En 1949 y 1950 cursé lo que es hoy 2º y 3º Medio en el Instituto Nacional. Venía de estupendos seis años de formación humanista y religiosa en el Colegio San Ignacio, con profesores jesuitas que eran a la par santos y sabios; entre ellos, San Alberto Hurtado. Una enfermedad que hasta soy suele ser mortal me sacó por dos años del circuito educativo. Recuperado gracias a la sapiencia del Dr. Sótero del Río, mis padres y yo optamos por una comunidad escolar que complementara el imborrable acervo de la formación ignaciana.
Y así fue. Me enriquecí compartiendo aula con buenos amigos que no profesaban mi credo ni ajustaban su conducta a mis códigos morales. Su respeto por mis convicciones fue tan irrestricto como el mío por las suyas. En mi curso éramos sólo dos católicos; el resto mayoritariamente agnóstico y algunos con premilitancia marxista. De los profesores, no sé de ninguno que fuera cristiano. Sí que eran sabios, dedicados, maestros por vocación. La ley del respeto mutuo permaneció inquebrantada. Así confirmé mi fe y la dilaté con la comprensión y amistad de quienes, pensando y viviendo distinto buscaban, como yo, verdad y amor.
Mi integración al nuevo sistema fue tan exitosa que a comienzos de 1950 mis pares me eligieron presidente de curso y, más tarde, del Centro de Alumnos. Para el Día del Instituto fui yo quien habló a nombre de la comunidad escolar, mereciendo una inusualmente fervorosa felicitación del Rector. Pero en las semanas siguientes hizo crisis nuestra relación con los Inspectores: nos trataban en forma despectiva y nos arreaban como ganado para formar filas antes de cada clase. Heridos en nuestra adolescente dignidad, resolvimos actuar. El Centro de Alumnos me encomendó dirigir una carta al Rector, exponiendo el problema y solicitando un tiempo de prueba para mostrar que éramos capaces de formar filas autónomamente. Mi adolescente inexperiencia me indujo a cambiar el “solicitar” por “exigir”. La carta era privada. Al día siguiente me llamaron de Rectoría y me enviaron de vuelta a casa: estaba expulsado del Instituto. Sucesivas y suplicantes apelaciones de mi papá sólo consiguieron que me cambiaran del 5º A al 5º B y me permitieran terminar el año. En 1951, formalizada mi expulsión, fui admitido al Liceo de Aplicación.
No hubo quejas, ni protestas, ni tomas ni publicidad. Eran las reglas, la axiología, el fundamento de excelencia del “primer foco de luz de la Nación”. Mi gratitud por el Instituto es imperecedera e incluye expresamente el haberme expulsado. Así me enseñaron que un buen alumno (tenía las mejores notas del curso) puede en pocas semanas ser felicitado y luego excluido por infringir las normas de la prudencia y respeto a la autoridad.
Los nuevos aires de libertad y derechos necesitan el perenne oxígeno de madura responsabilidad y obediencia.