Homilía del papa Francisco en el Santuario de Nuestra Señora de Aparecida el miércoles 24 julio.
¡Qué alegría venir a la casa de la Madre de todo brasileño, el Santuario de Nuestra Señora de Aparecida! Al día siguiente de mi elección como Obispo de Roma fui a la Basílica de Santa María la Mayor, en Roma, con el fin de encomendar a la Virgen mi ministerio como Sucesor de Pedro. Hoy he querido venir aquí para pedir a María, nuestra Madre, el éxito de la Jornada Mundial de la Juventud, y poner a sus pies la vida del pueblo latinoamericano.
Quisiera ante todo decirles una cosa. En este santuario, donde hace seis años se celebró la V Conferencia General del Episcopado de América Latina y el Caribe, ha ocurrido algo muy hermoso, que he podido constatar personalmente: ver cómo los obispos —que trabajaban sobre el tema del encuentro con Cristo, el discipulado y la misión— se sentían alentados, acompañados y en cierto sentido inspirados por los miles de peregrinos que acudían cada día a confiar su vida a la Virgen: aquella Conferencia ha sido un gran momento de Iglesia. Y, en efecto, puede decirse que el Documento de Aparecida nació precisamente de esta urdimbre entre el trabajo de los Pastores y la fe sencilla de los peregrinos, bajo la protección materna de María. La Iglesia, cuando busca a Cristo, llama siempre a la casa de la Madre y le pide: «Muéstranos a Jesús». De ella se aprende el verdadero discipulado. He aquí por qué la Iglesia va en misión siguiendo siempre la estela de María.
Hoy, en vista de la Jornada Mundial de la Juventud que me ha traído a Brasil, también yo vengo a llamar a la puerta de la casa de María —que amó a Jesús y lo educó— para que nos ayude a todos nosotros, Pastores del Pueblo de Dios, padres y educadores, a transmitir a nuestros jóvenes los valores que los hagan artífices de una nación y de un mundo más justo, solidario y fraterno. Para ello, quisiera señalar tres sencillas actitudes, tres sencillas actitudes: mantener la esperanza, dejarse sorprender por Dios y vivir con alegría.
1. Mantener la esperanza. La Segunda Lectura de la Misa presenta una escena dramática: una mujer —figura de María y de la Iglesia— es perseguida por un dragón —el diablo— que quiere devorar a su hijo. Pero la escena no es de muerte sino de vida, porque Dios interviene y pone a salvo al niño (cf. Ap 12,13a-16.15-16a). Cuántas dificultades hay en la vida de cada uno, en nuestra gente, nuestras comunidades. Pero, por más grandes que parezcan, Dios nunca deja que nos hundamos. Ante el desaliento que podría haber en la vida, en quien trabaja en la evangelización o en aquellos que se esfuerzan por vivir la fe como padres y madres de familia, quisiera decirles con fuerza: Tengan siempre en el corazón esta certeza: Dios camina a su lado, en ningún momento los abandona. Nunca perdamos la esperanza. Jamás la apaguemos en nuestro corazón. El «dragón», el mal, existe en nuestra historia, pero no es el más fuerte. El más fuerte es Dios, y Dios es nuestra esperanza. Es cierto que hoy en día, todos un poco, y también nuestros jóvenes, sienten la sugestión de tantos ídolos que se ponen en el lugar de Dios y parecen dar esperanza: el dinero, el éxito, el poder, el placer. Con frecuencia se abre camino en el corazón de muchos una sensación de soledad y vacío, y lleva a la búsqueda de compensaciones, de estos ídolos pasajeros. Queridos hermanos y hermanas, seamos luces de esperanza. Tengamos una visión positiva de la realidad. Demos aliento a la generosidad que caracteriza a los jóvenes, ayudémoslos a ser protagonistas de la construcción de un mundo mejor: son un motor poderoso para la Iglesia y para la sociedad. Ellos no sólo necesitan cosas. Necesitan sobre todo que se les propongan esos valores inmateriales que son el corazón espiritual de un pueblo, la memoria de un pueblo. Casi los podemos leer en este santuario, que es parte de la memoria de Brasil: espiritualidad, generosidad, solidaridad, perseverancia, fraternidad, alegría; son valores que encuentran sus raíces más profundas en la fe cristiana.
2. La segunda actitud: dejarse sorprender por Dios. Quien es hombre, mujer de esperanza —la gran esperanza que nos da la fe— sabe que Dios actúa y nos sorprende también en medio de las dificultades. Y la historia de este santuario es un ejemplo: tres pescadores, tras una jornada baldía, sin lograr pesca en las aguas del Río Parnaíba, encuentran algo inesperado: una imagen de Nuestra Señora de la Concepción. ¿Quién podría haber imaginado que el lugar de una pesca infructuosa se convertiría en el lugar donde todos los brasileños pueden sentirse hijos de la misma Madre? Dios nunca deja de sorprender, como con el vino nuevo del Evangelio que acabamos de escuchar. Dios guarda lo mejor para nosotros. Pero pide que nos dejemos sorprender por su amor, que acojamos sus sorpresas. Confiemos en Dios. Alejados de él, el vino de la alegría, el vino de la esperanza, se agota. Si nos acercamos a él, si permanecemos con él, lo que parece agua fría, lo que es dificultad, lo que es pecado, se transforma en vino nuevo de amistad con él.
3. La tercera actitud: vivir con alegría. Queridos amigos, si caminamos en la esperanza, dejándonos sorprender por el vino nuevo que nos ofrece Jesús, ya hay alegría en nuestro corazón y no podemos dejar de ser testigos de esta alegría. El cristiano es alegre, nunca triste. Dios nos acompaña. Tenemos una Madre que intercede siempre por la vida de sus hijos, por nosotros, como la reina Esther en la Primera Lectura (cf. Est 5,3). Jesús nos ha mostrado que el rostro de Dios es el de un Padre que nos ama. El pecado y la muerte han sido vencidos. El cristiano no puede ser pesimista. No tiene el aspecto de quien parece estar de luto perpetuo. Si estamos verdaderamente enamorados de Cristo y sentimos cuánto nos ama, nuestro corazón se «inflamará» de tanta alegría que contagiará a cuantos viven a nuestro alrededor. Como decía Benedicto XVI, aquí en este Santuario: «El discípulo sabe que sin Cristo no hay luz, no hay esperanza, no hay amor, no hay futuro» (Discurso Inaugural de la V Conferencia general del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Aparecida, 13 de mayo 2007: Insegnamenti III/1 [2007], p. 861).
Queridos amigos, hemos venido a llamar a la puerta de la casa de María. Ella nos ha abierto, nos ha hecho entrar y nos muestra a su Hijo. Ahora ella nos pide: «Hagan todo lo que él les diga» (Jn 2,5). Sí, Madre nuestra, nos comprometemos a hacer lo que Jesús nos diga. Y lo haremos con esperanza, confiados en las sorpresas de Dios y llenos de alegría. Que así sea.
De Aparecida a Río
Por José Luis Restán *
Antes de embarcar para Río, el Papa Francisco ha querido postrarse en silencio durante media hora ante el icono de María, salus populi romani, en la Basílica de Santa María la Mayor. Después encendió un cirio que permanecerá brillando durante esta trascendental semana. Al salir de la Basílica Francisco dirigió unas breves palabras a los fieles allí congregados para pedir que le acompañaran en este viaje "con la oración, con la confianza y con la penitencia". Y es que como dijera Benedicto XVI al regresar de Sydney, "nosotros podemos organizar la fiesta, pero la verdadera alegría sólo es fruto del Espíritu Santo".
Está bien hablar de gran fiesta de los jóvenes, de hecho toda JMJ es una fiesta de la fe y esta fe es la única luz y la única fuerza que rescata la vida y la rejuvenece. Pero cuidado, no estamos ante una especie de excursión con salida en los cinco continentes y final de fuegos artificiales. Lo que está en juego es, una vez más, la respuesta a la inquietante pregunta de Jesús: "cuando vuelva el Hijo del hombre, ¿encontrará fe en la tierra?". Y de esa respuesta depende la suerte de nuestro pobre mundo cada generación.
El Papa ha querido injertar en el tronco de la semana una etapa no prevista en el Santuario de Aparecida y un encuentro con los obispos del Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM). No se trata de meras devociones personales. Recientemente el Doctor Guzmán Carriquiry, Secretario de la Pontificia Comisión para América Latina, sostenía en amplio artículo que la Conferencia de Aparecida en 2007 supuso una suerte de mayoría de edad para el catolicismo latinoamericano, el inicio de aquel salto cualitativo que con sagaz exigencia reclamara Benedicto XVI a los obispos del continente.
Ya no es un secreto que la mano fuerte y el corazón ardiente que enhebraron los contenidos del Documento de Aparecida fueron los del entonces Cardenal Bergoglio. Él mismo explicó cómo se tejió ese texto en el propio recinto del Santuario, mientras los redactores escuchaban los cánticos del pueblo católico a su Madre, llevando en los ojos los rostros de tantos peregrinos que llegaban con su necesidad sangrante y su fe probada aunque a veces rudimentaria en su formulación. Allí se hizo eje de la tarea eclesial ese "salir fuera, hacia las periferias existenciales", que se nos ha hecho tan familiar tras los cuatro primeros meses del pontificado de Francisco. Según Carriquiry Aparecida podría marcar una especie de giro tras el cual el catolicismo latinoamericano puede asumir una valencia universal. La parábola quedaría ilustrada con la elección de un hijo del "Continente de la esperanza" para la sede de Pedro; con él entraría en Roma, en el timón de la Iglesia, la frescura y franqueza explosivas de un catolicismo popular, vivido a pie de calle. Sería la imagen de esa plenitud de fuerzas, del cuerpo y del espíritu, que Benedicto XVI pedía para afrontar los graves desafíos de esta hora.
Es posible que a las comunidades católicas de la joven América se les plantee ahora una misión análoga a la que desempeñaron en los años ochenta las sufridas Iglesias del Este de Europa. Pero aquella experiencia que tuvo su imagen espléndida en Juan Pablo II nos deja enseñanzas muy útiles para esta hora. Primera, no mitificar las situaciones históricas. El empuje y vivacidad del catolicismo latinoamericano no debe esconder limitaciones y zonas de sombra que el propio documento de Aparecida retrata con claridad: no pretendo hacer un elenco, pero falta una personalización y maduración de la fe en amplios estratos del pueblo, se requiere una nueva síntesis cultural católica mientras crece la intolerancia laicista, la impugnación indigenista y un neopaganismo importado que hace furor en la clase intelectual. Y no olvidemos que la secularización no muerde solo en la vieja Europa; las cifras de ciudades como Buenos Aires, México DF o Río son bien elocuentes, y eso lo conoce muy de cerca el Papa Bergoglio.
Una segunda lección de la aventura del Este en los años 80 es huir de las fotos fijas. El cristianismo es un cuerpo vivo, un árbol que crece, se seca y rebrota de nuevo. El entusiasmo desbordante (lo vimos también en Polonia durante el primer viaje a su tierra de Juan Pablo II) debe ser una semilla plantada, regada y cuidada para que no se agoste. Y lo más importante: cada hombre y mujer (más o menos ayudado por su contexto histórico) es el protagonista del sí de la fe ante el testimonio actual de la presencia de Cristo. Francisco será estos días la punta visible y elocuente de esa presencia en medio de la tierra ciertamente fértil de América: hablará con las palabras de Jesús, realizará sus gestos, mostrará una comunidad que vive de su Memoria y que se regenera con su Gracia. Y nada ni nadie podrán saltarse el misterio de la libertad de cada uno, invitada a seguir esta historia. Como ha sido siempre.
*Periodista español. Redactor de Páginas digital