Por Gideo Rachman
“Nunca más” es la frase que siempre se oye después de una atrocidad internacional: es lo que se dice cada vez que se conmemora el Holocausto y lo que se dijo tras el genocidio de Rwanda, en 1994, y de la masacre de Srebrenica, en 1995. Pero el régimen libio está matando a su gente en las calles sin perspectivas de una efectiva intervención internacional.
No es que la comunidad internacional no haga nada. El fin de semana, el Consejo de Seguridad aprobó en forma unánime una resolución que incluye el embargo de activos. Y hubo una inusual referencia a la Corte Penal Internacional. Para los estándares de las Naciones Unidas, esto es duro.
Sin embargo, al ver las sesiones en Nueva York, lo que surge no es tanto el poder de la comunidad internacional, sino su impotencia. Susan Rice, embajadora de EE.UU. ante la ONU, dijo que la resolución busca “detener la violencia contra los civiles inocentes”, pero como Muammar Gaddafi enfrenta la derrota y la muerte, es improbable que el cierre de cuentas bancarias o la amenaza de procesamiento puedan disuadirlo.
Hasta ahora los únicos que se refieren abiertamente a la intervención militar directa contra el régimen de Gaddafi son personas alejadas de los gobiernos, como Gareth Evans, ex canciller de Australia y uno de los padres intelectuales de la doctrina de la “responsabilidad de proteger”. Su idea es que el mundo ya no puede tolerar atrocidades masivas simplemente porque ocurren dentro de los límites de una nación; en cierto momento la intervención internacional —incluso armada— está justificada.
Parece haber pocos seguidores de esta teoría. Algunos de los problemas son prácticos. Además, es probable que China o Rusia veten cualquier resolución de la ONU que prepare el camino para el uso de la fuerza. Pero EE.UU. y los europeos también tienen sus propias reservas con respecto a una intervención armada.
El problema es que la crisis implica dos tipos de “nunca más”. Está el “nunca más” de las atrocidades masivas y los crímenes de guerra derivado de experiencias como las de Rwanda y Srebrenica. Y el “nunca más” a la intervención armada occidental para derrocar a un dictador árabe, surgida de la guerra de Irak. Por el momento, la experiencia iraquí resulta más poderosa y, como se están desarrollando los acontecimientos en Libia, esta es aún la decisión correcta.
El derramamiento de sangre en Libia es terrible, pero no es comparable con el genocidio de Rwanda, donde murieron 800.000 personas. Si los niveles de violencia crecen abruptamente, los de afuera pueden sentirse obligados a intervenir. Como están las cosas, los extranjeros hacen bien en esperar. Todavía hay fuertes posibilidades de que los libios puedan librarse de su propio dictador.
Saddam Hussein era, si es posible, un tirano aún más cruel que Gaddafi y pocos, fuera de su tribu, lamentaron su caída, pero el hecho de que ésta fuera causada por una invasión liderada por EE.UU. que carecía del respaldo apropiado de la ONU, dañó la legitimidad interna y externa del nuevo Irak. Y se responsabilizó a EE.UU. y a sus aliados del caos que siguió a la caída del dictador. Si los libios logran derrocar a Gaddafi, necesitarán todo tipo de ayuda exterior, pero en este momento la intervención militar desde el exterior sería un error.