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La muerte del PIB: se necesita otra forma de medir la riqueza de las naciones

Una herramienta efectiva para seguir la pista de bienes tangibles, tiene dificultad para dar cuenta de los servicios.

Por: David Pilling, Financial Times* | Publicado: Viernes 5 de enero de 2018 a las 16:41 hrs.
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Imagine a dos personas. Llamémoslos Bill y Ben. Bill es un banquero de inversión de rango medio que gana 500 mil libras al año después de impuestos. Ben es un jardinero que se lleva a casa 25 mil libras. ¿A quién le va mejor?

Si juzgamos por ingresos, entonces Bill claramente gana más dinero; 20 veces más, para ser precisos. ¿Pero quién es más rico? Para eso hay que saber más sobre sus activos y otras circunstancias más amplias.

En términos de contabilidad nacional, el salario de 500 mil libras de Bill es el equivalente al Producto Interno Bruto. Es el “flujo” de ingresos obtenido en un año. Pero, como cualquier proveedor de créditos hipotecarios sabe bien, eso no dice nada sobre su riqueza o su salario el próximo año o al año siguiente.

De hecho, Bill está hundido hasta el cuello en deudas tras un complicado divorcio y mantiene una costosa adicción a la cocaína. Ya vendió la mayor parte de sus activos, incluyendo su moto Harley Davidsons vintage. Todo lo que le queda es una costosa hipoteca y varias cuotas pendientes en su porsche (que ya tiene un rayón). Con 59 años, también tiene problemas en el trabajo y pronto será despedido, cuando el banco traslade su equipo de transacciones en derivados desde Londres a Frankfurt.

Ben, por su parte, vive en una parcela de 100 millones de libras que heredó de su tía abuela. Este año, antes de cumplir los 21, planea vender la propiedad y trasladarse a un pequeño departamento en Knightsbridge. Quiere invertir el resto de los 95 millones de libras que le quede y vivir de los intereses mientras termina sus estudios como abogado de patentes, una profesión que debería generarle un flujo de efectivo en los años venideros. ¿Ahora, quién parece más rico?

Michal Kalecki, el economista polaco, habría descrito la economía como “la ciencia de confundir los valores con los flujos”. Los inversionistas estudian los balances de las empresas al igual que las ganancias y las pérdidas. Sin embargo, cuando se trata de evaluar a una nación, estamos básicamente limitados al PIB, que mide el valor de los bienes y servicios producidos en un período dado.

Las cifras del PIB pueden ser engañosas. Eso se aplica especialmente a los países ricos en recursos. El ingreso per cápita en Arabia Saudita de cerca de US$ 20 mil al año depende del precio y los volúmenes de producción del petróleo, que algún día se agotará. Cuando eso ocurra, a menos que los sauditas descubran una manera de reemplazar el ingreso perdido, se convertirá en el equivalente a Bill a nivel de naciones.

Como dice Paul Collier, profesor de economía y políticas públicas de la Escuela de Gobierno Blavatnik, es una lección difícil de extraer a partir de las estadísticas de ingreso nacional. Se requieren actualizaciones regulares del balance nacional para “sonar el silbato de alerta” sobre políticas insostenibles.

Sin embargo, no es algo que pasen por alto los líderes más astutos. Mucha de la urgencia detrás de los esfuerzos de reforma de Mohammed bin Salman, el joven príncipe de la corona saudí, proviene de su aparente determinación por diversificar la economía antes de que sea demasiado tarde.

“Las políticas que crean riqueza van mucho más allá de aumentar la producción” afirman Kirk Hamilton y Cameron Hepburn en su reciente libro National Wealth: What is Missing, Why it Matters (Riqueza Nacional: Qué Falta, Por Qué Importa). “Involucran invertir hoy para obtener retornos en el futuro”.

Para el PIB, cualquier hoyo cuenta

Desde hace tiempo que mantengo una vaga suspicacia acerca del PIB como un barómetro preciso de los estándares de vida y la sostenibilidad de la riqueza. Como un joven reportero de Financial Times en Latinoamérica en los años ’90, aprendí rápidamente a informar con precisión sobre las variaciones trimestrales del PIB y darle a mis artículos un toque de gravedad al utilizar al PIB como denominador. Los ingresos tributarias o niveles de deuda o gasto en educación eran mejor expresados como porcentaje del PIB para facilitar la comparación entre países.

Sin embargo, más allá de saber que el PIB era una medida de producción económica, nunca me detuve a pensar acerca de cómo exactamente se calcula o qué significa precisamente.

Más tarde, como corresponsal en Japón, me preguntaba por qué la gente se veía tan bien cuando el PIB nominal no había crecido en 20 años. La deflación y el bajo crecimiento de la población eran parte de la respuesta.

Eso significaba que el ingreso per capita real era mayor de lo que los números nominales sugerían. Pero la calidad de los servicios y tecnologías también hacían una diferencia en los estándares de vida. Para el PIB, una elegante tienda de departamento Mitsukoshi era lo mismo que un Walmart, y un viejo tren de conexión inglés era tan bueno como un Shinkansen japonés que viaja a 200 millas por horas y llega puntualmente con una precisión medida en décimas de segundos.

Más tarde aún, estando en China, me maravillé con el crecimiento de dos dígitos año tras año, pero me preocupaba que nadie estuviera llevando un registro estadístico de los no tan ocultos costos del crecimiento en términos de contaminación del aire y destrucción de los suelos. Parecía perverso que, si China gastaba dinero en limpiar su desastre, eso también contara como crecimiento, de manera similar a la que el PIB considera el dinero gastado en reparar los daños después de catástrofes naturales, ataques terroristas o guerras. Cualquier actividad, parecía —aunque fuera cavar un agujero para después volver a llenarlo— servía.

En mi último trabajo, como editor para África, descubrí que los datos del PIB —con frecuencia tratados como sacrosantos y usados, por ejemplo, para determinar los niveles adecuados de endeudamiento— no significaban prácticamente nada.

Los métodos normales para recopilar el PIB, que se basan en costosas encuestas a empresas y hogares, eran frecuentemente demasiado onerosos para gobiernos pobres en recursos. Además, no lograban contabilizar adecuadamente la actividad en el masivo sector informal y de subsistencia.

Terry Ryan, presidente de la Oficina Nacional de Estadísticas de Kenia, me dijo que si —como sugería la información oficial— cerca de 72% de los keniatas vivía con uno o dos dólares al día, entonces “72% de mi pueblo están muertos”.

En Nigeria, cambios menores en la metodología implementados en 2014 revelaron que la economía era 89% mayor de lo que se pensaba, convirtiendo las estimaciones previas en una burla.

Otra vez en Kenia, un grupo de economistas dijo que podía monitorear la economía de manera más precisa que el PIB desde el espacio exterior. Imágenes satelitales de las luces nocturnas mostraban que las estadísticas de ingreso nacional estaban pasando por alto franjas de actividad fuera de la capital, Nairobi.

Cuando comencé a leer más como parte de mi investigación para escribir “La Ilusión del Crecimiento”, puede ver que no estaba solo en mi escepticismo. Existe toda una amplia rama de literatura académica, una  mini industria que se vuelve más respetable cada día, que cuestiona la capacidad del PIB para reflejar nuestras vidas.

¿Cuánto vale la naturaleza?

Inventado en los años ’30 por Simon Kuznets, inicialmente como una manera de calcular el daño provocado por la Gran Depresión, el PIB es un hijo de la era de las manufacturas. Una herramienta efectiva para seguir la pista de bienes tangibles, tiene dificultad para dar cuenta de los servicios — desde seguros de vida y jardinería paisajista hasta clubes de comedia— que representan cerca de 80% de las economías modernas. Internet es incluso más desconcertante. En términos del PIB, Wikipedia, que pone la suma de todo el conocimiento humano en la punta de nuestros dedos, vale exactamente cero.

El PIB tampoco tiene nada muy útil que decir acerca de la distribución de los ingresos, uno de los temas centrales de nuestra era.

Kuznets advirtió urgentemente que esta medida nunca debe ser confundida con el bienestar. Sin embargo, al tratar al PIB como la cifra por excelencia, es una advertencia que hemos pasado por alto.

Entre las debilidades del PIB, la distinción entre flujos de ingresos y valores de riqueza, ilustrada por la historia de Bill y Ben, es una de las más serias.

Partha Dasgupta, profesor emérito de economía de la Universidad de Cambridge, ha estado tratando de inventar maneras de medir la riqueza desde hace décadas. La “palabra complicada” en Producto Interno Bruto es, según él, “bruto”.

“Si un humedal es secado para despejar espacio para un centro comercial, la construcción del mall contribuye al PIB, pero la destrucción del ecosistema no se registra”.

Cuando fui a visitar a Dasgupta en St. John’s College, partió por explicar la complicada interacción entre riqueza e ingresos. Una manera de entenderlo es en términos de planificación de vida, dijo. Una familia podría usar sus ingresos para comprar un activo, como una casa, o podría vender un activo para pagar por educación, la que a su vez, podrá convertirse más adelante en un mayor ingreso. Con cualquier entidad —ya sea una familia, una empresa, o un país— la riqueza “es lo que te permite planificar para convertir una forma de capital en otra”, dijo.

En el caso de las naciones, algunas formas de capital son más fáciles de contabilizar que otras. El denominado capital manufacturado incluye inversiones en carreteras, puertos y ciudades. Es relativamente fácil estimar su valor y muchos países mantienen inventarios de su stock de capital. El capital humano está formado por el tamaño y las habilidades de la fuerza laboral. El capital natural incluye bienes no renovables, como el petróleo y el carbón, y renovables, desde la tierra agrícola hasta complejos ecosistemas que proporcionan agua, oxígeno y nutrientes.

Los intentos por valorar algunos de estos activos pueden parecer absurdos. En 1997, el economista ambiental Robert Costanza generó indignación con su estimación de que el capital natural del planeta —lo que ustedes y yo conocemos como “naturaleza”— valía US$ 33 billones (millones de millones). Sus cálculos, publicados en la revista científica Nature, fueron criticados tanto por economistas convencionales, que consideraron que el ejercicio era poco científico, como por los ambientalistas, que objetaron la sola idea de ponerle un precio en dólares a un océano o a la selva tropical. Costanza encontró, por ejemplo, que los lagos y ríos “valen” US$ 1,7 billón, mientras que el ciclo de nutrientes, un “servicio de ecosistema”, proporciona US$ 4,9 billones en beneficios para la humanidad.

Cuando su metodología fue cuestionada, respondió: “No creemos que exista una única manera correcta de medir el valor de los servicios de ecosistema. Pero sí existe una manera incorrecta y esa es no medirla para nada”.

Ponerle precio al futuro

Algunos economistas consideran cualquier intento por contabilizar la destrucción del medioambiente con suspicacia. Cuando le pregunté a Larry Summers sobre esto, criticó lo que consideraba como un intento soterrado de los ambientalistas por limitar el crecimiento. Su principal queja era que los contadores de riqueza son muy rápidos para gritar cuando los recursos son agotados, pero demasiado lentos para reconocer cuando aumentan.

Nuevas tecnologías, como el fracking y las perforaciones en mar profundo, dijo Summers, han incrementado las reservas explotables de petróleo y gas. Las videoconferencias fueron un adelanto que significó que la gente pudiera realizar más reuniones internacionales al tiempo que reducían las emisiones relacionadas con los viajes.

Pero los contadores de riqueza, dijo, nunca han sido suficientemente honestos como para reconocer cómo la innovación puede aumentar la riqueza, al igual que reducirla. “Es todo una operación de perdición y pesimismo”, prácticamente me rugió por el teléfono. “Para que todos se queden en casa. Todos en casa y tejiendo”.

Summers tiene razón en que es difícil saber cuánto vale el stock de capital corriente, ya que su valor puede cambiar dependiendo de los desarrollos tecnológicos y políticos. El cobalto solía ser un medianamente interesante subproducto del cobre; ahora es un componente esencial de las baterías para autos eléctricos.

El petróleo era el oro líquido y podría volver a serlo. Pero una regulación ambiental más estricta podría algún día convertirlo en un activo abandonado sin ningún valor.

Desde un punto de vista más filosófico, es difícil ponerle precio al futuro. Una de las supuestas virtudes de la contabilidad de la riqueza es que está orientada hacia adelante. Analiza el stock de capital de hoy que va a producir el flujo de ingresos de mañana. El PIB, por otra parte, está enfocado hacia atrás. Simplemente mide la producción total durante un período específico del pasado. Así, en teoría, la medición de la riqueza debe ayudar a una generación a pensar acerca de la siguiente.

Sin embargo, en la práctica, como me dijo una vez mi colega Martin Wolf, existen límites. Podemos amar a nuestros hijos y a los hijos de nuestros hijos, e incluso a los hijos aún no nacidos de éstos. ¿Pero qué pasa con los niños que vendrán después, y después, y después? “La pregunta sobre la sustentabilidad es en parte esta: ¿a quién le interesa el futuro?”, dijo Wolf. En el largo plazo “todos seremos una sopa de energía cero”.

La cambiante riqueza de las naciones

Dejando estas consideraciones prácticas y filosóficas de lado, ahora existe un impulso real detrás de la medición de riqueza, incluso entre las instituciones más ortodoxas. Este mes, el Banco Mundial va a publicar su esfuerzo más extenso hasta la fecha por resolver el problema.

La Cambiante Riqueza de las Naciones 2018 es el fruto de años de trabajo de un equipo dedicado exclusivamente a esta tarea. Se basa en investigación publicada en 2006 y 2011. En su última versión, el banco aporta abundantes datos sobre la riqueza de 141 países entre 1995 y 2014. Para cada país, hay estimaciones de capital “producido”, incluyendo tierra urbana, maquinaria e infraestructura.

El capital natural incluye valores de mercado para activos subterráneos, como petróleo y cobre, tierra arable, bosques y estimaciones conservadoras para áreas protegidas, que están valoradas como si se tratara de tierras cultivables.

Por primera vez el banco realiza un esfuerzo explícito para medir el capital humano. Usando una base de datos de 1.500 encuestas a hogares, estima el valor presente de las ganancias proyectadas de toda la vida para prácticamente todos en el planeta.

“Estamos mirando al PIB como un retorno sobre la riqueza”, dijo Glenn-Marie Lange, coeditora del reporte y líder del equipo de contabilidad de riqueza del banco. “Las autoridades necesitan esta información para diseñar estrategias que aseguren que su crecimiento del PIB sea sostenible en el largo plazo”.

Entre los hallazgos del reporte, cuyos detalles completos aún están bajo embargo, hay un enorme giro de la riqueza en los últimos 20 años hacia los países de ingresos medios, impulsado principalmente por el ascenso de China y otros países en Asia. Sin embargo, un tercio de los países de bajos ingresos, especialmente en África, han sufrido una clara caída en la riqueza per cápita durante ese mismo período, en lo que podría ser un peligroso presagio sobre su capacidad de crecimiento futuro. En el mundo como un todo, el reporte encontró que el capital humano representa un asombroso 65% de la riqueza total. En 2014, esto era US$ 1.143 billones, o cerca de quince veces el PIB de ese año.

El reporte es particularmente esclarecedor en rastrear el camino hacia el desarrollo, a medida que los países, de la manera descrita por Dasgupta, cambian una forma de capital por otra. Puesto de manera sencilla, usan los ingresos derivados de sus recursos naturales para construir otras formas de capital, principalmente infraestructura, tecnología, salud y educación. Así, mientras el capital natural representa 47% de la riqueza en los países de bajos ingresos, en los más desarrollados aporta solo 3%.

La lección, dice Collier, de la escuela Blavatnik y autor de The Bottom Billion, un libro sobre las economías fallidas, es que las alzas del PIB no dicen nada si no se conoce la riqueza subyacente. En África, países como Nigeria han convertido sus recursos en auges de consumo, pero han fracasado en gran medida en construir la infraestructura para invertir en una población más saludable y educada que pueda sostener el crecimiento futuro.

Gran parte de África, dice Collier, “se ha excavado y cortado en pedazos a sí misma, pero no construyó lo suficiente como para reemplazarlo. No es crecimiento sostenible. Es una ficción del flujo de datos”.

Es una lección que Bill, el endeudado banquero con limitadas perspectivas de ganancias futuras, habría hecho bien en aprender.

 

* El escritor de este artículo es el editor de FT para África. Su nuevo libro “The Growth Delusion: Wealth, Poverty and the Well-Being of Nations” (El Ilusión del Crecimiento: Riqueza, Pobreza y Bienestar de las Naciones” será publicado por Bloomsbury en Reino Unido el 25 de enero y en Estados Unidos el 30 de enero por Tim Duggan Books.

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