“Se fue. Me dejó. Lo perdí. No hay consuelo para mi dolor”. Son las palabras con que una viuda llora ante el ataúd de su difunto esposo. Amigos bien intencionados creen su deber enfatizar: “es una pérdida irreparable”. Y no falta el destacado, lapidario título periodístico: “dejó de existir”.
Una luz de verdad y de esperanza aporta la viuda de Douglas Tomkins. Con dolor sereno afirma: “yo no puedo hablar de él en pasado. Ni siquiera pensar en él en pasado. Siempre dijimos: somos un par, completamente unidos el uno con el otro. Me es imposible imaginar la vida sin él. Queríamos vivir juntos, morir juntos y juntos ir a la eternidad. Nuestro matrimonio no es pasado. Doug es aun mi esposo. Y yo lo llevo en mi corazón dondequiera que vaya”.
Sin pretenderlo, con estas palabras nacidas de la espontaneidad del corazón y largamente probadas en la experiencia, la viuda de Tomkins ha definido la relación nupcial entre Cristo y la Iglesia. El Sí de María a la Encarnación del Verbo divino en su seno virginal significó la concepción de Cristo y de la Iglesia. Porque Cristo es Cabeza de su Cuerpo, que es la Iglesia. Y si el Cuerpo no puede subsistir sin la Cabeza, la Cabeza no quiere vivir sin su Cuerpo. Cristo amó y ama a la Iglesia como el marido ama a su mujer. Y da la vida por ella, para que sea toda hermosa, siempre reina. La Iglesia nunca ha sido, nunca será viuda inconsolable de un Cristo que se fue y la dejó sola en su impotente dolor.
La Iglesia habla, sí, de Cristo en pasado. Recuerda lo que su Esposo dijo, hizo, padeció y prometió. Pero eso que recuerda, lo re-presenta, lo hace y lo vive como actual, está ocurriendo ahora, su Palabra, su Cuerpo y su Sangre, su Sacrificio de amor infinito, su promesa de no dejarnos huérfanos, la seguridad de que se ha ido a prepararnos un lugar porque El no imagina su vida sin cada uno de nosotros: toda memoria se hace, en la Iglesia, realidad presencial. Y de allí surge la certeza: estuvimos, estamos, estaremos, viviremos siempre con El, nuestro bienamado y fiel Esposo.
Requisito ineludible para consumar eternamente esta alianza nupcial es practicar la misericordia. Y en cada obra de misericordia se revalida esta presencia real y contemporánea de Cristo-Esposo. Lo que hacemos al servicio del hambriento, del harapiento, del desamparado, del inmigrante, del enfermo o del preso, es lo mismo que Cristo ha hecho por cada uno de nosotros. Pero además, ese servicio se lo estamos haciendo a Cristo, siempre presente en el hermano necesitado de misericordia. Por eso la misericordia abre las puertas del desposorio eterno.
Nuestro matrimonio con Cristo es indisoluble. La muerte no hace más que consumarlo.