Por etimología, obsesión es sentarse en frente de alguien, y en consecuencia asediarlo, bloquearlo. Como concepto da cuenta de un alma perturbada, más en rigor asaltada por una idea fija y pertinaz. Así definida, la obsesión aparece como una fuerte restricción a la libertad. Quien la experimenta se queja y hasta se acusa de ella como enfermedad, vicio o pecado. Cabe, sin embargo, que esa idea fija y pertinaz apunte a valores que el sujeto apetece como el gran ideal de su existencia y por cuya consecución esté dispuesto a sacrificar patrimonio, comodidad, fama, placer y hasta la propia vida. San Pablo tenía la obsesión de anunciar a Cristo -“¡ay de mí si no evangelizara!”-. San Ignacio de Antioquía sólo imploraba que lo dejaran correr hacia el martirio para ser trigo de Cristo molido por los leones del circo romano. La obsesión de Francisco por despojarse de toda riqueza y reencontrarla en la contemplación admirativa de la naturaleza hizo de él un santo reformador de la Iglesia, patrono de la ecología, modelo e instrumento de la paz. Para San Ignacio de Loyola, en sus Ejercicios Espirituales, esta recurrencia pertinaz de una idea en la que el alma reposa y encuentra finalmente alegría es criterio seguro para discernir que esa idea viene de Dios, y en consecuencia debe y puede convertirse en acción. Raíz común de estas obsesiones es la de Cristo por hacer siempre y sólo la voluntad del Padre celestial.
Perversa es la obsesión de hacer ruido, con la deliberada intención y previsible efecto de bloquear la razón y discapacitar la voluntad: el ruido avasallador es el arma predilecta de los agitadores de masas y profesionales de la domesticación humana. La obsesión de hurgar en la basura, ajena y propia, buscando siempre y ante todo lo más sórdido de la naturaleza humana y clamando mesiánicamente por venganza sin olvido. La obsesión por una libertad superior a la verdad, emancipada de la responsabilidad, jactanciosa de tener derecho a suprimir vidas inocentes. Es la obsesión que la serpiente inoculó en las almas de Eva y Adán: libertad para hacer y ser como si fueran dioses, dueños absolutos del bien y del mal.
Obsesiones perversas se curan con obsesiones santas. Obsesión por el silencio, como hábitat natural de la inteligencia y libertad. Obsesión por destacar la belleza y bondad de la naturaleza humana y priorizar lo que une por sobre lo que divide. Obsesión por preservar inviolado el derecho a la vida de todo ser inocente, tanto más cuanto mayor sea su fragilidad y desvalimiento. El Evangelio de la vida se anuncia con la paulina obsesión de “insistir con ocasión y sin ella, reprender, amenazar, exhortar con toda paciencia y doctrina”. Sin traicionar ni silenciar la verdad. Sin temer la impopularidad. Sin transar con la ambigüedad.