La evolución de la crisis ucraniana ha confirmado las expectativas más sombrías. Habiéndose apagado el eco de la victoria de los “patriotas” de la Plaza Maidán, en Kiev, que lograron alejar al Presidente Yanukóvich después de arrancarle una promesa de nuevas elecciones (naturalmente “democráticas”), surge la ira de Putin por una derrota aún más humillante a causa de la euforia de muchos occidentales que consideran al líder del Kremlin su principal enemigo. Se esperaba que llegase el momento de la reflexión, de la búsqueda de una forma pacífica de salir de una situación que, de lo contrario, corre riesgo de escapar de las manos, con consecuencias de incalculable gravedad; pero ese momento demora en llegar, y más bien la situación ha empeorado en los últimos días. ¿Estamos en la anexión?
No sólo está en juego evitar un encuentro armado y restablecer una relativa normalidad en un país al borde del caos político y el desorden económico, sino también impedir que se instaure en Europa, y por consiguiente en el mundo, un nuevo clima de guerra fría, con las correspondientes tensiones militares y contraposiciones ideológicas. Las recaídas se percibirían en la Unión Europea, ya afectada por las divisiones internas y por la sustancial negligencia estadounidense que podría, por lo tanto, intentar refugiarse tras el escudo alemán.
Resumamos brevemente los hechos. La Unión Europea, por iniciativa de Polonia y Lituania, propuso en 2012 a Ucrania un acuerdo de asociación, que aceptó su presidente Yanukóvich; pero las presiones rusas y las incertidumbres europeas le hicieron cambiar de idea, y lo rechazó en la cumbre de la Unión Europea en Vilna (capital de Lituania), en noviembre pasado. Putin había ofrecido 15 mil millones de dólares y descuentos en el precio del gas. La Unión Europea, que ya había presenciado las subvenciones otorgadas a Grecia y a otros países, no se opuso a esta oferta. Consideremos que Ucrania es el país europeo más grande (con excepción de Rusia), con casi 50 millones de habitantes y una economía al borde de la bancarrota.
En la crisis, las Olimpíadas
En ese momento, pareció que Putin había ganado la partida y podía dedicarse con calma a la organización de los Juegos Olímpicos de Invierno de Sochi, pero había hecho mal las cuentas: sus numerosos enemigos se unieron en su contra, fomentando la rebelión ucraniana y procurando boicotear los juegos. Mientras en Kiev se desencadenaba la guerrilla urbana, en Sochi se exhibían personajes que creíamos ya desaparecidos, homosexuales y transexuales (entre ellos la italiana Luxuria), y las inoxidables “Pussy Riots”, celebradas (y condenadas) por el baile blasfemo en la catedral moscovita de Cristo Redentor. Se autoproclamó gran maestro de ceremonias de la cruzada contra Putin el francés Henry Bernard Levy, maître-à-penser del ex Presidente Sarkozy y actualmente de Hollande, su sucesor (de derecha el primero; de izquierda el segundo: ¿pero qué importa cuando se trata de exaltar la misión educadora de Francia en el mundo?).
La superposición entre la crisis ucraniana y las Olimpíadas de Invierno complicó la acción de Putin, impidiéndole dedicar a la situación de Kiev toda la atención que habría sido necesaria. Clausuró los juegos de Sochi con un éxito que habría sido difícil prever en la vigilia: no hubo atentados, el control de la policía fue estricto, pero no excesivo, los incidentes fueron escasos y casi no hubo boicoteos. La organización funcionó y –lo más importante- Rusia se llenó de medallas: la única decepción tuvo lugar en el hockey sobre hielo, deporte predilecto del Zar del Kremlin. En suma, fue un éxito, como debieron reconocer sin más hasta sus críticos más severos; pero entretanto la situación se precipitó en Kiev, y Yanukóvich, ante la amenaza de ser detenido, escapó, abandonando ante la indignación popular los bienes que había acumulado durante sus años de oligarca.
Putin está contra las cuerdas. Eso es música en los oídos de sus adversarios, dispuestos a cualquier cosa con tal de derribarlo y humillarlo; pero el odio no es una buena base para encontrar la solución de un problema complicado e importante como el ucraniano: se requiere inteligencia, diplomacia y respeto a todas las partes involucradas, incluyendo a Rusia, que tiene intereses vitales en la región. Y para hacerlo es preciso conocer la historia de estos países y de sus relaciones, para así evitar repetir los errores del pasado. Sin embargo, en los comentarios que hemos leído en los diarios o escuchado en la televisión de parte de políticos, hombres de estudio o incluso exponentes de gobierno, hemos encontrado juicios desconcertantes.
Por ejemplo, un conocido periodista de La Repubblica dijo que los carros armados de Yanukóvich le recuerdan los que invadieron Hungría en 1956 y Checoslovaquia en 1968, casi como para establecer un paralelo entre Putin y los dirigentes soviéticos; pero la situación es distinta, porque en esa época existía la guerra fría y Hungría y Checoslovaquia eran países extranjeros, mientras Ucrania era –y en parte sigue siendo- carne y sangre de Rusia. Kiev fue la capital de “Rus” y en las aguas del Dniéper el príncipe Vladimiro (San Vladimiro para la Iglesia Ortodoxa) bautizó en la fe cristiana a los antepasados de los actuales ucranianos.
Por otra parte, una joven teóloga de Leópolis proclamó en la televisión su patriotismo ucraniano; pero mediante un breve examen se observó que la ciudad perteneció a Polonia entre 1340 y 1772, y luego durante 150 años formó parte del Reino de los Habsburgos y fue restituida a Polonia en 1919. En 1939, luego del pacto entre Hitler y Stalin, fue cedida a la URSS, de la cual formó parte, con el nombre Lvov, hasta su disolución 60 años después. ¿Qué tiene que ver Leópolis con Ucrania? ¿No sería más honesto sostener que es una ciudad polaca en vez de usarla como peón en la polémica contra Putin?
¿Pero cómo hablas, Richard Perle?
Más graves, por el peso de quien las hiciera, fueron las declaraciones hechas a un periódico italiano por el estadounidense Richard Perle, ex Subsecretario de Defensa con Reagan, Presidente del Comité Consultivo de Política Defensiva de la Casa Blanca con Bush y negociador del desarme nuclear ruso-estadounidense. Él sostuvo que Putin es “un ex combatiente de la guerra fría”, que sólo comprende “el lenguaje de la fuerza”. Es preciso neutralizarlo, incorporando a Ucrania no sólo en la UE, sino también en la OTAN. Sin embargo, Perle tiene razón en una cosa: cuando dice que Europa “se encuentra ante uno de los giros más importantes del período posterior a la guerra fría”.
Es verdad. De hecho, en cierto sentido, la guerra fría nunca ha terminado. En eso, el Occidente tiene su parte de responsabilidad. La caída del muro de Berlín provocó la disolución del Pacto de Varsovia y la restitución de la independencia a sus miembros. La URSS opuso resistencia durante doce años, pero también llegó en último término a una implosión, liberando a numerosos países, entre ellos las tres repúblicas bálticas y Ucrania. Recuerdo que en esa época se discutía en Bruselas sobre los destinos de la OTAN. Hay quienes, considerando agotada su función, tendían a clausurarla; pero predominó la opinión, sostenida por Estados Unidos y Gran Bretaña, de que sería oportuno conservar una alianza que ligase a los Estados Unidos con Europa. Se seguía desconfiando de Rusia, que por lo demás estaba en ese momento en plena crisis, y se temía que los países de la naciente Unión Europea pudiesen verse obligados a incrementar sus gastos militares.
Ahora se trata de elegir. ¿Se desea crear en Europa un sistema de coexistencia pacífica, que reconozca el derecho de autodeterminación de los pueblos, pero también los legítimos intereses de todos los países, incluyendo a Rusia? ¿O se quiere crear un cordón sanitario, obviamente armado, dentro de Rusia, que sacrifique sus ambiciones y la obligue a adoptar una posición subordinada en el foro de las naciones? En el papel, la decisión parece darse por sentada. La primera solución es la negociación y la paz; la segunda, el enfrentamiento y la guerra. No hay alternativas. Como si pretendiese eliminar cualquier ilusión al respecto, Putin envió carros armados y luego los paracaidistas a Sebastopol, la base de la flota rusa en Crimea, territorio entregado sin consideraciones como regalo a Ucrania por Kruschev en 1954. ¿Fue el primer paso hacia una anexión pura y simple o tuvo la intención de ocupar una posición de fuerza en vista de una negociación difícil con Occidente? En cualquier caso, ha demostrado una capacidad y una rapidez de decisión de la cual carecen absolutamente los Estados Unidos y sus aliados.
Entendámonos, la solución de la negociación implica sacrificios. Ante todo, tratándose de hablar con el odiado enemigo, es decir Putin, un sacrificio del orgullo: los patriotas de Kiev y sus partidarios de Francia o de los Estados Unidos deberán establecer pactos con Rusia, estipular acuerdos políticos y económicos y tal vez renunciar a la OTAN a cambio de suministros periódicos de gas. Podría pensarse hipotéticamente en correcciones territoriales aun cuando se descarte el reparto de Ucrania. En suma, habría que hacer lo que se hace habitualmente en estos casos, pasando por alto las ideologías o las simpatías personales, y considerando en cambio los hechos concretos, los beneficios que esto tendría para toda la colectividad. Así como Roosevelt y Churchill hicieron tratos con Stalin, Obama y Merkel bien podrían hacerlos con Putin, que (con el perdón de Bernard Henry Levy) es un poco mejor que Stalin.
Incertidumbre en Obama, más incertidumbre en Europa
Sin embargo, la estatura de los actuales dirigentes occidentales no deja mucho que esperar. El Presidente estadounidense Obama ha dado recientemente prueba de muchas incertidumbres. No cree en Europa (John Biden, su Vicepresidente, ha emitido un duro juicio sobre la misma), y ha promovido el “escudo espacial” en función anti-Rusia: más que todo se encamina hacia el final de su mandato y por consiguiente no tiene las motivaciones necesarias para un compromiso tan importante y riesgoso. John Kerry, su Ministro de Relaciones Exteriores, se dirigió a Georgia, sujeta en 1991 a Moscú después de la guerra relámpago de Osetia, prometiendo ayuda y haciendo votos por que ingrese lo más pronto posible a la OTAN, cuyo Secretario General, Rasmussen, desde Bruselas puso en guardia a Rusia respecto a atentar contra la soberanía de los demás países.
No por azar las responsabilidades mayores han recaído en la persona hoy más autorizada de Europa: la Canciller alemana Angela Merkel. Es ella quien guió al pequeño grupo de países (que incluía a Francia y Polonia) que se ocupó de la cuestión ucraniana, y quien mantuvo los contactos con los dirigentes de la Unión Europea, y por último quien sostuvo una conversación decisiva con Putin, convenciéndolo de que renunciase a la defensa a ultranza de Yanukóvich, evitando así el probable estallido de una guerra civil, sin olvidar que es ella quien tiene en sus manos las llaves de las arcas europeas, a las cuales deberían tener acceso los gobernantes ucranianos.
Esta circunstancia no puede sino ser de nuestro agrado, conociendo el equilibrio de Merkel, sus buenas relaciones con Putin, su interés en los recursos energéticos rusos (de los cuales Francia en cambio carece). Sin embargo, el aumento de su poder podría tener consecuencias en los desarrollos internos de la Unión Europea, que hoy ya dependen en gran medida de las intenciones de Berlín. Una comunidad de Estados soberanos no puede tener un crecimiento armónico si depende de la voluntad de un solo país o de pocos: los demás, especialmente los fundadores (Italia entre ellos) no podrían tolerar una situación semejante. Sería distinto si la UE tuviese una política exterior común, pero, en este caso, con igual dignidad y poder para todos.
Hay además otro elemento que, en perspectiva, podría resultar aún más preocupante. Se ha hablado durante la crisis ucraniana de la posibilidad de que Alemania pueda asumir en el futuro un rol más importante también en el ámbito militar, lo cual le impide actualmente la Constitución posterior a la guerra. Naturalmente, nada se ha decidido, pero el hecho de que esto se haya señalado en una sede atlántica, que nadie hasta ahora haya opuesto resistencia públicamente y que Berlín no haya desmentido la hipótesis provoca legítimos temores. Han pasado 70 años desde el final de la Segunda Guerra Mundial y durante este período Alemania ha reforzado su vocación democrática; pero el recuerdo de lo ocurrido en el último conflicto por obra de los soldados alemanes sigue vivo en nuestras mentes. Es un motivo más para hacer votos por que la crisis ucraniana pueda resolverse lo antes posible y en forma pacífica, sin recurrir a represalias o venganzas, sin estimular nacionalismos peligrosos, ya sean ucranianos, rusos, polacos, lituanos o alemanes. La puesta en ejecución es tan importante que podría condicionar el futuro de las generaciones europeas.
* Colaborador de la revista Studi Cattolici (Milán), donde se publicó este ensayo.