas del mundo. El ex paracaidista había ganado una devoción inquebrantable por incluir a los pobres en el proceso político del que habían estado excluidos por mucho tiempo. También lo veneraban por reducir la pobreza a la mitad y por proveer tiendas y clínicas de descuentos en barrios indigentes.
El aura peculiarmente inviolable que envolvía a Chávez podía ser claramente vista en el fenómeno de peticiones que surgieron en su período. Mientras muchos pobres aceptaban que la corrupción y la ineficiencia abundaban, igualmente se reunían con el mandatario -incluso en tormentas tropicales- para pedirle ayuda. El propio Chávez era visto como alguien alejado de los fracasos de su gobierno. Ahora que él se ha ido, es más probable que un manejo pobre de las mayores reservas de petróleo del mundo persiga a su sucesor.
Aunque es probable que Maduro gane la próxima elección dentro de 30 días, él no será capaz de echar mano a ese casi religioso asombro que rodeaba a Chávez. Cuando el flujo de dolor decaiga, Maduro tendrá que confrontar los problemas económicos cada vez más profundos sabiendo que la gente lo hará más responsable por los errores y fracasos.
Un ex conductor de micro y líder sindical de 50 años y con bigote, Maduro es uno de los miembros del muy pequeño círculo de fieles que sobrevivió en el predominantemente espectáculo individual que fue el gobierno de Chávez. Es relativamente poco conocido, gracias a la afición del difunto presidente microadministrador de tomar todas las decisiones importantes por sus ministros, a menudo siendo él el que hablaba por ellos.
Maduro tiene una reputación por ser un diplomático inteligente. Los funcionarios colombianos que lo observaron en las conversaciones de paz con las fuerzas rebeldes de las FARC en la Habana el año pasado lo alabaron por su sagacidad. Pero Maduro ahora enfrenta un escenario mucho más grande.
Hace casi tres meses, antes de que Chávez regresara a La Habana para su última intervención quirúrgica de cáncer, ungió a Maduro como su heredero político, diciéndole al país que votara por él “si algo me pasaba a mí”.
Y así fue. Su muerte cierra un turbulento capítulo en la historia venezolana en el que Chávez, quien fue elegido presidente por primera vez en 1998, hundió a una élite política que había dominado el país por cuatro décadas. El autodescrito socialista tuvo suerte y pudo montar una ola de altos precios del petróleo para financiar sus programas sociales.
Sin embargo, sus reformas económicas podrían constituir un cáliz envenenado. Chávez lideró miles de nacionalizaciones en el sector energético, las telecomunicaciones, bancos y el sector agrícola. Expropió activos de importantes firmas extranjeras, y privó en particular a Exxon Mobil y ConocoPhillips de su participación mayoritaria en sus proyectos de crudo en el Orinoco.
Sus reformas le granjearon la adulación del núcleo duro de sus seguidores, pero las reformas económicas cobraron su precio. Chávez deja como herencia un país contra las cuerdas. Tiene una de las mayores tasas de inflación del mundo, una moneda muy sobrevaluada a pesar de una devaluación de 32% el mes pasado y una amplia escasez de bienes básicos como harina, huevos, azúcar e incluso gasolina.
“Chávez estaba más interesado en pasar a la historia en una explosión de gasto a crédito”, afirma Juan Nagel, un economista venezolano en la Universidad de Los Andes en Santiago y coeditor del influyente blog Caracas Chronicles. “Pero el lío con el que tendrá que lidiar su sucesor es enorme”.
Todos los ojos están puestos en las reservas petroleras. Las petroleras extranjeras buscarán señales de que Maduro pueda suavizar su postura frente a los inversionistas para mejorar la condición económica del país. La red de aliados izquierdistas también estará preocupada, en particular Cuba, donde el régimen de Castro ha sido apuntalado por la diplomacia del petrodólar de Chávez.
Pero la transición se sentirá más intensamente en la propia Venezuela, porque la extravangancia del modelo económico impulsado por el petróleo que Chávez utilizó para fortalecer su popularidad podría haber llegado a su fin.