Un ex Presidente de la República, de 94 años de edad, toma el té puntualmente a las cinco con su devota esposa, con la que ha compartido más de seis décadas de fidelidad y felicidad conyugal. Católicos ambos, ella comenta lo rico que es saber y esperar que un día volverán a encontrarse, en el cielo, con papás, abuelos, hermanos e hijos. A lo que él responde: “yo no estaría tan seguro”.
Este diálogo forma parte de una entrevista publicada en la edición del domingo de un matutino de circulación nacional, lo que permite presumir el consentimiento de los entrevistados a su divulgación y público comentario. Se trata, en efecto, del tema más trascendente en la vida humana: nuestros afectos y vínculos, el amor que recibimos y entregamos, las alegrías y esperanzas que concebimos junto a los seres queridos, la solemnidad del “para siempre” que alentó nuestros compromisos y puso a dolorosa prueba nuestra fidelidad ¿perecen irremisiblemente, disueltos en el polvo de la tierra de la cual fuimos formados, o llevan consigo una semilla y prenda de eternidad?
¿Tiene sentido esforzarse y sacrificarse tanto por construir familia y perseverar en su amor, si esos valores intangibles correrán la misma suerte de una fruta podrida o un animal atropellado en la autopista? ¿No habría una suerte de sadismo en una divinidad que nos llama a ligarnos a otros con vínculos indisolubles y así amarlos hasta el extremo, si es que tras ese extremo sólo hay vacío, tiniebla, nada?
Se dirá, en abono de ese ser divino, que al final del día Él promete, a quienes permanecieron fieles, el regocijante premio de contemplarlo cara a cara y participar de su eterna, imperturbable alegría. Pero esa maravillosa expectativa, que por cierto colma y supera todo lo que un ser humano pueda desear e incluso imaginar, deja sin respuesta esta interrogante: mis seres queridos ¿fueron sólo un objeto de prueba para que yo le mostrara a Dios mi obediencia a sus decretos? Y aprobado el examen de idoneidad ¿ya no hay espacio para que yo los reencuentre y disfrute con ellos la alegría de estar eternamente con Dios? Si Jesucristo es Emmanuel, el Dios-con-nosotros ¿cómo explicar que la fidelidad a Dios se recompense excluyendo a los otros?
“En nuestra patria, el paraíso, nos aguarda el numeroso grupo de nuestros padres, hermanos e hijos: seguros ya de su suerte, pero solícitos aún de la nuestra. Para ellos y nosotros significará una gran alegría poder llegar a su presencia y abrazarlos, en el reino celestial donde no existirá ya el temor a la muerte, sino la vida sin fin”: palabras de san Cipriano, obispo y mártir.
Creer en la vida eterna incluye creer en el reencuentro eterno con nuestros seres queridos. ¿Clave de acceso? Las manos limpias y el corazón puro.