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Occidente e islam, ¿encuentro o enfrentamiento?

Por: Javier Prades | Publicado: Viernes 20 de octubre de 2017 a las 04:00 hrs.
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*Rector de la Universidad San Dámaso, Madrid.

EL último informe del Pew Research Center ofrece datos sorprendentes sobre la evolución de las religiones: el cristianismo representa hoy el 31,2 % de la población mundial, y el islam, el 24,1%. Se estima que en 2060 el cristianismo alcanzará un 31,8% frente al 31,1% del islam. La estadística prevé la equiparación de estas dos religiones a mediados del siglo, así como la evidencia de que entre ambas sumarán casi el 63% de la población mundial.

La evolución de cada una de ellas, y su relación recíproca, es del mayor interés para el debate social en Occidente. En efecto, el islam pregona una forma de monoteísmo que quiere reformar y superar al monoteísmo judeocristiano, y además pretende ser una verdad universal, de un modo distinto, por ejemplo, al de las religiones del Extremo Oriente. Por eso, la creciente presencia de musulmanes en Europa reabre la pregunta por la compatibilidad entre distintas cosmovisiones en la esfera pública. ¿Cabe un encuentro entre Occidente e islam o están condenados al enfrentamiento?

Las sociedades europeas se encuentran en dificultades para afrontar esta delicada situación, con obvias diferencias entre ellas que no es posible detallar. En términos generales, la cultura dominante ha puesto en crisis las afirmaciones antropológicas de alcance universal, y especialmente las de la religión vivida en Occidente: el cristianismo. La unidad cultural y política de la fe medieval se fracturó, tras la Reforma, en bandos que se combatieron con guerras cuyos efectos fueron devastadores para la vida social. Por eso la filosofía moderna nació -entre otros objetivos- con la intención de superar las divisiones confesionales y mantener alguna referencia universal que garantizase la convivencia. Al final del proceso, el valor universal de la singular confesión de fe cristiana quedó cuestionado, apareciendo formas alternativas de universalidad secularizada. El lugar de Dios lo fueron ocupando la Razón, la Ciencia, el Estado, la Historia, la Raza, el Mercado... No obstante, es frecuente oír hablar de «modernidad insatisfecha». El indiscutible progreso tecno-científico de Europa occidental, su altísimo nivel de desarrollo económico y social (que tantos envidian) no ha ido acompañado de un avance similar en lo tocante a las preguntas últimas sobre el sentido de la vida y sobre Dios. Las dos atroces guerras del siglo XX y los totalitarismos han dejado una huella sombría en Europa.

Ahora bien, la cultura islámica también atraviesa por dificultades como para ser el interlocutor adecuado. Las “revoluciones” de los últimos años sugieren que en esas sociedades va cuajando la exigencia de libertad y de otros derechos económicos y sociales. Muchas revueltas han nacido en condiciones de marcada pobreza, de falta de oportunidades, en particular de trabajo. Tal reclamación de libertad efectiva, concreta, se puede percibir como una amenaza a la universalidad religiosa, vinculada con el orden social hasta el punto de que la religión pueda parecer una creencia subordinada a dicho orden. El islam tendrá que afrontar esa demanda de libertades, y especialmente de libertad religiosa, que obliga a plantearse a fondo la comprensión de la dignidad humana. A través de la reivindicación de mayor participación ciudadana se abrirá camino la pregunta por el tipo de hombre que pueda ser el protagonista del tercer milenio. Y esa pregunta está sobre el tapete también en Occidente.

Por el momento hay más preguntas que respuestas tanto en el mundo occidental como en el islámico. La presencia musulmana en Europa pone de manifiesto que aquí no tenemos una respuesta compartida sobre el valor universal de la antropología, y, en especial, de la religión. A partir de las irrenunciables adquisiciones sociales y jurídicas de los últimos siglos es necesario revisar el modelo hasta ahora vigente, porque no logra integrar los desafíos que plantea la progresiva presencia musulmana. Y, viceversa, el largo camino recorrido en Occidente ofrece elementos muy valiosos a los pueblos musulmanes. Un cristianismo vivo representa una excepcional oportunidad para el islam, y, a su vez, el universalismo islámico nos obliga a repensar los motivos de la crisis antropológica y cultural que vive el Occidente de tradición cristiana.

A nadie se le escapa que la convivencia entre cristianos y musulmanes ha sido muy compleja, a veces enormemente violenta. Los recelos son muy profundos. La histórica visita de Francisco a Egipto nos urge a decidir si queremos perpetuar esa recíproca exclusión o favorecemos una cultura de encuentro, secundando el “proceso de mestizaje de civilizaciones y de cultura” (Angelo Scola), a partir de las experiencias de relación real -aunque sea conflictiva- que ya se dan en Europa y en Oriente Próximo. El reto supera las -imprescindibles- medidas de seguridad y control. Exige una implicación personal. No basta ni siquiera la primera asistencia humanitaria, es necesario también aprender a acompañarse, a escucharse y a explicarse, a través del diálogo paciente y de la educación, como propone el Papa: “La educación se convierte en sabiduría de vida cuando consigue que el hombre, en contacto con Aquel que lo trasciende y con cuanto lo rodea, saque lo mejor de sí adquiriendo una identidad no replegada sobre sí misma”. Sin duda hacen falta medidas jurídico-políticas inteligentes, pero nunca serán suficientes sin una efectiva implicación de la sociedad, es decir, nuestra, para adquirir y comunicar esa identidad abierta.

A los cristianos, el gesto del Papa no nos permite desentendernos del momento actual. Nos toca testimoniar ante todos, y desde luego ante los musulmanes, que la verdad universal y la libertad se reclaman mutuamente. Subsistirán o caerán a la vez. Su relación más perfecta es la del amor: “Solo vence la verdad; la victoria de la verdad es la caridad” (San Agustín). El viaje del Papa cuestiona aspectos cristalizados de nuestra forma convencional de vivir la fe en sociedad y nos urge a abrir procesos de encuentro y de educación. Todo encuentro digno de ese nombre cambia a los interlocutores. ¿Será posible cambiar, para que esa identidad abierta contribuya a la vida buena de todos? Tantos hermanos nuestros cristianos de Oriente y de Occidente, tantos musulmanes, lo esperan.

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