Fui alumno del Colegio San Ignacio entre 1942 y 1947. Nuestros profesores, laicos y religiosos, sobresalían por su calidad intelectual, pedagógica y ética. Cada dos meses rendíamos pruebas a manera de certamen, con artísticos diplomas para los ganadores. La cosecha final de nuestro rendimiento se hacía pública en una solemne Proclamación de Dignidades presidida, en el salón de honor, por la más alta Autoridad Eclesiástica y en presencia de nuestras familias, ante las que desfilábamos con los galardones obtenidos. Teníamos clases todos los días, de 8:15 a 12:15 y de 14:30 a 17 horas, incluyendo el sábado. Sólo la tarde del miércoles se reservaba a deportes, en nuestro estadio de Pocuro. Y el domingo, a las 8:30, debíamos estar de nuevo en el Colegio para participar en la Misa y recibir la libreta de notas de asignaturas y conducta.
Llegado sin embargo diciembre, todos temblábamos. Nuestras notas de Colegio no valían nada. Por cada asignatura debíamos rendir examen escrito y oral, ante una comisión de profesores del Estado. El Estado de Chile no creía en la justicia o verosimilitud de las calificaciones dadas por nuestros profesores. “Sus” profesores, y sólo ellos, poseían la varita mágica de la ciencia y el filtro depurador de la verdad.
Cursé mis tres últimos años de enseñanza media en dos liceos emblemáticos de la educación laica. Teníamos menos clases, menos exigencias, profesores solventes pero no superiores a los de San Ignacio. No había entrega solemne de notas ni se rendían exámenes finales. El Estado de Chile sí hacía fe en la ciencia y ética de “sus” profesores y establecimientos. Su discriminación era flagrante. La tradición docente y el patrimonio moral de los colegios religiosos eran muy anteriores a la creación de los liceos estatales chilenos. El prejuicio, la ideología, la arbitrariedad del poder prevalecían sobre la historia y la razón.
Estudié luego Derecho en la Pontificia Universidad Católica. La misma historia de exigencias y maestros excepcionales. Pero el examen final debíamos rendirlo en la Universidad de Chile y ante “sus” profesores. El Estado de Chile seguía reservándose el monopolio de acreditar que alguien tenía suficiente ciencia del Derecho. Y esa calificación inapelable quedaba exclusivamente en manos de “sus” innatos e infalibles administradores de la verdad. Recién en 1953, hace 60 años, los alumnos de la Católica, formados en una de las tradiciones culturales más reconocidas del planeta, pudimos acreditar nuestra solvencia ante nuestros profesores y en nuestro propio recinto.
Acreditar significa dar crédito, reputación, certeza de realidad. Hoy, el Estado vuelve 60 años atrás. No ya para calificar a un alumno en una asignatura, sino para negar existencia real a instituciones que sólo se acreditan por la universal objetividad de la ciencia y la razón. El Estado pretende ser Dios. Pero Dios es justo. Sólo los ídolos discriminan.