Actualidad

El triunfo de los autoflagelantes

No solo la Concertación está muerta, algo que ya se sabía. Con una DC destrozada, al menos hoy no existen las condiciones para una confluencia entre el centro y la izquierda. 

Por: Rocío Montes | Publicado: Viernes 24 de noviembre de 2017 a las 04:00 hrs.
  • T+
  • T-

Compartir

Lo del domingo fue una de las últimas batallas de una especie de guerra que comenzó a librarse al menos hace 20 años: 1997. 

En las parlamentarias de ese diciembre, la Concertación perdió un millón de votos y el resultado –el presagio quizás de la alta votación de la derecha en las presidenciales de 1999, con el candidato Joaquín Lavín– cristalizó las tensiones en una coalición formada hacía una década y que había silenciado sus diferencias por un proyecto político común. La alianza entre democratacristianos y socialistas –enfrentados en el gobierno de la UP, en su posición respecto del Golpe, pero unidos pronto en torno a la lucha contra Pinochet– luego de una luna de miel en la administración de Patricio Aylwin, comenzó a crujir a mediados del sexenio de Eduardo Frei Ruiz-Tagle.El primer antecedente habría sido el simbólico informe de 1998 del PNUD, titulado “Las paradojas de la modernización” y coordinado por Pedro Güell, sociólogo.

En la investigación, se señalaba que la parlamentaria había puesto en evidencia “la existencia de un malestar o, como dice la Real Academia, una incomodidad indefinible”. “Tal vez sea precisamente la actual estrategia de modernización” la que lo provoca, agregaba. El texto se preguntaba sobre un asunto relevante: ¿Es que la gente no ve los éxitos del país o es que el desarrollo nacional resulta insensible a las preocupaciones de las personas? ¿Qué experiencias subyacen a la idea que se hace la gente acerca de la felicidad?”. Para el PNUD, todo parecía indicar que había “algo” en el desarrollo económico, político y cultural de Chile que provocaba malestar, desasosiego o, francamente, inseguridad.

Lo que estaba en cuestionamiento, finalmente, era la Concertación y su modelo. Quienes prefirieron ver el vaso medio lleno y las potencialidades de la coalición escribieron el manifiesto “La fuerza de nuestras ideas”. Quienes estaban alarmados por sus limitaciones respondieron con el documento “La gente tiene la razón”, en la línea del informe de PNUD. 

El exsenador socialista Carlos Ominami –simbólico miembro de este segundo grupo– en su libro "Un debate silenciado" explica de esta forma lo que defendían los llamados autoflagelantes: “Estaba claro, pero no se quiso asumir, que no lográbamos cambiar un modelo económico concentrador y reproductor de la desigualdad; que el imperio de la política de los consensos imponía severas limitaciones a una agenda de profundización democrática y que se estaba produciendo un paulatino y grave divorcio entre las instituciones de lo público y la base social que sustentó la recuperación democrática”. 

La agonía del centro

Probablemente, sería simplista señalar que los grupos progresistas de la Concertación se sentían en una camisa de fuerza caminando de la mano con una Democracia Cristiana acostumbrada –al menos en ese entonces– a los pasos cortos y prudentes. Pero, como bien escribía Ominami, había algo de profunda incomodidad con ese “imperio” de la política de los consensos que marcó de manera profunda la transición. Con esa alianza PS-DC, que fue la columna vertebral de los gobiernos y que propuso avanzar en la medida de lo posible y no con la velocidad y profundidad que era necesario, según los críticos. 

Pero el debate –hace 20 años– se abortó: primero, con el gobierno de Ricardo Lagos (2000-2006); y luego con el primero de Michelle Bachelet (2006-2010), que no fue otra cosa que el cuarto de la Concertación. En 2009, Marco Enríquez-Ominami hizo explotar las divergencias. Logró exitosamente el 20% en las presidenciales –con un discurso que ponía los acentos no en los logros, sino en los desaciertos–, aportando en parte a sepultar las opciones de un debilitado democratacristiano Frei Ruiz Tagle y posibilitando –en parte, también– el primer triunfo de la derecha en democracia. 

Nunca se llegó a hacer un análisis profundo del camino recorrido, ni siquiera desde la oposición. En el gobierno de Piñera (2010-2014), las diferencias y la crisis de la centroizquierda –nuevamente– terminaron silenciadas a la espera del regreso de una renovada Bachelet. A diferencia de la vez anterior, la socialista llegaría a La Moneda con un diagnóstico cercano al de los autoflagelantes de 1997-1998. Convencida profundamente de que “el malestar ciudadano transversal” que reflejaron las movilizaciones de 2011 tenía relación directa con “la enorme desigualdad en Chile” –por ejemplo– llevó adelante un gobierno transformador. A su lado en La Moneda, como uno de sus principales asesores, está desde el inicio de este mandato el sociólogo Güell, del PNUD. 

Luego de cuatro años de un gobierno en los que no todos los democratacristianos se sintieron especialmente acogidos, la DC entró en la que probablemente es una de las peores crisis de su historia. Tantas veces anunciada, en esta oportunidad parecen existir argumentos potentes para dudar de la viabilidad de su futuro. Esta semana libran una inédita guerra civil y sus principales líderes protagonizan el espectáculo de autodestrucción. La imagen del lunes de la senadora Ximena Rincón junto a su cuestionado hermano Ricardo pidiendo la renuncia a la excandidata Carolina Goic –debilitada con su 5,88% y el peor resultado que haya tenido el partido en una parlamentaria– fue una fotografía elocuente de la descomposición de un partido histórico. No es claro todavía si la DC tuvo un pésimo resultado en la presidencial y en la parlamentaria porque le hizo mal sumarse en 2013 a la Nueva Mayoría –que no era otra cosa que la Concertación más los comunistas–; o justamente, porque a comienzos de 2017 el partido se alejó de la Nueva Mayoría. Sea como fuere –porque para eso tendrán que decantar los hechos– se habla de una pompa fúnebre de la DC –o lo que queda de ella– y de la agonía profunda del centro político encarnado por este partido por décadas. 

El debilitamiento de la DC, la ruptura de la columna vertebral entre democratacristianos y socialistas, la fortaleza de una izquierda capaz de impulsar cambios sin frenos de mano ni tantos consensos, ¿no era acaso lo que soñaban los autoflagelantes desde hace 20 años? De ser así, el pasado domingo habrían conseguido una importante victoria. 

El socialismo arrinconado

No solo la Concertación está muerta, algo que ya se sabía. Con una DC destrozada, al menos hoy no están dadas las condiciones para una nueva confluencia entre el centro y la izquierda.

Dado el panorama, quizás una alianza firme entre ambos sectores habría sido necesaria justamente ahora. El Frente Amplio obtuvo un 20% de respaldo en la presidencial –una tajada que habría sacado en forma íntegra de la Nueva Mayoría– y los dirigentes oficialistas parecen no terminar de comprender que –como Podemos, en España– la nueva coalición de izquierda está enfocada sobre todo en superar al PS y el PPD, los nichos de la socialdemocracia. 

Efectivamente, los socialistas triunfaron en estas elecciones, al menos a nivel parlamentario. Aunque la apuesta era arriesgada, lograron instalarse como la primera fuerza de lo que queda de Nueva Mayoría (19 diputados y tres nuevos senadores, que dieron una batalla que tenía pocas posibilidades de éxito), aunque perdieron a figuras simbólicas en Santiago como Osvaldo Andrade y Daniel Melo. El oficialismo PS –encabezado por Álvaro Elizalde– necesitaba robustecerse para intentar reconstruir una socialdemocracia que se levante como una fuerza importante sin los “bultos” políticos del pasado, que –según los análisis internos– les impedían seguir creciendo. Se refieren, entre otros, a figuras como Ricardo Lagos y Camilo Escalona. 

Pero aunque se trata de un objetivo político aparentemente bien pensado y necesario en la escena actual, ¿el potente resultado del Frente Amplio no amenaza ese esfuerzo? Aunque los resultados parlamentarios de la DC y el PPD no son responsabilidad del PS –qué duda cabe– ¿no queda el socialismo demasiado solo frente a una fuerza de izquierda musculosa y hambrienta que con su 20% y su fuerza parlamentaria busca dar el Sorpasso? Tal y como están las cosas, ¿podrían aspirar a hacer otra cosa que su hermano menor?

El punto final de esta historia se conocerá el 17 de diciembre. Si Guillier logra ganarle a Sebastián Piñera en una segunda vuelta que sería voto a voto, la fuerza ordenadora de un gobierno podría allanar el camino hacia puntos de encuentros que hoy parecen inviables.

Pero aunque la fuerza del Frente Amplio sorprendió a todo el mundo, con los resultados en mano la centroizquierda no puede extrañarse: ahora parece evidente. En los últimos años ha sido la propia Nueva Mayoría la que fue allanando los caminos: los talleres de Dialoga –la fundación de Bachelet que formó a varios líderes de la nueva coalición de izquierda–; los acuerdos parlamentarios de 2013, que permitieron victorias como la de Giorgio Jackson en Santiago y la incorporación a áreas clave de este gobierno, como el desembarco de Revolución Democrática en Educación.

Entre algunos dirigentes que se hallan en las altas cumbres del oficialismo no existe tanta desazón por el debilitamiento del centro, como cierta satisfacción por el éxito del Frente Amplio de izquierda que consideran –erróneamente– un poco propio. Estamos presenciando, al parecer, la antesala del triunfo final de los autoflagelantes. 

Lo más leído