Apartes del discurso del Santo Padre Benedicto XVI al cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede, pronunciado el 7 de enero pasado.
El evangelio de Lucas nos narra que los pastores, en la noche de Navidad, escucharon los coros angélicos que glorificaban a Dios e invocaban la paz sobre la humanidad. El evangelista subraya así la estrecha relación entre Dios y el deseo ardiente del hombre de cualquier época de conocer la verdad, de practicar la justicia y vivir en paz (cf. Beato Juan XXIII, Pacem in terris: AAS 55 [1963], 257). A veces hoy se nos hace creer que la verdad, la justicia y la paz son una utopía y que se excluyen mutuamente. Parece imposible conocer la verdad y los esfuerzos por afirmarla parece que desembocan con frecuencia en la violencia.
Por otra parte, y de acuerdo con una concepción muy difundida, el empeño por la paz consistiría en una búsqueda de compromisos que garanticen la convivencia entre los pueblos o entre los ciudadanos dentro de una nación. Desde el punto de vista cristiano, por el contrario, existe un vínculo íntimo entre la glorificación de Dios y la paz de los hombres sobre la tierra, de modo que la paz no es fruto de un simple esfuerzo humano sino que participa del mismo amor de Dios. Y es precisamente este olvido de Dios, en lugar de su glorificación, lo que engendra la violencia. En efecto, ¿cómo se puede llevar a cabo un diálogo auténtico cuando ya no hay una referencia a una verdad objetiva y trascendente? En este caso, ¿cómo se puede impedir el que la violencia, explícita u oculta, no se convierta en la norma última de las relaciones humanas? En realidad, sin una apertura a la trascendencia, el hombre cae fácilmente presa del relativismo, resultándole difícil actuar de acuerdo con la justicia y trabajar por la paz.
A estas manifestaciones del olvido de Dios se pueden añadir las que son debidas a la ignorancia de su verdadero rostro, que es la causa del fanatismo pernicioso de matriz religiosa, y que también en 2012 ha provocado víctimas en algunos países aquí representados. Como ya he afirmado, se trata de una falsificación de la religión misma, ya que ésta por el contrario busca reconciliar al hombre con Dios, iluminar y purificar las conciencias y dejar claro que todo hombre es imagen del Creador.
Así pues, si la glorificación de Dios y la paz en la tierra están estrechamente relacionadas entre ellas, es evidente que la paz es, al mismo tiempo, don de Dios y tarea del hombre, puesto que exige su respuesta libre y consciente. Por esta razón he querido titular el Mensaje anual para la Jornada Mundial de la Paz: Bienaventurados los que trabajan por la paz. Compete ante todo a las autoridades civiles y políticas la grave responsabilidad de trabajar por la paz. (…)
La construcción de la paz pasa siempre por la protección del hombre y de sus derechos fundamentales. Esta tarea, incluso cuando se lleva a cabo con diversa modalidad e intensidad, interpela a todos los países y debe estar constantemente inspirada por la dignidad trascendente de la persona humana y por los principios inscritos en su naturaleza. Entre estos figura en primer lugar el respeto de la vida humana, en todas sus fases.
A este propósito, me alegra que una Resolución de la Asamblea parlamentaria del Consejo de Europa, en enero del año pasado, haya solicitado la prohibición de la eutanasia, entendida como la muerte voluntaria, por acción o por omisión, de un ser humano en estado de dependencia. Al mismo tiempo, compruebo con tristeza cómo en diversos países de tradición cristiana se pretenden introducir o ampliar legislaciones que despenalizan o liberalizan el aborto.
El aborto directo, es decir, querido como fin o como medio, es gravemente contrario a la ley moral. Cuando afirma esto, la Iglesia no deja de tener comprensión y benevolencia, también hacia la madre. Se trata, más bien, de velar para que la ley no llegue a alterar injustamente el equilibrio entre el derecho a la vida de la madre y el del niño no nacido, que pertenece a ambos por igual. En este ámbito, es una fuente de preocupación el reciente fallo de la Corte interamericana de derechos del hombre, relativo a la fecundación in vitro, que redefine arbitrariamente el momento de la concepción y debilita la defensa de la vida prenatal.
Sobre todo en Occidente, se encuentran lamentablemente muchos equívocos sobre el significado de los derechos del hombre y los deberes que le están unidos. Los derechos se confunden con frecuencia con manifestaciones exacerbadas de autonomía de la persona, que se convierte en autorreferencial, ya no está abierta al encuentro con Dios y con los demás y se repliega sobre ella misma buscando únicamente satisfacer sus propias necesidades. Por el contrario, la defensa auténtica de los derechos ha de contemplar al hombre en su integridad personal y comunitaria.
Siguiendo nuestra reflexión, vale la pena subrayar que la educación es otra vía privilegiada para la construcción de la paz. Nos lo enseña, entre otras cosas, la crisis económica y financiera actual. Ésta se ha desarrollado porque se ha absolutizado con demasiada frecuencia el beneficio, en perjuicio del trabajo, y porque se ha aventurado de modo desenfrenado por el camino de la economía financiera en vez de la economía real. Conviene encontrar de nuevo el sentido del trabajo y de un beneficio que sea proporcionado.
A este respecto, sería bueno educar para resistir la tentación del interés particular y a corto plazo, para orientarse más bien hacia el bien común. Por otra parte, es urgente la formación de líderes que guíen en el futuro las instituciones públicas nacionales e internacionales (cf. Mensaje para la XLVI Jornada Mundial de la Paz, 8 diciembre 2012, n. 6).
La Unión Europea necesita también de Representantes clarividentes y cualificados que tomen las difíciles decisiones que se necesitan para enderezar su economía y poner las bases sólidas de su desarrollo. Algunos países posiblemente irían más rápido solos, pero todos, juntos, irán ciertamente más lejos. Si el índice diferencial entre los tipos financieros constituye una preocupación, las crecientes diferencias entre un pequeño número, cada vez más rico, y un gran número, irremediablemente más pobre, debería despertar preocupación. Se trata, en una palabra, de no resignarse al «Spread de bienestar social», mientras se combate el financiero.
Invertir en la educación en los países en vías de desarrollo de África, Asía y América Latina, significa ayudarles a vencer la pobreza y las enfermedades, así como a establecer sistemas de derechos equitativos y respetuosos de la dignidad humana. Es cierto que, para establecer la justicia, no basta con buenos modelos económicos, aunque sean necesarios.
La justicia solamente se realiza si hay personas justas. Construir la paz significa, por consiguiente, educar a los individuos a combatir la corrupción, la criminalidad, la producción y el tráfico de drogas, así como a evitar divisiones y tensiones, que amenazan con debilitar la sociedad, obstaculizando el desarrollo y la convivencia pacífica.
Continuando nuestra conversación, quisiera añadir que la paz social está amenazada también por ciertos atentados contra la libertad religiosa: en ocasiones se trata de la marginación de la religión en la vida social; en otros casos, de intolerancia o incluso de violencia contra personas, símbolos de identidad e instituciones religiosas. Se llega también al extremo de impedir a los creyentes, especialmente a los cristianos, contribuir al bien común a través de sus instituciones educativas y asistenciales.
Para salvaguardar efectivamente el ejercicio de la libertad religiosa es esencial además respetar el derecho a la objeción de conciencia. Esta «frontera» de la libertad toca principios de gran importancia, de carácter ético y religioso, enraizados en la dignidad misma de la persona humana. Son como «los muros de carga» de toda sociedad que desea ser verdaderamente libre y democrática. Por consiguiente, prohibir, en nombre de la libertad y el pluralismo, la objeción de conciencia individual e institucional, abriría por el contrario las puertas a la intolerancia y a la nivelación forzada.
Por otra parte, en un mundo de fronteras cada vez más abiertas, construir la paz a través del diálogo no es una opción sino una necesidad. En esta perspectiva, la Declaración conjunta entre el Presidente de la Conferencia episcopal polaca y el Patriarca de Moscú, firmada en el pasado mes de agosto, es un signo fuerte ofrecido por los creyentes para favorecer las relaciones entre el Pueblo ruso y el polaco.
Deseo igualmente mencionar el acuerdo de paz concluido recientemente en Filipinas y subrayar la importancia del diálogo entre las religiones para una convivencia pacífica en la región de Mindanao.
Al final de la Encíclica Pacem in terris, cuyo cincuentenario se celebra este año, mi Predecesor, el beato Juan XXIII, recordó que la paz será solamente «palabra vacía», si no está vivificada e integrada por la caridad (AAS 55 [1963], 303). Así, éste es el corazón de la acción diplomática de la Santa Sede y, ante todo, de la solicitud del Sucesor de Pedro y de toda la Iglesia católica. La caridad no sustituye a la justicia negada, ni por otra parte, la justicia suple a la caridad rechazada.
La Iglesia vive cotidianamente la caridad en sus obras de asistencia, como los hospitales y dispensarios, en sus obras educativas, como los orfanatos, escuelas, colegios, universidades, así como a través de la asistencia a las poblaciones en dificultad, especialmente durante y después de los conflictos. En nombre de la caridad, la Iglesia quiere también estar cerca de todos los que sufren a causa de las catástrofes naturales. Pienso en las víctimas de las inundaciones en el sur de Asia y del huracán que se abatió sobre la costa oriental de los Estados Unidos de América. Pienso también a los que han sufrido un fuerte temblor de tierra, que devastó algunas regiones de Italia septentrional. Como sabéis, he querido acercarme personalmente a estos lugares, donde he constatado el deseo ardiente con el que se quiere reconstruir lo que se ha destruido. Deseo que, en este momento de su historia, este espíritu de tenacidad y de compromiso compartido anime a toda la amada nación italiana.
Al concluir nuestro encuentro, deseo recordar que el siervo de Dios, Papa Pablo VI, al final del Concilio Vaticano II, que comenzó hace cincuenta años, dirigió algunos mensajes que son todavía actuales, uno de los cuales destinado a todos los gobernantes. Les exhortaba en estos términos: «A vosotros corresponde ser sobre la tierra los promotores del orden y de la paz entre los hombres. Pero no lo olvidéis: es Dios (…) el gran artesano del orden y la paz sobre la tierra» (Mensaje a los gobernantes, 8 diciembre 1965, n. 3). Hoy, hago mías estas consideraciones al formularos, Señoras y Señores Embajadores y Miembros distinguidos del Cuerpo Diplomático, a vuestros familiares y colaboradores, mis más fervientes votos para el año nuevo.