Mes temible y temido. Su nombre apunta hacia Marte, el dios de la guerra. ¿A quién se le ocurrió vincular un mes con un acontecimiento o hábito esencialmente orientado a matar? Si el tiempo es un bien escaso, en cuyo limitado espectro tenemos la única y última oportunidad de realizar nuestra vocación al amor, ningún mes o medida del tiempo debería siquiera aludir a una falsa divinidad que exige salir a la caza del hombre (tenemos tan poco tiempo para amarnos, que no deberíamos nunca odiarnos).
Nuestros idus y odiseas de marzo tienen que ver con el retorno a clases, al trabajo, al fragor de la ciudad congestionada. También nos acechan los dardos envenenados de pagos cuantiosos, uniformes y útiles escolares, seguro y permiso de circulación. Recién empiezan a correr las cuotas por lo comido y bailado en vacaciones. Y ya urge hacer caja para absorber, en abril, el impacto de las alzadas contribuciones. La sola palabra, “Marzo”, genera sentimientos de repulsa, desaliento y temor. Como la guerra.
La fe tiene algo que decir ante este síndrome marciano. Comienza por recordarnos que el tiempo somos nosotros y lo hacemos nosotros. Inútil, grotesca es la coartada de culpar a las circunstancias. Tan inútil y patético como rendirnos ante ellas y llorar lo que no hemos tenido la inteligencia y la fe de convertir en gozo triunfal. Pues sí: cada problema es un desafío al crecimiento, cada urgencia convoca y provoca fuerzas latentes que esperaban, ansiosas, la oportunidad de emerger y probarse victoriosas. Sin estos problemas y urgencias vegetaríamos en la mediocridad. Concedámonos un minuto para lamentar. El minuto siguiente quede reservado para orar. Al tercer minuto la pantalla de tu conciencia registrará, diáfana, cercana, atractiva la solución o el camino de solución del problema. Antes de cinco minutos tu depresión quejumbrosa se habrá transformado en gozosa y asertiva creatividad. La fe mueve montañas. Es, por esencia, victoriosa. Todo lo puedo en Aquel que me conforta.
¿Y los apremios financieros? Nosotros somos hijos de Dios, no del dinero. Si Dios es tu Padre, sabe mejor que tú lo que necesitas y para cuándo lo necesitas. Se incomoda, Dios, cuando te ve cavilando, atormentado por el cuánto y el cómo. ¿Dudas de tu Padre? El que acogió con besos, abrazos y banquete al hijo que derrochó toda su herencia ¿dejará insatisfecha el hambre o descubierta la desnudez del hijo fiel que desde su pobreza implora: “Dios mío, ven en mi auxilio; Padre, date prisa en socorrerme!” No te preocupes: ocúpate en dar, hoy, lo poco que tienes, a quien tiene menos que tú; pide con fe lo que no tienes; agradece antes de recibir, y deja que Dios se ocupe.
Tu guerra de Marzo no es contra la falta de dinero, sino contra tu poca fe.