Las normas de conducta moral que las religiones enseñan ¿son capricho de los dioses o invento clerical para mantener sumisamente alineados a sus feligreses?.
En el relato bíblico de la Creación no se mencionan los diez mandamientos, sólo una prohibición: intentar apoderarse de la ciencia del bien y del mal. No puede, el hombre, pretender alzarse por encima de la verdad objetiva y decidir autónomamente lo que su conciencia creativa considere lícito o conveniente.
La omisión de los diez mandamientos en esta fase primera de la historia no es casual: el hombre viene ya estructurado por su Creador, de quien es imagen y semejanza, para discernir entre lo que honra su dignidad racional o lo que le degrada a un nivel inferior a la bestia. La bestia se guía por su instinto y encuentra allí el criterio seguro para conservarse y perpetuar su especie.
El hombre se guía por su razón inteligente, que lo habilita para leer y comprender lo que es conforme a su naturaleza, y se mueve por su voluntad libre para adherir al bien que lo perfecciona. Sólo miles de años después la prudencia divina juzgó necesario, en vista de los desvaríos intelectuales y las transgresiones conductuales, reforzar la ley moral natural con un código preceptivo y prohibitivo que llamamos los Diez Mandamientos. Quien se adentra en su contenido no tarda en comprobar que las normas que mandan o prohiben hacer algo están íntegramente modeladas en el carácter racional de la persona humana.
Tanto es así, que los modernísimos códigos de derecho constitucional, penal, civil o laboral no hacen más que reproducir, en sustancia, y aplicar a las circunstancias lo mandado o prohibido en los Diez Mandamientos. El aporte plusvalórico de las religiones, en especial la cristiana, queda cifrado en la cuádruple “S”: Solemnidad, Sanción, Sanación, Superación. No hay capricho, no hay invento: sólo lectura respetuosa de la ley natural.
Ello vale de la moral sexual y de toda otra norma de comportamiento ético. Creyentes o no creyentes convendrán en que a nadie es lícito matar a un inocente indefenso, violentar su libertad e integridad sexual, forzarle a actuar contra su conciencia en materia religiosa, despojarle arbitrariamente de su patrimonio, su libertad, su honra, impedirle formar familia o que ésta ejerza sus irrenunciables derechos.
La frecuencia ética o la sanción jurídica de estos comportamientos pueden sufrir vaivenes pendulares, pero la sustancia permanece invariable. Aquí radica la contribución que las religiones prestan al sistema social: testimoniar valores absolutos, no condicionados a los cambios de opinión, de leyes o de resultados de encuestas. Una madre, un padre, un maestro no son meros espejos ni tibios termómetros de lo que sus hijos hacen. Prefieren la verdad crucificante a la mentira complaciente. En el momento arriesgan ser impopulares. Luego, siempre, cosecharán mayoritaria admiración y gratitud.