Por Salim Daccache*
Los expertos y cuantos se interesan por la situación política y social libanesa siguen paso a paso los acontecimientos políticos y militares en el país. Los efectos y las consecuencias del conflicto sirio actualmente se notan en varios niveles: flujo continuo de refugiados, situación económica y social difícil en algunos sectores, prohibición para los turistas árabes del Golfo de ir a Líbano, crisis política de todo el sistema de gobierno, seguridad incierta en algunas zonas del país, participación e injerencia de algunos partidos libaneses en el conflicto entre los cuales las fuerzas armadas de Hezbollá, rupturas entre musulmanes chiítas y sunitas, discrepancias en las filas cristianas, una Iglesia prisionera de un discurso teórico, recrudecimiento de la emigración… En resumen, las perspectivas de evolución son negativas.
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El sistema de Taif de 1991 -que, una vez constitucionalizado, redefinió los poderes quitando algunas prerrogativas al Presidente de la República a favor de los Presidentes del Consejo y del Parlamento, haciendo del Consejo de Ministros una dirección colegial de Estado-, se encuentra en estado avanzado de degradación. Actualmente el vacío es casi generalizado: el Consejo de Ministros ya no es operativo; el Parlamento, que ha llegado al término de su mandato y es incapaz de reformar la ley electoral, se ha autoasignado un mandato suplementario de un año y medio; contra esta iniciativa el Presidente de la República ha presentado un recurso al Tribunal constitucional y también el general Michel Aoun ha apelado a fin de que el Tribunal delibere sobre la decisión del Parlamento. Sin embargo, el Tribunal no logra reunir a sus miembros y alcanzar el quórum necesario para llevar a cabo la sesión.
De hecho, todo el régimen democrático libanés está en crisis con motivo de la fragmentación comunitaria tanto del lado musulmán como del lado cristiano; en efecto, cada grupo representa a su propia comunidad o a una parte de esta, o ha asumido su control. Hay quien sostiene que una de las consecuencias de la situación conflictiva en Siria y del alinearse a favor de una u otra parte del conflicto es la congelación prolongada en el funcionamiento de las instituciones libanesas, lo cual arroja a la democracia libanesa a un estado de agonía. Una agonía que pone en apuros a las fuerzas armadas y de seguridad, que sólo con mucha dificultad logran tener bajo control los excesos que se manifiestan de vez en cuando. En Trípoli fue necesaria una intervención decidida del ejército. Los combates con armas pesadas entre los sunitas, defensores de la revolución siria, por una parte, y los alauíes afiliados al régimen político sirio, por otra, han provocado decenas de muertos y heridos, no sin el apoyo abierto de las fuerzas políticas de la ciudad y la amenaza de los sunitas de eliminar a la minoría alauí. Hay quien sostiene que algunas fuerzas políticas y regionales del área quieren esta degeneración y el vacío político para que se pueda llegar a reconocer que los acuerdos de Taif actualmente son ineficaces e inadecuados, a fin de abrir el paso a un nuevo acuerdo y un nuevo pacto nacional. Esto favorecería a los más fuertes y les permitiría adueñarse de todo el poder político.
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En conexión con esta situación política en deterioro, asistimos sin ningún poder de intervención a un recrudecimiento de los antagonismos entre sunitas y chiítas y también entre los cristianos, cada vez más divididos entre las dos facciones musulmanas. Lo demuestra la voluntad del Patriarca maronita de hacer converger a los partidos cristianos en torno a una ley electoral que devolvería a los cristianos la autonomía de designar a sus diputados en el Parlamento. Actualmente, en efecto, para elegir a una treintena de los 64 diputados cristianos del Parlamento los votos de los musulmanes son determinantes, en virtud de la ley denominada 1960. Sin embargo, las alianzas del 8 de marzo (entre los chiítas y los cristianos guiados por el General Aoun) y del 14 de marzo (buena parte de los sunitas junto a los defensores de las Fuerzas libanesas) han mostrado los límites de la influencia que un Patriarca puede ejercer sobre los políticos de su comunidad, de la cual además reivindican ser los representantes.
En los hechos este antagonismo reproduce el antagonismo en curso en toda la región, que ha llevado a algunos sunitas a intervenir en Siria con los rebeldes y los chiítas de la fuerza armada de Hezbollá para ayudar a las fuerzas fieles a Bashar al-Asad. Uno se pregunta cómo es posible que la situación en el país de los cedros todavía no haya degenerado siguiendo los pasos de lo que está sucediendo en Siria. La respuesta de algunos expertos militares parece convincente: por un lado los libaneses han vivido la experiencia de una guerra fratricida que ha conllevado sólo destrucción y de una solución política de compromiso después de unos veinte años de conflicto armado.
Un nuevo conflicto llevaría sólo a un acuerdo semejante al de Taif. Otros sostienen que la fuerza de Hezbollá ha alcanzado dimensiones tales que neutralizaría a quien quisiera lanzarse en una confrontación armada desestabilizadora, considerando que las fuerzas armadas libanesas -que representan a todas las comunidades- no podrían intervenir en un conflicto de este tipo. En tercer lugar, todas las fuerzas políticas tratan de frenar cualquier traducción sobre el terreno de este antagonismo, porque tal opción sería gravemente perjudicial ante todo para la dimensión política como instrumento de gestión de la cosa pública. En efecto, en un caso así los políticos se verían desbancados por las fuerzas más radicales -sobre todo sunitas- que se declaran impacientes de entrar en escena.
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Otro aspecto que inquieta y pesa sobre la situación política y social es el problema de los refugiados sirios. Diversas organizaciones internacionales han prestado socorro y el mismo Líbano ha empleado recursos para acogerlos y darles un poco de consolación. Numerosas escuelas públicas se han destinado a la educación de los hijos de los refugiados según los programas sirios. Sin embargo, el asentamiento de los refugiados no se ha organizado de modo sistemático, con la apertura de campos como en Jordania y Turquía. Por eso, están por todas partes, ni son controlados ni serían controlables, lo cual causa problemas con la población y excesos de todo tipo.
Por tanto, los refugiados son presa de los partidos políticos, que los usan y manipulan. Actualmente Líbano acoge a más de 600.000 refugiados sirios, lo que equivale a cerca del 20% de su población, un número que se va a sumar a otros 500.000 sirios que trabajan en Líbano. A medio y largo plazo este hecho amenaza con desestabilizar el frágil equilibrio político y económico de la realidad libanesa.
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Algunos piensan que más allá de la intención de algunos partidos políticos libaneses de modificar los artículos de la Constitución libanesa de 1990, los acontecimientos actuales llevarán a la reconstitución geopolítica de los países de la región según nuevas fronteras basadas en la pureza étnica o religiosa y a poner en tela de juicio los Estados actuales, fundados a partir de los acuerdos Sykes Pikot de 1915-1916. Entre las graves novedades que introduce la crisis siria se encuentra la relatividad de las fronteras, que se han vuelto porosas y no reflejan en absoluto la línea de ruptura entre las comunidades. El régimen sirio utiliza este hecho de poner en standby las fronteras, y según algunos observadores sigue facilitando el abandono de los territorios sirios para aumentar los problemas de los países de llegada. Sin embargo, otros expertos consideran por el contrario que las revoluciones árabes han consagrado las fronteras, porque sus reivindicaciones eran más bien nacionales y se basaban en el concepto de ciudadanía, como en Egipto, Yemen, Túnez y Libia. Sin embargo, todo esto es relativo, puesto que las solidaridades comunitarias asumen un papel determinante para asustar al otro y reforzar la comunidad frente a amenazas y peligros.
El primer Ministro libanés dimisionario, Najib Mikati, con ocasión de un encuentro con un grupo de profesores universitarios que acudían para indagar sobre la realidad política y hacer presión a fin de que se saliese del vacío institucional, expresó claramente sus dudas respecto a la posibilidad de alcanzar una solución antes de que se decida el futuro de la Siria. En su opinión, son tres las cuestiones fundamentales cuya respuesta tiene influencia sobre la realidad libanesa. ¿Cuál será el futuro de Siria, ya que aunque ganase Bashar al-Asad el país no podría seguir como antes? En el caso de que se produzca un cambio, ¿qué régimen se instaurará en Siria? ¿Y con qué consecuencias para Líbano? Sea cual sea el resultado del conflicto sirio, la naturaleza del sistema económico liberal libanés y el acuerdo al que se llegó en Taif deberán por lo menos ser objeto de discusión.
La insostenible ineptitud del gobierno de los hermanos musulmanes
Por Martino Diez*
No, no son todos iguales. La protesta que llevó al alejamiento de Morsi demuestra que en el mundo árabe la era de la homogeneidad más o menos impuesta ha llegado definitivamente a su ocaso. Las escenas del 25 de enero de 2011 se repiten dos años después, y en mayor escala. Entonces, en efecto, se trató de derrocar un régimen fuerte desde el punto de vista de la seguridad, pero totalmente desacreditado ante la opinión pública. En estos días, en cambio, en la plaza y en las calles del Cairo y de otras ciudades, se han enfrentado corrientes que tienen ideas diametralmente opuestas (y a menudo muy confundidas) acerca del futuro de su país. Y si bien los manifestantes del Frente de Salvación Nacional ciertamente ganaron la prueba de fuerza iniciada el 30 de junio, gracias al apoyo decisivo del ejército, los Hermanos Musulmanes todavía cuentan con numerosos defensores.
En estas horas cruciales los escenarios posibles son dos. El más favorable prevé la realización por parte de todas las fuerzas políticas, Hermanos Musulmanes incluidos, de la hoja de ruta impuesta por el ejército a través del comunicado del general al-Sîsî. En otras palabras, se anula todo, comenzando por la controvertida Constitución, y se vuelve a comenzar desde el principio fijando las reglas del juego. Había que haberlo hecho en seguida, siguiendo el modelo de Túnez, pero una serie de factores (demagogia, falta de preparación, cálculos políticos) aplazaron el acuerdo hasta una fecha por definir. Y mientras tanto, mes tras mes, los dirigentes de los Hermanos Musulmanes se adueñaban metódicamente de todos los principales centros de poder según una lógica hegemónica y sin ninguna búsqueda seria de diálogo con las oposiciones. Oposiciones que no estaban representadas solamente por los jóvenes del movimiento de rebelión civil, sino también por figuras como el jeque de al-Azhar o el Papa de los coptos, difíciles de liquidar en clave de complot como "fuerzas extranjeras desestabilizadoras". Es significativo que la crisis egipcia hay producido una ruptura en la dirigencia internacional de los Hermanos Musulmanes. Según el periódico al-Masry al-Yom, por ejemplo, el líder tunecino de an-Nahda, Rashed al-Ghannoushi, habría recomendado aceptar las peticiones de la plaza y convocar elecciones presidenciales anticipadas. Sin embargo, una vez más, prevaleció la línea del enfrentamiento frontal.
En verdad, los Hermanos Musulmanes podían invocar una justificación para esta política: la prioridad, según muchos, era volver a poner en funcionamiento la máquina económica del país, al borde del colapso. La cuestión, sin embargo, es que han fracasado precisamente en este nivel y así han perdido la confianza de una parte consistente de su electorado, mientras que paradójicamente el exceso de poderes que se habían atribuido y la cancelación de las instancias de control los han privado de la posibilidad de ajustar la ruta, además de repercutir substancialmente en su legitimidad. Ciertamente, la rapidez del cambio ha sorprendido un poco a todos: el verano pasado el Presidente del Partito Socialista egipcio, muy crítico respecto a los Hermanos Musulmanes, en una entrevista a Oasis pronosticaba todavía 5 años de gobierno Morsi, aunque añadía: «Me espero meses muy difíciles [...]. En un futuro lejano todo esto cambiará, habrá una imponente revolución contra el Islam político. Los egipcios han cambiado psicológicamente, ya no temen a nadie. Yo personalmente estoy muy contento de que los Hermanos Musulmanes hayan tenido la posibilidad de llegar al poder. Veremos lo que saben hacer, cómo resolverán el problema de la pobreza, de la basura en las calles, el problema del desempleo de 8 millones de jóvenes...» . Se trata del fracaso del Islam político, por usar la expresión de Olivier Roy. Porque cuando una religión se ideologiza, que se mantenga o caiga depende de sus resultados políticos, y no de sus datos de fe. Pero junto con esta hipótesis, siempre es posible el escenario que todos temen, la guerra civil.
Las manifestaciones ya han causado algunas muertes y sabemos que los Hermanos Musulmanes históricamente han desarrollado una estructura militar, aunque se ignora cuán grande y eficaz es. Las oposiciones no disponen de un proyecto unitario, diversos militantes se mueven por un deseo de revancha, y la difícil situación económica no ayuda. Las motivaciones por las cuales la gente salió a la calle son múltiples y la fractura entre las élites (que hablan de "constitucionalismo" y "pluralismo") y el pueblo, a quien interesa más el pan y que funcionen mínimamente los servicios, es muy profunda. Por esto, los próximos días son realmente decisivos.
Sin embargo, ya podemos aprender tres lecciones. La primera se condensa en una observación que la estudiosa saudí Madawi al-Rasheed nos dejó al término de una conversación en noviembre de 2011: «Los egipcios se hacen ilusiones de que lo han cambiado todo en una semana. Se equivocan. La primavera árabe es como la revolución francesa. Harán falta décadas antes de que se estabilice». Los hechos de hoy le dan la razón y nos dicen que, para comprender el cambio que se está produciendo, es preciso saberse mover en todo el espectro que va del tweet en tiempo real del manifestante a las dinámicas de largo plazo de cambio demográfico, social y religioso. El trabajo es enorme y sólo se podrá llevar a cabo de modo transdisciplinario. La alternativa es el desacierto continuo.
La segunda lección es que los sujetos políticos protagonistas de la transición árabe, viejos y nuevos, pueden dilapidar rápidamente sus consensos. Independientemente de cómo termine, no hay duda de que los Hermanos Musulmanes han perdido por el camino el apoyo de muchos de sus partidarios. Esta advertencia, que vale también para las fuerzas políticas egipcias o para el ejército (que ya carga con la gestión desastrosa de la primera transición) no podrá menos que tener importantes consecuencias para otros países de la región. Demuestra, en efecto, que los gobiernos árabes producto de las revoluciones también son juzgados en base a los resultados que obtienen y no según las banderas ideológicas y de identidad que puedan ondear.
Precisamente esta conciencia está ausente en el modo como Estados Unidos y Europa plantearon la cuestión de la estabilización post-revolucionaria. Recuerdo un congreso esta primavera, en el cual la tesis principal que casi todos los oradores defendían era que a estas alturas el Islam político se había instalado establemente en la otra orilla del Mediterráneo y era preciso acostumbrarse a tenerlo en cuenta. Por ejemplo, con Morsi las cuentas habían sido bastante claras: mediación entre las facciones palestinas en Gaza en cambio de dar vía libre al decreto presidencial que le confería poderes faraónicos. Ahora parece que el escenario cambie de nuevo. Y así volvemos al punto de partida: los árabes no son todos iguales y no están predestinados a la dictadura. Una realpolitik planteada según estos dos presupuestos, según el único metro de las relaciones de fuerza, está fatalmente destinada a hacerse desbancar por los acontecimientos. Porque descansa en un error antropológico antes que político.
*Director científico de la Fundación Internacional Oasis, Fuente informativa Newsletter Oasis