Por José Luis Restán
En estos días la prensa rivaliza para encontrar palabras que designen el nuevo pontificado de Francisco. Cambio de rumbo, giro, incluso revolución. No hago ascos a las licencias literarias, son necesarias para narrar la historia. Pero siempre que ayuden a eso, a narrar la verdadera historia y no a reconstruirla según los esquemas interesados de cada cual. Algo de eso está sucediendo estos días.
¿Revolución? No es que sea una palabra exagerada, es sencillamente absurda en la vida de la Iglesia. Porque la Iglesia no la hacemos los hombres, viene de Dios. Y si no fuese así, ya se habría acabado hace tiempo. Como decía con sorna aquel cardenal al conocer los planes de Napoleón para destruirla: “es imposible, ni siquiera nosotros lo hemos conseguido”. Nosotros no podemos hacer la Iglesia, sólo podemos responder a la iniciativa de Dios. Aún están vivas las palabras tonantes de Benedicto XVI al comienzo del último Sínodo de los obispos: “Los Apóstoles no dijeron: ahora queremos crear una Iglesia, y con la forma de una asamblea constituyente habrían elaborado una constitución. No, ellos rezaron y en oración esperaron, porque sabían que sólo Dios mismo puede crear su Iglesia, de la que Dios es el primer agente: si Dios no actúa, nuestras cosas son sólo nuestras cosas y son insuficientes... Y como en aquel tiempo, sólo con la iniciativa de Dios podía nacer la Iglesia... así también hoy, sólo Dios puede comenzar, nosotros podemos sólo cooperar, pero el inicio debe venir de Dios”.
Por eso es tan significativo que el papa Francisco haya querido, en su primera aparición ante el pueblo, que ese encuentro estuviera marcado por la oración. Lo primero es saber qué nos pide el Señor, confiarnos a su empuje, seguir su senda. Porque aquí las grandes cabeceras mediáticas ya tienen listo su programa de reformas para que la Iglesia se ponga a tono, se modernice, que dirían otros. Pero Francisco ha dicho que si no confesamos a Cristo terminamos confesando al demonio. No sé si esto les parecerá muy “moderno”.
Hablar de revolución (¡a las barricadas!) puede resultar muy sugestivo para las portadas de algunos rotativos. Imaginar que Francisco lo pondrá todo patas arriba debe excitar muchísimo la imaginación de algunos... pero de momento él ha dicho: caminar, edificar y confesar. Caminar a la luz del Señor, porque sólo esta luz puede hacer irreprochable nuestra pobre vida; edificar sobre el cimiento de la cruz, sobre la sangre derramada por el Señor, porque sin cruz convertimos a la Iglesia en una ONG piadosa, justo lo que pretenden El País y el New York Times; y confesar, ya lo hemos dicho, el nombre de Jesús, porque si nos dedicamos a otras cosas terminamos confesando el espíritu del mundo, que en la Sagrada Escritura lleva un nombre nada grato a los bienpensantes que dicen estar de fiesta.
El camino de la Iglesia es largo y en él tiene lugar la decadencia y el rejuvenecer; se adhieren costras indeseadas que es preciso lijar, se puede desviar la aguja de marear y es preciso volver al norte. Una y otra vez. Y no porque se establezcan auditorías sino porque el Señor despierta nuevos brotes, hace surgir la santidad para despertar lo anquilosado y enderezar lo torcido. Nunca se acaba este proceso: se trata de un árbol que mientras ve pudrirse algunas ramas siempre descubre un inesperado verdor.
¿Revolución? ¡Hombre, no! Eso significa ruptura, violencia, corte, apropiación, presunción de los hombres. Lo primero que hace un papa es sencillamente obedecer, como aprendió duramente san Pedro. Pero renovación y purificación, eso sí: siempre y en todo lugar, y ojalá que ahora muy profundamente. Porque como dijo hace muchos años Joseph Ratzinger en el Meeting de Rímini, “la Iglesia es una compañía siempre necesitada de reforma”. Y con qué intensidad nos lo ha hecho entender estos años. La Iglesia es un cuerpo vivo que avanza y se transforma en la historia, pero permaneciendo fiel a su propia naturaleza y vocación; los planos de su siempre inacabada reforma no los diseñan los arquitectos del mundo, ¿dónde estaríamos a estas alturas? Sino que manan de la fuente profunda que en ella nunca se apaga. La paradoja es que en la Iglesia, para avanzar siempre hace falta volver al origen, como hizo Francisco. Un personaje, por cierto, que si lo encontraran algunos que ahora le jalean, les produciría espanto.
Un pastor de voz serena y mano firme
La elección del Cardenal Bergoglio como Papa Francisco ha sorprendido a todos. Sus primeros gestos, dominados por la austeridad y modestia que lo caracterizan, han incrementado aún más la sorpresa. ¿Es este hombre manso y tranquilo escogido por los cardenales alguien capaz de guiar con firmeza a la Iglesia en este contexto de crisis y tensión? ¿Está dotado del liderazgo suficiente para iluminar el camino de la familia humana, signado hoy por la violencia, el nihilismo y la seducción del poder?
El tiempo lo dirá, pero entretanto, podemos rastrear en su pasado inmediato como Provincial de la Compañía de Jesús en la Argentina y como Arzobispo de Buenos Aires, sucesivamente, las huellas de su estilo pastoral.
El hoy Papa tenía apenas siete años en el sacerdocio cuando la dictadura militar tomó el poder en Argentina en 1976. Pese a su corta carrera eclesiástica a esa fecha, ya se encontraba al frente de los jesuitas (1973-1979). Recién en 1992 es designado obispo auxiliar de Buenos Aires, y finalmente Arzobispo en 1998.
En sus años al frente del arzobispado, Bergoglio se ganó en buena ley su fama de pastor comprometido con los marginados de la sociedad, sin necesidad de contaminar con ideología su preferencia por los más humildes según los cánones de la teología de la liberación, sino testimoniando con sencillez la misma predilección de Jesús. Ponerse del lado de los sufrientes lo llevó a denunciar los abusos del poder, la corrupción política, la clandestinidad laboral, la pobreza estructural, la influencia del narcotráfico y la explotación de la prostitución. Su enérgica postura, sin abandonar jamás un estilo sobrio y una enorme vocación de diálogo con el poder de turno, atravesó los gobiernos de Menem, De la Rúa, Duhalde y, finalmente, Néstor y Cristina Kirchner. Estos últimos lo eligieron como blanco enemigo, especialmente tras el conflicto con los productores agropecuarios en 2008 y en ocasión de la sanción del matrimonio entre personas del mismo sexo en 2010. Pese a ser presidente de la Conferencia Episcopal durante dos períodos hasta 2011, la presidenta Cristina K se negó sistemáticamente a concederle audiencia y se ausentó cada aniversario patrio al Te Deum en la Catedral.
La elevación de Bergoglio al Papado deja mal parado al gobierno kirchnerista. No obstante el saludo de compromiso de Cristina, al día siguiente de su elección se desató contra el pontífice argentino una operación de prensa orquestada por Horacio Verbitsky, periodista al frente del principal periódico oficialista y ex integrante de la inteligencia de Montoneros, la guerrilla pseudoperonista de la década del 70', acusando a Bergoglio de haber entregado a dos jesuitas -Francisco Jalics y Orlando Yorio- en 1976 a manos de la temible Escuela Superior de Mecánica de la Armada (ESMA), principal centro clandestino de detención de la dictadura. Esos sacerdotes no fueron "desaparecidos", eufemismo con el que se denominara a los infames asesinatos del terrorismo de Estado, sino que luego de cinco meses de detención y tortura, fueron liberados. Bergoglio declaró en 2010 como testigo en la causa por delitos de lesa humanidad perpetrados en la ESMA, y admitió haber hablado con los dictadores Videla y Massera para interceder por los dos jesuitas. En 2011 también debió testificar en otra causa por la apropiación ilegítima de bebés durante la represión ilegal. En ninguno de los dos procesos Bergoglio ha estado imputado, ni como autor ni como encubridor de tan aberrantes delitos.
Es cierto que la cúpula de la Iglesia argentina de la que Bergoglio no formaba parte aún, mantuvo, inicialmente, una actitud públicamente ambigua respecto del llamado Proceso Militar, que, sin embargo, modificó cuando los crímenes y el plan sistemático de eliminación de todo elemento sospechoso u opositor fueron evidentes. Muchos prelados optaron por el silencioso trabajo de salvar vidas, como fue el caso del propio Bergoglio. Una elección tal, más allá del disvalor de toda tibieza declarativa, está demasiado lejos de la actitud cómplice con el poder militar de entonces que el aparato K quiere ahora enrostrarle al Papa Francisco para desacreditarlo. Ayer mismo el máximo exponente de la lucha por los derechos humanos en la Argentina, el Premio Nobel de la Paz 1980, Adolfo Pérez Esquivel, desacreditó las versiones de Verbitsky declarando que "Bergoglio no fue cómplice de la dictadura", afirmación confirmada por Cristina Fernández Meijide (integrante de la Conadep que investigó las desapariciones forzosas de personas) y Alicia Oliveira (primera jueza penal de la historia argentina, ex Defensora del Pueblo y ex Secretaria de Derechos Humanos de la Cancillería), quienes destacaron los esfuerzos de Bergoglio para hacer salir del país a quienes eran perseguidos en los años de plomo y obtener la liberación de los secuestrados.
Horacio Morel. Buenos Aires, Páginas Digital