La primera invitación que el sacerdote hace a los fieles congregados para celebrar la Eucaristía es a examinar su conciencia y confesar, en pública unanimidad, que han pecado “mucho, de pensamiento, palabra, obra y omisión”. Sabia insistencia: también se peca, y mucho, y muy gravemente por omisión. El capítulo 25 del Evangelio de san Mateo, dedicado a nuestro destino final de salvación o condenación, contiene dos parábolas y una profecía, coincidentes las tres en que el factor decisivo serán nuestras omisiones: “no te acordaste de proveer aceite de repuesto para tu lámpara; no te empeñaste en invertir y hacer rentables tus talentos; no hiciste nada a favor del que tiene hambre y sed, está desnudo y forastero, enfermo o en prisión”. La típica excusa “¡pero si yo no hice nada!” puede terminar siendo la más irrefutable admisión de culpabilidad. Precisamente por eso, por no haber hecho nada cuando podías y debías hacer algo, tu reconocida omisión te condena.
A comienzos de esta semana, dos amigos rancagüinos convinieron en almorzar juntos. En un buen restorán pidieron lomo y tallarines, y por cierto vino en abundancia, según se colige de la cuenta: $50.400 pesos. Aquí compareció la primera omisión: uno de ellos, cabalmente el que había ofrecido pagar el almuerzo, advirtió o alegó no portar consigo dinero ni otros instrumentos de pago. Tendría que ir a sacarlo de un cajero automático. Pero omitió regresar al restorán.
También omitió llamar a su amigo para sugerirle modos de zanjar el problema. Pasada una hora, se encendieron las alarmas de los meseros y optaron por llamar a Carabineros. Se hacía verosímil la tipificación de un delito de fraude o perjuicio mediante engaño. La policía uniformada detuvo al comensal que en vano esperara a su amigo y lo condujo en furgón al retén. Allí debían cumplirse los numerosos y muy específicos protocolos que regulan el estatuto de quien está privado de libertad, comenzando por su inmediata comparecencia ante la competente autoridad judicial. Pero el detenido quedó al interior del furgón. Pasaron 6 horas.
Ya el Ministerio Público había ordenado se le dejara en libertad. Cuando reabrieron el furgón, el detenido había fallecido. Una simple omisión de lo que se debió y pudo haber hecho, fruto del olvido, de la desconcentración o de la desconsideración a la dignidad de un detenido, terminó con la vida de una persona. Por omisión también se mata. La negligencia culpable, el relajar sin causa las normas que cautelan la vida, salud, libertad y honra de toda persona cobran muchas más víctimas fatales que el dolo homicida.
Creyentes o no creyentes, una de las fallas más vistosas en nuestra educación y conducta es la desaplicación. El Derecho la estigmatiza como cuasidelito. Para la fe cristiana, puede ser causa de actual y eterna desdicha. ¿El remedio? ¡Concéntrate!