A 25 años del Catecismo de la Iglesia Católica
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Veinte años después de la conclusión del Concilio Vaticano II, en octubre de 1985, el Santo Padre Juan Pablo II convocó un Sínodo extraordinario, cuyos participantes –a diferencia de la estructura de los Sínodos habituales- eran los Presidentes de todas las Conferencias episcopales de la Iglesia Católica. El Sínodo quería ser algo más que una conmemoración solemne del gran acontecimiento de la historia de la Iglesia, en el que sólo unos pocos de los obispos ahora presentes habían participado. Debía mirar no sólo hacia atrás, sino hacia adelante: determinar la situación de la Iglesia, traer de nuevo a la memoria la voluntad esencial del Concilio; preguntar cómo hay que apropiarse hoy esta voluntad y cómo hacerla productiva para el mañana.
Con motivo de cumplirse 25 años de su publicación presentamos un extracto de la Introducción del Catecismo de la Iglesia Católica del Cardenal Joseph Ratzinger.
Puede leer el texto completo en www.humanitas.cl
Género literario, destinatarios y método
Lo primero que se planteaba era la alternativa: ¿catecismo o compendio? ¿Es lo mismo, o se trata de posibilidades diversas? Por tanto, había que aclarar la cuestión: ¿qué es un catecismo?; y ¿qué es un compendio?
Aunque parezca extraño, está ampliamente difundida la opinión de que al catecismo le es esencial el esquema pregunta-respuesta; sin embargo, contra esto existían graves reparos. De hecho, ni el Catecismo de Trento ni el Catecismo Mayor de Lutero conocen este esquema. Así que, ante todo, había que aclarar de una vez qué es lo que propiamente significaban ambos conceptos de forma exacta. Una investigación histórica mostraba que sólo en el Concilio de Trento y en tiempos posteriores se había llevado a cabo, lentamente, la formación del concepto.
En el primer período de sesiones se había hablado de dos libros que serían necesarios: una introducción breve, a modo de compendio, como acceso (methodus) común de todas las clases cultas a la Sagrada Escritura; además, se necesitaba una “Catecismo” para los faltos de instrucción. Ya en el segundo período de sesiones, en los años 1547/1548, se empleó exclusivamente la palabra “Catecismo”. Permaneció la idea de los dos libros diferentes, para la que poco a poco se formó la distinción entre Catechismus maior y minor. El cardenal Del Monte cerró entonces la sesión con las palabras: “Primero hay que escribir el libro; luego, se puede encontrar también el título”.
Al parecer, el Catecismo de Trento fue de hecho todavía sin título a la imprenta. En todo caso, los manuscritos no conocen ningún título, el cual, por consiguiente, sólo en la Editorial fue fijado definitivamente. Para las deliberaciones de nuestra comisión de los doce, la distinción entre Catecismo Mayor y Pequeño Catecismo era la ayuda esencial. La palabra “compendio” habría recordado demasiado las colecciones en un volumen que sólo están pensadas para bibliotecas eruditas, pero no para lectores normales. Con el título “Catecismo” salió el libro fuera del ámbito de la literatura especializada; no ofrece ciencia especializada sino predicación.
Con ello hemos tocado la verdadera cuestión que se oculta tras la disputa sobre el título. ¿Para quién debía escribirse este libro? ¿Quiénes debían ser los destinatarios? Con ello estaba vinculada la cuestión ulterior: ¿qué método debía emplear?; ¿qué lengua debía hablar?
Era claro desde el principio que no se podía tratar de un Catechismus minor, ni de un manual que se ha de utilizar inmediatamente en la catequesis parroquial o escolar. Para un libro común de enseñanza es demasiado grande el desnivel de las culturas; aquí deben ser muy diversas las formas de la mediación pedagógica. Por consiguiente, se imponía un “Catecismo Mayor”. Pero ¿a quién va destinado propiamente? El concilio de Trento había dicho: ad parochos, a los párrocos. Ellos eran entonces prácticamente los únicos catequistas, en todo caso los portadores primeros de la catequesis. Entre tanto, el servicio de la catequesis se ha ampliado considerablemente. Al mismo tiempo, se ha hecho más grande el mundo católico, que había de ser el receptor de este libro. De esta forma coincidimos en que en primer lugar había que destinarlo a aquellos que mantienen junta toda la estructura de la catequesis: los obispos. El catecismo debía servirles en primera línea a ellos y a sus colaboradores responsables de la organización de la catequesis en las diversas iglesias locales. Por un lado, a través de ellos debía convertirse en un libro de la unidad interior en la fe y su predicación; por otro lado, a través de ellos debía garantizarse la trasposición de lo común a las situaciones locales.
Pero esto no podía significar que el Catecismo quedara reservado de nuevo solamente a unos “pocos selectos”. Esto no habría correspondido a la renovada comprensión de la Iglesia y de nuestra común responsabilidad en ella, tal como nos había enseñado el Vaticano II. También los laicos son portadores responsables de la fe en la Iglesia; no sólo reciben la fe, sino que también, a través de su sentido de la fe, la transmiten y la continúan desarrollando. Responden de su estabilidad y de su vitalidad. Precisamente en la crisis del tiempo posconciliar el sentido de la fe de los laicos ha contribuido esencialmente al discernimiento de espíritus. Por lo tanto, el libro debía resultar básicamente legible también para los laicos interesados, y constituir un instrumento de su mayoría de edad y de su propia responsabilidad respecto a la fe. No sólo se les enseña desde arriba, sino que pueden decir también ellos mismos: ésta es nuestra fe.
El resultado parece dar ya hoy la razón a esta reflexión. Muchos creyentes quieren instruirse a esta reflexión. Muchos creyentes quieren instruirse a sí mismos sobre la doctrina de la Iglesia. En medio de la confusión que se ha originado a través del cambio de las hipótesis teológicas y su a menudo altamente cuestionable difusión en los medios de comunicación, quieren saber personalmente qué enseña la Iglesia y qué no. Me parece que la acogida dispensada es casi una especie de plebiscito del pueblo de Dios contra aquellas fuerzas que caracterizan al Catecismo como enemigo del progreso, como acto de sometimiento a la disciplina por parte del centralismo romano, o cosa semejante. Con frecuencia determinados círculos, con tales consignas, no hacen otra cosa que defender su propio monopolio en la formación teológica de la opinión en la Iglesia y el mundo, monopolio en el que no quieren verse molestados por la propia competencia de los laicos. Por lo demás, el catecismo debe servir también, como es natural, a la misión original de la catequesis, a la evangelización: se ofrece también a los agnósticos, a los que preguntan y buscan, como una ayuda para conocer lo que la Iglesia católica cree e intenta vivir.
Hay que admitir, ciertamente, que en este ámbito no han faltado preguntas que nos teníamos en este ámbito no han faltado preguntas que nos teníamos que plantear una y otra vez en la comisión: ¿no es demasiado grande el proyecto de un Catecismo común para toda la Iglesia? ¿No se trata de un acto inadmisible de reducir a la uniformidad? Siempre de nuevo teníamos que oír la pregunta llena de reproches de si no se quería crear un nuevo instrumento de censura del trabajo teológico.
A este respecto hay que decir en primer lugar que, en una humanidad y una cristiandad que se fragmentan a pesar de toda la uniformidad técnica, no necesitan defenderse elementos de unidad. Los necesitamos de la forma más urgente. Cuando vemos que en no pocos países se desbarata la capacidad para la vida en común, para el consenso moral y con ello para el consenso civil, hay que preguntar: ¿por qué sucede eso? ¿Cómo podemos aprender de nuevo a estar unos con otros? Sin embargo, sólo encontrando unos fundamentos espirituales superaremos las divisiones y despertaremos la capacidad de aceptarnos recíprocamente. También en la Iglesia se da una tendencia separatista de facciones y grupos, que apenas pueden seguir reconociéndose como miembros de la misma comunidad. La desintegración de la unidad eclesial y civil van de la mano.
Pero no es verdad que hoy ya no sea posible declarar en común lo común. El Catecismo no quiere transmitir opiniones de grupos, sino la fe eclesial, que no ha sido inventada por nosotros. Sólo tal unidad en lo básico y fundamental hace también posible una pluralidad viviente. Ya se está mostrando cómo el Catecismo provoca múltiples iniciativas y cómo da ambas cosas: una nueva comunidad y una nueva encarnación en diferentes mundos.
En lo que vengo diciendo se ponen delante importantes decisiones en cuanto al método del Catecismo como en cuanto a su aplicabilidad en la Iglesia. Pues de lo dicho se sigue, en primer lugar, que el Catecismo no ha de exponer la opinión privada de sus autores, sino que la comisión tenía que aplicarse a transmitir la fe de la Iglesia lo más exacta y cuidadosamente posible, en lo cual, claro está, la palabra “catecismo” incluye el cometido de la mediación: lo que la Iglesia cree debe decirse de tal forma que esta fe se haga accesible como presente, como palabra para nosotros.
Lograr reconciliar este doble cometido no era fácil. Nos hallábamos de nuevo ante una alternativa, por cuya resolución nos esforzamos largo tiempo. ¿Se debe proceder más “inductivamente”, partir del hombre en el mundo de hoy y conducir hacia Dios, hacia Cristo, hacia la Iglesia y por tanto también construir el texto más “argumentativamente”, por así decir, en un permanente diálogo sosegado con las preguntas de hoy, o se debe partir de la fe misma y desarrollarla desde su propia lógica, poniendo el acento más en dar testimonio que en argumentar?
La cuestión se vuelve en seguida totalmente práctica, si consideramos cómo se quiere comenzar el libro, a partir de qué punto querríamos encontrar la entrada. ¿No debe figurar al comienzo una descripción del contexto del mundo moderno, para que luego puedan abrirse ahí las puertas hacia Dios? De lo contrario ¿no se origina demasiado fácilmente la sospecha de que nos movemos fuera de la realidad concreta en un mero complejo de ideas? Ambos posibles arranques se discutieron varias veces y se adoptaron y se retiraron una y otra vez las decisiones.
Pero finalmente nos pusimos de acuerdo en que los análisis del presente entrañan siempre algo arbitrario y dependen demasiado del punto de mira escogido; en que, además, no se da la situación mundial común: el contexto de un hombre que vive en Mozambique o Bangladesh (por poner unos ejemplos casuales), es totalmente distinto que el de un hombre que habita en Suiza o en los Estados Unidos. Además, vimos con qué rapidez cambian las situaciones sociales y los estados de conciencia. Se ha de entablar el diálogo con las respectivas mentalidades, pero esto pertenece precisamente a las tareas de las iglesias locales, tareas de las iglesias locales, tareas en las que se exige una gran pluralidad.
Con todo, el Catecismo no procede simplemente de forma deductiva, porque la historia de la fe es una realidad en nuestro mundo y ha generado su propia experiencia. El Catecismo parte de ella, presta luego atención, por así decir, al Señor y a su Iglesia y transmite la palabra así escuchaba en su propia lógica y en su fuerza interna. Sin embargo, no está sencillamente “por encima del tiempo” y no quiere estarlo en absoluto. Únicamente evita vincularse demasiado a situaciones del momento, pues quiere realizar el servicio de la unificación no sólo sincrónicamente, en esta hora nuestra, sino también diacrónicamente, más allá de unas generaciones como lo han hecho los grandes catecismos, particularmente los del siglo XVI.