“Dejen que los niños vengan a mí, y no se lo impidan, porque de los que son como ellos es el reino de los cielos”, amonestó Jesús a sus discípulos. Y al disputar ellos sobre quién sería el más grande, zanjó Jesús la discusión tomando a un niño y poniéndolo en medio de ellos. Y agregó: “el que reciba a un niño en mi nombre, me recibe a mí. Cuidado con despreciar a uno de estos pequeños, porque les aseguro: sus ángeles, en los cielos, ven continuamente el rostro de mi Padre celestial. La voluntad de vuestro Padre celestial es que no se pierda ni uno solo de estos pequeños”.
Esta clara predilección de Dios por los pequeños es parte de nuestra cultura y tiene su correlato en nuestro ordenamiento jurídico. En el listado de derechos que la Constitución asegura a todas las personas, la primera mención explícita es para el niño que está por nacer: la ley debe proteger su vida. Ya el art. 75 del Código Civil ordenaba, y sigue ordenando al juez (a todo juez) tomar, a petición de cualquier persona o de oficio, todas las providencias que le parezcan convenientes para proteger la existencia del no nacido, siempre que crea que de algún modo peligra; y diferir hasta después del nacimiento todo castigo de la madre por el cual pudiera peligrar la vida o salud de la creatura en su seno.
Causar maliciosamente un aborto o incluso ocasionarlo con violencia sin propósito de causarlo, siendo notorio el embarazo, es un delito penal; lo mismo que abandonar a un niño menor de siete años en un lugar no solitario, o a uno menor de diez años en un lugar solitario. Espíritu y letra de nuestros Códigos Civil, Penal y Laboral y de nuestras leyes y tribunales de Familia coinciden en que la preocupación fundamental de los padres ha de ser el interés superior de sus hijos, en conformidad a la Convención de Derechos del Niño suscrita por el Estado de Chile. Y esta responsabilidad por la salud y desarrollo personal de los hijos se transfiere, por explícito mandato de la ley, en caso de ausencia, inhabilidad o muerte de ambos padres, a cualquiera otra persona a quien corresponda su cuidado personal.
El joven oficial de Ejército que a fines de 1973 recibió la orden de su superior para hacerse cargo de un bebé cuyos padres acababan de morir, y confiar su posterior cuidado a un convento de religiosas específicamente fundadas para esa delicada tarea, no hizo sino cumplir su elemental y urgente deber de obediencia, de justicia y de caridad evangélica. Demandar su pública crucifixión, 40 años después, hurgando en los retorcidos resquicios de la patología jurídica y mediática, es un miserable agravio a la razón y al derecho.