El genocidio armenio, un recuerdo borrado que renace
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por Martino Diez*
En el centenario del genocidio armenio, no han faltado las publicaciones. Pero el volumen (Comprender el genocidio de los armenios. 1915 a hoy. Ed Tallandier.2015) del cual están a cargo Bozarslan, Duclert y Kévorkian destaca no sólo por su abundante documentación, sino también por la capacidad de interpretar los acontecimientos en perspectiva, llegando así a constituir una interpretación esencial no sólo para quienes deseen conocer los hechos del año 1915, sino también para quienes deseen comprender las contradicciones en las cuales se debate la Turquía contemporánea. Es un elemento en modo alguno irrelevante en un momento en el cual la cuestión curda ha vuelto a explotar con inaudita violencia y Ankara aparece cada vez más involucrada en el conflicto sirio.
Cabe señalar la proveniencia geográfica y cultural de los autores, respectivamente curdo de Turquía, francés y armenio. A diferencia de muchos volúmenes con varios autores, en los cuales se yuxtaponen los capítulos sin una verdadera conversación entre ellos, aquí los autores entran en un diálogo fecundo entre diversas especialidades y disciplinas, a partir de una convicción común: que en los acontecimientos de 1915, primer genocidio del siglo XX, hay una lección que trasciende las circunstancias históricas en las cuales tuvieron lugar.
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En primer lugar, los hechos. Los presenta Raymond Kévorkian en la primera parte, La destrucción de los armenios otomanos. En el curso de la Primera Guerra Mundial se exterminaron dos tercios de la población armenia del imperio, es decir, 1,2 a 1,5 millones de personas. La masacre encuentra sus raíces en los pogromos ordenados entre 1894 y 1896 por el sultán Abdul Hamid, a continuación de los cuales la federación revolucionaria armenia se fija como objetivo el derrocamiento del sultán. Y por una paradoja de la historia precisamente en el movimiento armenio se inspiraron los Jóvenes Turcos del Comité Unión y Progreso para preparar la revolución de 1908; pero si bien los dos autores del drama se conocen bastante bien, sus relaciones se deterioran con gran rapidez. La Primera Guerra Balcánica refuerza en el Comité Unión y Progreso el síndrome del cercamiento, la teoría del complot y la insistencia en la necesidad de crear una nación étnicamente homogénea. Tras la desastrosa ofensiva contra los rusos en el Cáucaso, que terminó con una estruendosa derrota, la cuestión armenia adquiere carácter prioritario a nivel del Comité. Se crea la “organización especial” y los soldados armenios a cargo del frente son desarmados y reasignados a determinadas unidades con el fin de ocuparse de tareas civiles, comenzando gradualmente a “desaparecer”. La señal se da el 24 de abril, con la detención de diversos exponentes de la élite armenia de Constantinopla. Se inicia oficialmente una deportación para alejar a los armenios, sospechosos de complicidad con las tropas zaristas, de las zonas limítrofes. En realidad, los civiles son despojados de inmediato de todos sus bienes, siendo ya asesinados gran parte de ellos a lo largo del camino, principalmente ahogados en forma colectiva. Quienes sobreviven terminan encerrados en campos de concentración en el desierto sirio. Después de la guerra, los liberales otomanos, que controlan lo que queda del imperio después de la fuga de los principales líderes unionistas inician un proceso contra los responsables de las masacres, bajo la presión de las potencias aliadas; pero ya en 1923 las mismas potencias, agotadas a causa de la guerra en Europa y preocupadas por el avance soviético, negocian con Kemal Atatürk el tratado de Lausana, archivando de hecho la “cuestión armenia” y garantizando la impunidad para las masacres.
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Y precisamente con la traición de los aliados comienza la tercera parte, El genocidio de los armenios, una historia mundial, de Vincent Duclert. De hecho la opinión pública europea se informó de manera casi inmediata sobre las masacres en curso, especialmente gracias a la red de misioneros estadounidenses que pudieron permanecer en Anatolia. El libro no lo refiere, pero los archivos vaticanos conservan la exclamación angustiosa del propio León XIII en el Consistorio secreto del 6 de diciembre de 1915: “Miserrima Armenorum gens ad interitum prope ducitur” [el infelicísimo pueblo armenio está siendo prácticamente conducido a la aniquilación]. Ante las informaciones alarmantes provenientes de Anatolia, ya el 24 de mayo 1915, es decir, sólo un mes después del comienzo de las masacres, “los gobiernos aliados informan públicamente a la Sublime Puerta que se considerará personalmente responsables a todos los miembros del gobierno turco, así como a los funcionarios que hayan participado en estas masacres”. También algunos diplomáticos austrohúngaros y alemanes tratan de convencer a las autoridades de los Jóvenes Turcos para que cesen en sus planes. Pero la respuesta del Canciller Von Bethmann-Hollweg no deja lugar a ambigüedades: “Nuestro único objetivo es conservar a Turquía de parte nuestra hasta el final de la guerra, independientemente de que los armenios deban o no perecer” (p. 193). Después de la guerra, Otto Göppert, asesor privado de los archivos alemanes, pedirá al gobierno deshacerse con urgencia de los documentos vinculados con el silencio alemán sobre la política de expoliaciones, en relación con los daños causados a los deportados armenios, en gran medida para evitar solicitudes de indemnización.
La necesidad de llegar a acuerdos con la potencia kemalista naciente inducirán a retroceder con respecto a las rimbombantes declaraciones de 1915. Algunas décadas más tarde, Hitler, con la intención de planificar la solución final, deducirá todas las consecuencias del caso, preguntando sarcásticamente a sus colaboradores: “¿Quiénes siguen hablando del exterminio de los armenios?”. Y ciertamente no por azar, precisamente al reflexionar sobre la cuestión armenia, el abogado Raphael Lemkin, judío polaco, acuñará en 1944 el término genocidio. Por lo demás, ya en 1919 la comisión otomano-aliada, al redactar los fundamentos de la imputación contra la clase dirigente unionista, y a falta de un derecho internacional suficientemente codificado, introdujo el concepto de “crimen contra las leyes de la humanidad”. “El genocidio -concluye Duclert- no es por lo tanto fundamentalmente un concepto jurídico, sino una elaboración histórica que ha conducido a una calificación jurídica” (p. 369). Y esta elaboración está indisolublemente vinculada con la cuestión armenia.
Abandonados por las potencias europeas, algunos sobrevivientes del genocidio emprenden el camino de la venganza. Así, al comienzo de la postguerra, todos los miembros del triunvirato de los Jóvenes Turcos son eliminados en atentados. En todo caso, el único camino adecuado resulta ser la batalla cultural por la conservación de la memoria y la calificación jurídica del genocidio. En la última década, también algunos universitarios e intelectuales turcos adhirieron, con grandes riesgos, a esta obra de verdad histórica, que sin embargo no parece posible imponer por ley mediante una norma contra el negacionismo.
Entre los numerosos detalles de esta triste historia de “seducción y traición” entre Occidente y Armenia, destaca la actitud de Jean Jaurès, el famoso socialista francés. Si bien después de las masacres de 1894-1896 Jaurès asumió la dirección en Francia de un amplio frente pro-armenio (al cual adhirieron personajes tan diferentes entre ellos como Charles Péguy, Georges Clemenceau y Anatole France), parece ser mucho más cauta su reacción ante las masacres de Adana en 1909, que al parecer constituyen retrospectivamente la prueba general del genocidio. ¿El motivo? Mientras en el primer caso era responsable de los actos de violencia el “sultán sanguinario”, en 1909 “los liberales y socialistas europeos […] quieren creer todavía en el advenimiento de la libertad en el imperio y en el fin del «enfermo de Europa” (p. 274). Y por este motivo desconocen las advertencias de sus agentes en terreno. El paralelo con la historia reciente no parece forzado: tras las revoluciones de 2011, ¿el deseo de creer a toda costa en un tan deseado giro democrático en el mundo árabe no ha inducido a muchos observadores y políticos a subestimar el resurgimiento de los actos de violencia comunitaria?
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No es un secreto que la definición de genocidio haya sido siempre rechazada por los gobiernos turcos de cualquier orientación: los 300.000 muertos armenios que Turquía está oficialmente dispuesta a reconocer no serían más excepcionales que los 3 millones de turcos desaparecidos en el primer conflicto mundial. Se niega en particular la existencia de un plan predeterminado de exterminio, ignorándose las pruebas ya obtenidas por la administración otomana en 1919, y se atribuye la mayor parte de las muertes a acciones de cuadrillas irregulares o a las penurias características del período de guerra.
El origen de esta rigidez turca es explicado por Hamit Bozarslan en la segunda parte del volumen (Los fundamentos ideológicos, políticos y organizativos de la destrucción): “El genocidio […] constituye el certificado de nacimiento de la Turquía republicana” (p. 139). Existe ante todo un aspecto económico que no debe subestimarse: “La industria turca se construye en gran medida con los bienes confiscados [a los armenios] y jamás reclamados, habiendo muerto los legítimos propietarios. Numerosos edificios privados o públicos, comenzando por el palacio presidencial de Ankara, erigido como símbolo de la “nación turca”, forman parte de estos bienes” (p. 189).
Pero el elemento esencial es de carácter ideológico. “Los arquitectos de 1915 pudieron proseguir con su obra más allá de 1918, con pleno reconocimiento de la comunidad internacional, que saludaba en la experiencia turca a un modelo de modernidad y occidentalización. […] En ninguna parte del mundo los autores de genocidios fueron celebrados a nivel oficial después de su derrota o desaparición, en ninguna parte del mundo excepto en Turquía” (p. 226). Es fundamento ideológico del régimen de los Jóvenes Turcos -según Bozarslan- un darwinismo social que interpreta la historia como una competencia entre razas rivales, en que la más fuerte aplasta a la más débil. “La guerra -escribe Bozarslan- pasó del control de los espacios al control de las especies”
(p. 147). El Comité Unión y Progreso constituye por lo tanto uno de los primeros ejemplos de regímenes ya no puramente autoritarios, sino precisamente totalitarios en cuanto no reconoce un principio ético fuera del devenir histórico y del interés del partido y de la raza.
Con respecto a esta ideología materialista e historicista, el rol del Islam es subordinado: éste de hecho actúa como factor de movilización con las masas populares, todavía impregnadas de referencias religiosas, pero, como escribió el embajador estadounidense Henry Morgenthau, “los hombres que concibieron el crimen tenían un objetivo muy distinto: siendo casi todos ateos, y no respetando el mahometanismo [el Islam] más que lo que no respetaban el cristianismo, su único motivo fue una cuestión de implacable política de Estado” (pp. 160-161). Eso no quita que la referencia al Islam “permite legitimar una acción homicida que en sí misma no proviene del ámbito de la creencia”, en particular mediante la reactivación del concepto y de la práctica de la yihad (p. 160).
En este sentido, Bozarslan reconoce una diferencia cualitativa fundamental entre el kemalismo y la ideología unionista. Mientras esta última apunta a la aniquilación de la diversidad, el padre de la Turquía moderna estaba más bien guiado por la idea de una uniformación étnica del espacio anatólico, renunciando a toda veleidad imperial fuera del mismo. Pero las continuidades son innegables.
Aun cuando condenó las masacres en 1920, en una intervención en el parlamento, Atatürk llegó a los cuadros mismos de los miembros locales del Comité Unión y Progreso. Ya en 1921 los kemalistas saludaban a Talat Pasha como “un gigante de la historia y un genio cuya inmensidad pasará a la posteridad” (p. 234) y Mustafa Kemal otorgaba a la viuda una pensión por los servicios rendidos a la nación. Continuando con la práctica unionista, Atatürk ruega en 1920 a uno de sus generales contribuir con toda la ayuda necesaria para los armenios del Cáucaso, pero inmediatamente después envía un segundo telegrama cifrado donde ordena “destruir Armenia política y físicamente” (p. 218). La guerra de liberación nacional de hecho completó lo que el genocidio no había podido realizar: la eliminación casi total de la presencia armenia en Turquía.
En este caso, la continuidad supera las diferencias partidistas. El mismo Erdogan habla de los unionistas como “de nuestros antecesores” (p. 236), por cuanto son en cierto modo demasiado ateos para sus gustos. La obsesión uniformadora del kemalismo no se detuvo en todo caso en las minorías religiosas. En las décadas posteriores a la proclamación de la República también fueron víctimas las poblaciones curdas. En el fondo, la mera existencia del pluralismo es mal tolerada por esta ideología ultranacionalista, que ve en todas partes enemigos y traiciones.
El genocidio armenio constituye para la Turquía contemporánea un auténtico hoyo negro, una memoria constantemente eliminada, pero constantemente renaciente. Como escribió Taner Akçam, historiador turco-alemán y uno de los principales eruditos del genocidio, “nuestra existencia […] significa la ausencia de otra entidad, los cristianos. Aceptar el “1915” significa aceptar que cristianos hayan vivido en estas tierras, lo cual equivale a proclamar nuestra inexistencia» (p. 237). Y sin embargo -afirmó el Papa Francisco- “es necesario y más aún obligatorio recordarlos, ya que donde no subsiste la memoria significa que el mal tiene aún abierta la herida; ¡ocultar o negar el mal es como permitir que una herida siga sangrando sin curarla!» (Santa Misa para los fieles del rito armenio, saludo al comienzo de la celebración, 12 de abril de 2015).