El valor del tiempo
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El inicio del año civil, que cae hoy, no tiene un reflejo directo en la liturgia, la cual sigue con tranquila coherencia la meditación del misterio de la Navidad, de la Encarnación. Pero este momento, esta circunstancia tiene una repercusión notable en nuestro ánimo: nos hace pensar.
El cambio de año, ver con nuestros ojos el aumento de la cifra de los años que pasan, nos hace reflexionar. Y es una reflexión útil, aunque no llegue a conclusiones tranquilizantes. La reflexión sobre el tiempo, si no es iluminada por algún pensamiento superior, es una meditación triste y que da incluso miedo, puede tener repercusiones no buenas en la vida, nos puede empujar a las conclusiones de los epicúreos, que dicen: venga, carpe diem, carpa horam, date prisa, porque hay que gozar del momento que pasa y después, que sea lo que sea.
Esta reflexión sobre el valor del tiempo (…) ha introducido una distracción exterior y, en la embriaguez tan extraña con que se quiere celebrar el paso de un año a otro, ha introducido pensamientos que no pueden sino ver pensamientos graves. El tiempo huye, lo que nos queda por vivir es siempre menos. Tenemos sólo el momento presente y este modo nuestro de vivir, este aspecto de nuestra existencia que sucede de acto en acto, de momento en momento, es algo que despierta en nosotros un gran deseo de la vida y que, al mismo tiempo, la defrauda porque este momento no se detiene: pasa, y tras habernos ofrecido la experiencia del momento sucesivo, rápidamente se lo traga y se lo lleva, y nos deja aún más deseosos de vivir y más desilusionados que antes.
El valor del tiempo lo conocemos, nosotros los modernos, porque todos vamos apresurados y queremos ganar tiempo. Ved que uno de los esfuerzos más notables de nuestro momento, de nuestro período de civilización; es la velocidad, es decir: ganar tiempo, usar más intensamente el tiempo que pasa, porque se sabe que solo así podemos gozar de la vida (…). Tenemos un concepto ordinariamente exterior, económico, time is Money dicen los ingleses, el tiempo es dinero; y esta es una lección que hemos aprendido bien, porque sabemos hacer cómputos exactísimos de lo que ofrece el tiempo, de lo que ofrece el dinero, de lo que se debe pagar por un tiempo.
Pero esta no es una consideración completa. Es exacta, aplicada a las cosas, aplicada a los bienes económicos, pero no es completa cuando se aplica a la vida, porque la vida no tiende solo a los bienes económicos; el tiempo sirve para conquistar, para ganar otra cosa (…). La vida vale lo que las esperanzas que la sostienen, vale por los fines que se propone, por el porvenir que se dibuja ante nosotros, por los programas de la propia actividad. Esta consideración del valor del tiempo es muy conforme a la vida cristiana, que tiende hacia algo que debe venir, que esperarnos, porque la vida presente no es otra cosa sino la espera de una vida futura.
San Carlos Borromeo hizo un sermón sobre el ocio. El ocio, entonces, era muy corriente, especialmente en las clases ricas, el trabajo se consideraba una cosa innoble (…). El ocio parecía ser la mejor condición. San Carlos hace objeción. Esos no es cristiano; tenemos que trabajar todos y dice –sabiamente- que no hay nada más precioso que el tiempo, pero el tiempo usado, el tiempo empleado, el tiempo activo, el tiempo que ejerce una operación, que busca ganar un futuro. Esta consideración la encontraremos en toda la Sagrada Escritura, especialmente en el Nuevo Testamento. San Pablo continuamente repite esta consideración: el tiempo es breve (1 Cor. 7. 29), corred, obrad bien, este es el tiempo favorable, útil, el tiempo propicio (2 Cor. 6.2)
El Evangelio me parece recorrido por una tensión, por una rabia. Especialmente en el Evangelio de san Juan veréis que Cristo repite –creo que tres veces- este concepto: caminad mientras es de día, mientras tenéis luz, porque llegará la noche en que nadie podrá obrar (Jn 12, 35 y 9,4). Y dirá después el Señor, siete, ocho, diez veces- ahora se diría que Cristo vive con el reloj en la mano- que “todavía no ha llegado mi hora” (jn 2, 4) ha venido mi hora”, “este es el momento”.
Esto nos dice que la consideración del tiempo es una consideración útil, sabia, especialmente si la hacemos a la luz de este plan divino que aclara nuestra vida y nos hace ver cómo la vida presente se nos da para cumplir un plan, para alcanzar una meta, para cumplir un deber. A la consideración sobre el valor del tiempo sucede la consideración sobre el buen uso del tiempo, cómo se usa bien; y se emplea bien cumpliendo lo que tenemos que cumplir, ejecutando el programa establecido para nuestra vida, haciendo, en una palabra, nuestro deber.
Nuestros deberes son los que llenan bien el tiempo. Y es extraño que el hombre moderno sea tan avaro de su tiempo, y lo calcule con tanta precisión y tanta medida, y con tanta prisa y ansia de emplearlo bien, y luego lo disipe. Cuantas horas perdidas, cuantos entretenimientos inútiles, cuanta conquista de tiempo libre, ¿empleado para qué? Para perder el tiempo. Una gran parte de nuestras ocupaciones son perfectamente inútiles, porque no forman parte de nuestros deberes y nos hacen perder el tiempo que hemos ganado.
Seamos verdaderamente cristianos y demos al tiempo que pasa un valor eterno; encontraremos todo esto en el día final, al atardecer de la vida. Si hemos olvidado esto, hijos míos, habremos perdido el tiempo, habremos perdido todo, habremos acabado de gozar de la vida y la habremos malgastado. Para gozar de la vida, hay que conducirla hacia los bienes eternos, los bienes morales, los bienes religiosos, los de la gracia sobrenatural, anticipo de aquella condición de vida en la que ya no existirá la sucesión, sino que el instante será perenne.
¡Que el tiempo que pasa pueda prepararnos para el día que no pasará nunca! Y usemos bien el día que pasa; días, semanas, y años para unirnos con Cristo eterno, que nos espera al final de esta nuestra peregrinación terrena.
Extracto de homilía para el día de Año Nuevo de 1961
1º de enero: ¡Feliz Solemnidad de María, Madre de Dios!
Un nuevo año comienza y la Iglesia, cada 1º de enero, lo inicia celebrando la Solemnidad de "María, Madre de Dios" para pedir la protección de aquella que tuvo la dicha de concebir, dar a luz y criar al Salvador. Este título en honor a la Virgen lo defendieron los primeros cristianos para defenderlo.
La Fiesta de "María, Madre de Dios" (Theotokos) es la más antigua que se conoce en Occidente. En las Catacumbas o antiquísimos subterráneos de Roma, donde se reunían los primeros cristianos para celebrar la Santa Misa, se encuentran pinturas con esta inscripción.
Según un antiguo testimonio escrito en el siglo III, los cristianos de Egipto se dirigían a María con la siguiente oración: "Bajo tu amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios: no desoigas la oración de tus hijos necesitados; líbranos de todo peligro, oh siempre Virgen gloriosa y bendita" (Liturgia de las Horas).
En el Siglo IV el término Theotokos se usaba con frecuencia en Oriente y Occidente porque ya había entrado a formar parte del patrimonio de la fe de la Iglesia.
Sin embargo, en el siglo V, el hereje Nestorio se atrevió a decir que María no era Madre de Dios, afirmando: "¿Entonces Dios tiene una madre? Pues entonces no condenemos la mitología griega, que les atribuye una madre a los dioses".
Nestorio había caído en un error debido a su dificultad para admitir la unidad de la persona de Cristo y su interpretación errónea de la distinción entre las dos naturalezas – divina y humana – presentes en Él.
Los obispos, por su parte, reunidos en el Concilio de Éfeso (año 431), afirmaron la subsistencia de la naturaleza divina y de la naturaleza humana en la única persona del Hijo. A su vez declararon: "La Virgen María sí es Madre de Dios porque su Hijo, Cristo, es Dios".
Luego, acompañados por el pueblo y portando antorchas encendidas, hicieron una gran procesión cantando: "Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén".
San Juan Pablo II, en noviembre de 1996, reflexionó sobre las objeciones planteadas por Nestorio para que se comprenda mejor el título "María, Madre de Dios".
"La expresión Theotokos, que literalmente significa 'la que ha engendrado a Dios', a primera vista puede resultar sorprendente, pues suscita la pregunta: ¿cómo es posible que una criatura humana engendre a Dios? La respuesta de la fe de la Iglesia es clara: la maternidad divina de María se refiere solo a la generación humana del Hijo de Dios y no a su generación divina", dijo el Pontífice. "El Hijo de Dios fue engendrado desde siempre por Dios Padre y es consustancial con él.
Evidentemente, en esa generación eterna María no intervino para nada. Pero el Hijo de Dios, hace dos mil años, tomó nuestra naturaleza humana y entonces María lo concibió y lo dio a luz", añadió. Asimismo, señaló que la maternidad de María "no atañe a toda la Trinidad, sino únicamente a la segunda Persona, al Hijo, que, al encarnarse, tomó de ella la naturaleza humana". Además, "una madre no es madre sólo del cuerpo o de la criatura física que sale de su seno, sino de la persona que engendra", enfatizó San Juan Pablo II.
Es importante recordar que María no es sólo Madre de Dios, sino también nuestra porque así lo quiso Jesucristo en la cruz. Por ello, al comenzar el nuevo año, pidámosle a María que nos ayude a ser cada vez más como su Hijo.