Por Giandomenico Mucci
En la sociedad actual, todos dicen ser liberales, incluso aquellos que por su anterior tradición cultural y política han tenido escasa familiaridad con el liberalismo. Ciertos principios, desde la libertad de culto, individual y de conciencia hasta la libertad de palabra y de prensa; desde la libertad de asociación hasta el derecho de propiedad y de iniciativa individual; desde el derecho a gozar de los frutos de la productividad hasta el derecho a tener un proceso penal público sin interferencias políticas, están en sintonía con el cristianismo en tanto en cuanto son expresiones de la preeminencia de la persona.
La oposición del cristianismo al liberalismo surge cuando éste sostiene el carácter relativo y subjetivo de la verdad y de la ética por cuanto, se dice, únicamente en estas condiciones podría constituirse y operar el espíritu de tolerancia. Refiriéndose a esta filosofía, Benedicto XVI ha hablado de “liberalismo sin alma”, invitando a no confundir liberalismo con indiferencia ética, a no reducir el espíritu de tolerancia, premisa ético-política de todas las libertades, a instrumento de escepticismo práctico o expediente puramente oportunista. Es verdad que la tolerancia procede de los principios liberales; pero de esto no se desprende que no pueda existir verdadera tolerancia si no hay indiferencia ética.
Pablo VI
En la carta apostólica Octogesima adveniens, Pablo VI señala que la acción política es para el cristiano un modo de vivir su fe, es la fe al servicio de la sociedad. Así concebida, la acción política del cristiano no puede adherirse a aquellos sistemas ideológicos que se opongan radicalmente o en puntos sustanciales a la fe y a la concepción cristiana del hombre. Entre estos sistemas, el Papa sitúa la ideología liberal. Ésta “cree exaltar la libertad individual sustrayéndola a toda limitación, estimulándola con la búsqueda exclusiva del interés y del poder, y considerando las solidaridades sociales como consecuencias más o menos automáticas de iniciativas individuales y no ya como fin y motivo primario del valor de la organización social”. (Octogesima adveniens (1971), n. 26.)
Al adherirse a la ideología liberal y a su estrategia política y social, el cristiano podría estar en peligro de adherirse al carácter totalitario de la ideología, a veces sin darse cuenta e impulsado por un deseo generoso de servicio, y dejarse absorber por una mentalidad y una praxis que aspiran a liberar al hombre y más fácilmente terminan esclavizándolo. (Ver ibídem, n. 28.)
Es un peligro latente, pero no puramente teórico; real, pero no inevitable. Citando un pasaje famoso de la encíclica Pacem in terris de Juan XXIII, Pablo VI indica el motivo de este peligro. Es preciso distinguir entre las ideologías basadas en los errores de las filosofías sobre la naturaleza, el origen y el destino del hombre y del universo, y los movimientos históricos, con sus fines económicos, sociales, políticos y culturales, que se inspiran en esas filosofías e ideologías, porque las teorías, una vez elaboradas, permanecen fijas definitivamente, mientras los movimientos históricos, aun cuando deban su origen a esas teorías, evolucionan en el curso del tiempo, experimentan el influjo del mismo y pueden además cambiar profundamente. Así, si bien la teoría era falsa y se rechazaba, los movimientos provenientes de la misma pueden ser aprobados por haber incorporado elementos positivos al desarrollarse. (Ver ibídem, n. 30).
Este proceso de renovación ha interesado también al liberalismo. Éste se ha venido afirmando no sólo en el plano económico, sino también como defensa del individuo contra las iniciativas más invasoras de las organizaciones y contra las tendencias totalitarias de los poderes políticos. El Papa elogia el afán liberal de defender la iniciativa personal cuando está moderado por la subsidiariedad y la solidaridad; pero advierte a los cristianos que no deben idealizar el liberalismo con tendencia a atribuir carácter absoluto a la autonomía del individuo en su actividad, en sus motivaciones y en el ejercicio de su libertad. (Ver ibídem, n. 35).
Juan Pablo II
El magisterio de Juan Pablo II está explícitamente comprometido con denunciar el vínculo entre indiferencia ética y tolerancia cuyo caldo de cultivo es la ideología y la mentalidad liberal. “Hoy se tiende a afirmar que el agnosticismo y el relativismo escéptico son la filosofía y la actitud fundamental correspondientes a las formas políticas democráticas, y que cuantos están convencidos de conocer la verdad y se adhieren a ella con firmeza no son fiables desde el punto de vista democrático, al no aceptar que la verdad sea determinada por la mayoría o que sea variable según los diversos equilibrios políticos”. Al respecto, el Papa niega que la fe cristiana sea ideológica y pretenda imponer a los hombres de manera fundamentalista su concepción de la verdad y del bien, y encuadrar en un rígido esquema la cambiante realidad sociopolítica. “La Iglesia, al ratificar constantemente la trascendente dignidad de la persona, utiliza como método propio el respeto de la libertad”. Sin embargo, “hay que observar que, si no existe una verdad última, la cual guía y orienta la acción política, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentadas fácilmente para fines de poder. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia”. (Centesimus annus, n. 46).
Este texto es de 1991. Posteriormente, en 1993, con la encíclica Veritatis splendor, Juan Pablo II identifica la raíz de la mentalidad liberal en su acepción negativa, en el uso distorsionado de los conceptos de libertad, verdad y conciencia. “En algunas corrientes del pensamiento moderno se ha llegado a exaltar la libertad hasta el extremo de considerarla como un absoluto, que sería la fuente de los valores”. Al perder el sentido de la trascendencia, la conciencia individual pasa a ser la instancia suprema del juicio moral, el juez infalible sobre lo que está bien y lo que está mal. El juicio moral es verdadero solamente por cuanto proviene de la conciencia, a la cual se tiene obligación de seguir. Ahora, desprovista ésta de un anclaje trascendente se ha sustituido el criterio de acuerdo con el cual es preciso buscar una verdad por un criterio de autenticidad, basándolo en un postulado subjetivista, que contiene en sí mismo la crisis en torno a la verdad.
Al abandonarse la idea de una verdad universal sobre el bien, que la razón humana puede conocer, la conciencia ya no es un acto de la inteligencia de la persona, que debe aplicar el conocimiento universal del bien en una determinada situación concreta y expresar así un juicio sobre la conducta recta que es preciso elegir en esa situación. Se concede en cambio a la conciencia individual la tarea de fijar de modo autónomo el criterio del bien y del mal, y actuar en consecuencia. Es la ética individualista. Cada uno se enfrenta con su verdad, distinta a la verdad de los demás. (Veritatis splendor, n. 32.)
En la encíclica Evangelium vitae de 1995, el mismo Pontífice ejemplificó este “grave deterioro moral” con una situación emblemática de trágica actualidad. “Amplios sectores de la opinión pública justifican algunos atentados contra la vida en nombre de los derechos de la libertad individual, y sobre este presupuesto pretenden no sólo la impunidad, sino incluso la autorización por parte del Estado, con el fin de practicarlos con absoluta libertad” (Evangelium vitae, n. 4). Y en 1998, con la encíclica Fides et ratio, recordaba firmemente a los cristianos que “una cultura nunca puede ser criterio de juicio y menos aún criterio último de verdad en relación con la revelación de Dios” (Fides et ratio, n. 71).
Benedicto XVI
Entre no pocos documentos en los cuales Benedicto XVI abordaba los temas aquí puramente señalados, nos gusta citar la encíclica Caritas in veritate del año 2009, en la cual se explica la doctrina cristiana “en el contexto social y cultural actual, en el que está difundida la tendencia a relativizar lo verdadero” (Caritas in veritate, n. 4.). Entre los fenómenos más relevantes de nuestra época, se encuentra la posibilidad de interacción entre las diversas culturas, lo cual favorece nuevas posibilidades de diálogo. Sin embargo, como advierte el Papa, estas posibilidades son factibles únicamente si se cumplen dos condiciones. Dicha interacción corre riesgo de resolverse en mero eclecticismo cultural, es decir, abordándose de manera acrítica culturas consideradas equivalentes e intercambiables. Se cae así, casi insensiblemente, en un relativismo opuesto al verdadero diálogo. Los grupos conviven en la práctica, pero se encuentran íntimamente separados. Se produce una homologación de los comportamientos y estilos de vida, rebajándose de hecho la cultura. Y el hombre, reducido a dato cultural, puede ser más fácilmente manipulado y sometido (Ver ibídem, n. 26).
En esa forma acrítica de aproximación a la cual nos referíamos se oculta también el riesgo de cerrarse las mentes a Dios y del ateísmo de la indiferencia. Es preciso considerar aquí responsablemente la actividad que todo lo invade de la cultura dominante de sello ampliamente liberal, que ha creado instituciones, estructuras y un ethos que hoy deben ser objeto de permanente discernimiento y análisis por parte de los cristianos (Ver ibídem, n. 79).
El Papa se vuelve eco fiel del Concilio. Ciertamente, el Concilio Vaticano II destacó los cambios psicológicos, morales y religiosos de nuestra época, apreciando algunos, que debidamente enfocados pueden conducir a cierta purificación de la vida de la fe y a una participación más personal y activa de la misma, poniendo a los cristianos en guardia frente a otros. “La negación de Dios o la religión no constituye, como en épocas pasadas, un hecho insólito e individual; hoy día, en efecto, se presenta no rara vez como exigencia del progreso científico y de un cierto humanismo nuevo” (Gaudium et spes, n 7c.). Parte integrante de este tipo de humanismo [ateo] difundido prácticamente en todas partes en el mundo occidental es el eje indiferencia ética – tolerancia, de ascendencia liberal, que de distintas formas ha sido denunciado por Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI.