Por George Weigel*
En sus nueve meses de pontificado, el Papa Francisco ha dejado claramente establecida su aspiración de restaurar la pasión evangelizadora original de la Iglesia.
Los primeros nueves meses de pontificado del Papa Francisco a menudo han semejado un gigantesco test de Rorschach, en que diversos comentaristas, tanto dentro como fuera de la Iglesia Católica, han “visto” materializarse sus sueños y sus temores. No obstante, lo que en realidad han creído ver una y otra vez poca relación guarda con la historia de Jorge María Bergoglio en tanto sacerdote y obispo, o con sus más consecuentes decisiones como papa.
Las mencionadas proyecciones alcanzaron su más febril excitación con la publicación, el pasado 26 de noviembre de la primera exhortación apostólica del actual papa, Evangelii Gaudium (La alegría del Evangelio), que fue celebrada, o lamentada, como si fuese un documento de toma de posición para “todo uso” destinado a una cumbre del G-8. Lo concreto es que este documento papal ha de ser leído y apreciado por lo que manifiestamente es: un toque de clarín llamando a un cambio decisivo en la comprensión que la Iglesia Católica tiene de sí misma, en perfecta continuidad, además, con el magisterio del Concilio Vaticano Segundo, de Paulo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI.
Dadas las fantasías que el Papa y su pontificado han inspirado tanto en derechas como en izquierdas, puede ser de utilidad, al cumplirse tres cuartas partes del primer año de Francisco en la cátedra de san Pedro, describir con mayor exactitud al hombre con quien me fue dado sostener, en mayo de 2012, una extensa conversación en torno del estado general de la Iglesia Católica. Antes que nada y más que nada, Jorge María Bergoglio es un decidido seguidor de Cristo, que ha conocido la misericordia de Dios en su propia vida y que desea que otros compartan esa experiencia suya –tanto como la sanación y la alegría que conlleva la amistad con nuestro Señor Jesucristo.
Tal como señaló en una ampliamente difundida entrevista concedida en el pasado septiembre a una revista jesuita italiana, el Papa Francisco es un “hijo de la Iglesia”, que cree y enseña lo que cree y enseña la Iglesia Católica, y que desea que otros escuchen y sean impulsados a la conversión por la sinfonía de la verdad católica, que, como él piensa, demasiado a menudo es ahogada por la cacofonía eclesiástica.
El Papa Francisco está completamente dedicado a lo que Juan Pablo II llamara la “Nueva Evangelización”, que entiende como una dramática reconcentración de la Iglesia en su misión evangelizadora y el redescubrimiento por cada uno de los 1.2 mil millones de católicos en el mundo –con el consiguiente giro en sus vidas- de la vocación misionera que a él o a ella fue dada con su bautizo.
El Papa es un pastor profundamente preocupado por su rebaño, que saca fuerza espiritual de ese rebaño y lo llama a tomar buenas decisiones, respetando la devoción popular.
El Papa “de los confines de la tierra”, como se llamó a sí mismo cuando apareció en la logia central de la basílica de San Pedro la tarde de su elección, el pasado 13 de marzo, es un reformador que, como dejó claramente sentado en “Evangelii Gaudium”, medirá la auténtica reforma católica con el criterio de la efectividad misionera. De tal modo, la reforma de la curia romana por el Papa Francisco no será llevada a cabo en pos de alguna modesta satisfacción que pudiera derivar del desplazamiento de fichas por un tablero organizacional, si no que para asegurar que la administración central de la Iglesia Católica sirva a la misión evangélica de todos los miembros de la Iglesia.
Como lo describe José María Poirier, director de la revista católica argentina Criterio, el Papa es un hombre que “quiere una Iglesia santa, o al menos una Iglesia dotada de fuerte voluntad para luchar por la virtud”, pues sabe que el ejemplo cristiano es al menos tan importante como la argumentación lógica en la labor evangelizadora de la Iglesia –convicción que explica su reciente (y bien recibida) crítica de los católicos “quejumbrosos”.
De acuerdo al testimonio de muchos que han colaborado con él, el papa es un eficiente ejecutivo que gusta de hacer consultas, que pondera sus opciones y luego actúa de forma decidida. No teme la toma de decisiones, aunque las toma con cuidado, habiendo aprendido (como dijera alguna vez) a ser escéptico respecto de sus impresiones e instintos iniciales al momento de encarar situaciones difíciles. No le teme a la crítica, aprende de sus errores y le gusta que sus colaboradores lo cuestionen cuando piensan que está equivocado.
Es un hombre de vasta cultura, versado en temas teológicos, aunque más dado a referencias y ejemplos literarios que a las citas teológicas eruditas en sus prédicas y catequesis. Así, en una de sus más recientes homilías con ocasión de la eucaristía diaria, elogió la novela apocalíptica “El amo del mundo”, escrita a comienzos del siglo XX por Robert Hugh Benson, pues ésta plantea importantes advertencias frente al utopismo dictatorial, o lo que el papa llama “progresismo adolescente”.
El Papa Francisco también comprende en profundidad la naturaleza de la grave crisis cultural de la postmodernidad: el surgimiento de un nuevo gnosticismo, en que todo lo concerniente a la condición humana es plástico, maleable y está sujeto a la voluntariedad humana, en que nada está simplemente dado y los seres humanos son reducidos, mediante el autoengaño, la definición legal o los dictámenes judiciales, a meros manojos de deseos.
El Papa siente una preocupación apasionada por los pobres, a sabiendas de que la pobreza toma en el siglo XXI formas muy diversas. Puede encontrarse en la agobiante pobreza material de su nativa Buenos Aires, causada por décadas de corrupción, indiferencia y el fracaso de la Iglesia en catequizar a los dirigentes económicos y políticos de Argentina. Sin embargo, la pobreza también puede encontrarse en el triste desierto espiritual de aquellos que miden su humanidad más por lo que poseen que por lo que son, midiendo a sus semejantes con la misma vara materialista. Luego tenemos el empobrecimiento ético del relativismo moral, que menoscaba las aspiraciones humanas, impide el trabajo conjunto con miras al bien común de la sociedad, conduciendo así inevitablemente a la fragmentación social y a la infelicidad personal.
Como escribió en “Evangelii Gaudium”, el Papa Francisco no es un hombre de “ideologías políticas”. Él sabe que el “emprendimiento es una vocación y una noble vocación”, cuando está orientado al bien común y al empoderamiento de los pobres. Cuando critica el status quo social, económico o político, lo hace en calidad de pastor, “interesado sólo en ayudar a todos aquellos esclavizados por una mentalidad individualista, indiferente y egocéntrica, con miras a su liberación de aquellas indignas cadenas para que puedan alcanzar un modo de vida y de pensamiento que sea más humano, noble y fructífero”.
El Papa Francisco es un revolucionario. Sin embargo, la revolución que propone no es un asunto de prescripciones económicas o políticas, si no que una revolución en el modo cómo la Iglesia Católica se comprende a sí misma: un retorno re-energizado al fervor pentecostal y a la pasión evangelizadora que dio nacimiento a la Iglesia hace ya dos milenios, y también como un llamado a una misión que acelere la gran transición histórica de un catolicismo institucional y de mera mantención a una Iglesia para la Nueva Evangelización.
*Escritor y cientista católico estadounidense.
Pertenecer para ser libres
Aún estaban vivos en la prensa internacional los ecos de la Evangelii Gaudium. Buena parte de las cabeceras, encantadas, no por el contenido real de este texto sino por la supuesta aceptación del espíritu del siglo. Y otro frente, minoritario pero significativo, enrabietado por el supuesto "izquierdismo" de Francisco. Era el último viernes antes del Adviento y el Papa predicaba por la mañana en Santa Marta contra "el pensamiento uniforme, el pensamiento débil... el espíritu del mundo que no quiere que nos preguntemos delante de Dios ¿por qué esto, por qué aquello? No sé si Francisco había leído los periódicos, el caso es que denunciaba ese espíritu "que no nos quiere pueblo, nos quiere masa, sin pensamiento, sin libertad"
Días antes, sin que ningún titular de la gran prensa lo recogiera", el Papa había cargado contra esa forma de "progresismo adolescente" (la calificación es suya, muy suya) que pretende negociarlo todo, dispuesto a someterse a la uniformidad hegemónica del pensamiento único, fruto de una mundanidad que nos conduce a la apostasía. El trasfondo era nada menos que la resistencia de los Macabeos frente a sus torturadores, y Francisco añadía que también hoy "se realizan sacrificios humanos y se formulan leyes para darles cobertura". Imposible no ver aquí una clara referencia a la lacra del aborto en nuestras sociedades.
De nuevo, como San Pablo a los Romanos, Francisco advierte de la necesidad de no ajustarnos a este mundo que nos propone "un pensamiento prêt-à-porter, de acuerdo a nuestros propios gustos: yo pienso como me da la gana". Como si en eso consistiera la libertad. Por el contrario lo que Jesús nos pide es el libre pensamiento, el pensamiento de un hombre y de una mujer que son parte del pueblo de Dios. Y este es otro de los puntos clave de la homilía del pasado viernes: el Papa vincula la posibilidad real de la libertad a la pertenencia al Pueblo de Dios.
"Piensen en los profetas... Tú no eras mi pueblo, ahora te digo 'pueblo mío': así dice el Señor. Y ésta es la salvación: hacernos pueblo, pueblo de Dios, para tener libertad». Porque verdaderamente tenemos necesidad de la ayuda del Señor para comprender lo signos de los tiempos y el Espíritu Santo nos da ese regalo, la inteligencia de la fe que es inteligencia de la realidad, pero nos lo da a través de la pertenencia a su pueblo, a través de la educación que el cristiano experimenta dentro del camino de la Iglesia. Sólo así, advierte agudamente el Papa Bergoglio, seremos libres del pensamiento débil, de la esclavitud de la opinión dominante y del propio gusto. Una homilía para enmarcar.
JOSÉ LUIS RESTÁN, Páginas digital