Panorama

Educación y Universidad

Por: | Publicado: Viernes 14 de junio de 2013 a las 05:00 hrs.
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Por Juan de Dios Vial Larraín



La educación es el rito de una cultura en al que un cuerpo social se instala históricamente. Ella va a decidir el paso de las generaciones y a renovar la identidad y la vigencia de una forma de vida en la que una nación se reconoce. Eminentemente es una faena espiritual. De ninguna manera una narración ideológica, o una estrategia política o una estructura mecánica a la que uno haya de ceñirse. La educación es vida histórica, juego de la libertad en el destino del hombre.

Un primer momento del proceso educativo corre a cargo del mundo en torno, del hogar, del paisaje nativo, de la vida misma. Las primeras experiencias, las inclinaciones naturales, los sentimientos elementales, ahí brotan, y se siembran. Esta dimensión inolvidable de la infancia estará siempre latente en la edificación del ser personal. La infancia es un nuevo código genético.

A partir de ese momento inicial de la vida y en el curso de dos décadas, se suceden tres etapas rígidas del sistema educativo. A la primera vagamente se la ha llamado pre-escolar, definiéndola, pues, en función de la etapa siguiente, no de sí misma. De la segunda se ha dicho que es secundaria, una palabra entre numérica y peyorativa. Prefiero la de mi tiempo: Humanidades. Ambas deberían conducir a la Universidad, a estudios ahora llamados superiores.

Una vía que de lo previo pasa a lo secundario para saltar a lo superior, resulta poco atrayente. Casi el itinerario pedagógico al que uno pareciera estar condenado. No algo que se disfruta. En la educación ha de hacerse camino al andar, como decía el poeta Machado. Y esto reclama una íntima energía espiritual que imprima en el alma la figura duradera de una vida personal.

Una expresión, esta vez excelente, que en los últimos tiempos se ha escuchado, parece entrar a pensar en esa dirección: se habla de calidad de la educación. Pero ¿cuál es su significado, cuáles sus recursos, su estilo? ¿Se ha reflexionado, acaso, sobre esto? Porque no se trata de improvisar palabras, que pueden tornarse lemas vacíos. Ni de caer en la falacia, a la que nos acostumbrara el marxismo, de confiar demasiado en infraestructuras, porque de ellas todo se generaría. Argumento endeble, entre evolucionista y voluntarista. Un proyecto nacional de educación debe tener una idea inspiradora de fondo. Sin ella se tantea, se dan pasos de ciego.

En la historia de nuestra cultura la educación ha sido asunto de gran envergadura y trascendencia. Basta rememorar el famoso diálogo que Platón escribió en el siglo IV antes de Cristo, y que lleva como título La República, texto clásico del pensamiento filosófico y de la cultura universal que trata de la educación, últimamente arraigada en el saber del alma. Las ideas griegas van a culminar, en la Edad Media cristiana, con la fundación de la Universidad, de la que Santo Tomás de Aquino es un emblema. En ella surge el conflicto entre la Facultad de Artes, que es prácticamente la institución educativa nacional, que imparte el trivio y el cuadrivio, es decir, las disciplinas del lenguaje y de las matemáticas y las Facultades profesionales que incluyen la Medicina, el Derecho y la Teología.

El Renacimiento intentó restaurar filológicamente las formas clásicas de la cultura griega y latina. Y en el mundo moderno la Universidad de Humboldt y la de Napoleón plantean tesis distintas. El primero, dentro de la deriva del idealismo alemán del que Kant y Hegel son figuras emblemáticas, concibe la Universidad como el centro de una cultura del espíritu, del cual la técnica está excluida. Para ser alojada en otra institución que se definirá como técnica. La escisión, sin embargo, no resiste el tiempo y tanto en Alemania como en los Estados Unidos las instituciones técnicas vuelven al redil, convertidas en Universidades de primera magnitud. Hay en eso una fuerza gravitacional muy significativa. A su vez Napoleón, fastidiado con los ideólogos de la Sorbonne, clausura la Universidad de París e intenta sustituirla con Les Grandes Ecoles de sentido puramente profesional que, una vez más, recuperan en su respectivo ámbito, el tradicional estilo.

Hoy Platón, la Universidad medieval o renacentista, la de Humboldt o Napoleón, no bastan. Han surgido situaciones nuevas a los menos en tres ámbitos: el de la demografía, el de la tecnología y el de la epistemología. El crecimiento demográfico, el notable desarrollo tecnológico y la indefinida expansión de las formas del saber científico, conmueven, desperfilan y confunden la gran empresa de la educación nacional, prácticamente por todo el mundo. Demos una mirada a estas nuevas circunstancias.

Ortega y Gasset bautizó a la primera la “rebelión de las masas”. Desde Malthus, la explosión demográfica, llevaría a la sociedad humana, caminando por sus propios pies, en dirección al precipicio. Una de las pocas voces optimistas que recuerdo fue la de Teilhard de Chardin, un verdadero místico de la dinámica social, un creyente en la dignidad del hombre. Pues bien este fenómeno social invasivo busca, muy legítimamente, justificarse a través de la educación e integrarse así a las jerarquías de la sociedad.

Con la técnica ocurre algo similar. A las técnicas industriales del siglo XIX siguen las de la sociedad del conocimiento, que son principalmente técnicas de la comunicación. Ellas parecen venir como anillo al dedo para la educación. Pero lo que han logrado fabricar, hasta ahora, es, más bien, una fantástica selva artificial, un mundo virtual al que son los niños quienes mejor se ajustan; lo que resulta muy sugestivo. Estas técnicas pueden demasiado en algunos campos superfluos, y demasiado poco en otros esenciales. En ellas todo pareciera quedar a la vista de todos; los saberes que forjan, presumen de exhaustivos, pero con mucha frecuencia están huecos y solo fabrican espuma; invaden la intimidad ajena, pero nos hunden en la ignorancia de nosotros mismos.

Miremos, por último, aunque sea por el ojo de la llave, el mundo de las ciencias. En la época moderna, las ciencias son el sistema nervioso de la educación. Sus conceptos articulan lo que sería la totalidad del saber; pero, montados a veces, sobre hipótesis que tardan siglos reconocer que son falsas. Su complejidad es hoy enorme y confusa. Esos faros de la educación parpadean.

La física reconoce hoy una materia oscura de infinitas dimensiones, unos hoyos negros capaces de aniquilarlo todo, inclusive la luz, una disparada expansión del universo, una partícula que recién daría la clave de la masa de otras partículas, es decir, de la materia en el universo. El cerebro humano, órgano capital de nuestra vida, profusamente explorado en los campos de la biología y la medicina desde los materialistas de fines del siglo XIX, hasta un Cajal y un Eccles en el siglo XX, mantiene su incógnita principal: ¿qué es el pensamiento, la inteligencia y el alma humana, un producto del cerebro o un espíritu? El teorema de Gödel, en la lógica matemática, ha mostrado el carácter indecidible de los sistemas deductivos, de cuyo cuerpo no resulta posible eliminar la contradicción. Einstein llegó a llamar a las leyes de la Naturaleza los pensamientos de Dios.

En el mundo humano y social, la situación es más grave. Si en el campo de las ciencias naturales y matemáticas se está ante preguntas bien planteadas, en lo que toca a la estructura de la sociedad humana, nos hallamos más bien ante respuestas fatigadas, que se leen en libros del siglo XVIII, La riqueza de las naciones de Adam Smith, que orienta la economía y del siglo XIX, El Capital de Marx, que impregnó las política del siglo pasado. Oscilamos, pues, entre la mano invisible y el partido comunista. Finalmente en el campo religioso, en buena medida la ausencia de Dios de una parte de la humanidad, la abandona a vivir de leyes abstractas, como quería Kant o del desarreglo de los sentidos, que predicaba Rimbaud.

Pero si la Universidad Adolfo Ibáñez me ha hecho el honor de invitarme a este encuentro sobre la educación y la universidad, no podría, en las actuales circunstancias en nuestro país, quedarme en consideraciones pertenecientes a la historia del problema, pese a que tampoco sería correcto ignorar los hilos que entretejen históricamente el problema, creyéndose el buen salvaje de Rousseau. Otra manera de eludir la cuestión es hundirla en las aguas estancadas de la guerrilla política, en la incapacidad de decir algo que no sea sumarse al coro disonante que hoy se escucha.

Temo que el peso de la noche, del que hablan nuestros historiadores, se haya descargado por una centuria sobre la educación nacional. Hoy, lo que se advierte, es un vago utopismo, o un conservantismo pragmático. Pedir a la vez la condonación de una deuda y la sustitución del modelo económico mundial, resulta ridículo. Tampoco limitarse a reordenar unas piezas y barajar el naipe, está a la altura del problema. Acreditaciones, superintendencias, valorización diferenciada de las notas, des-municipalización –y otras- pueden ser fórmulas válidas y útiles dentro de una negociación de buena fe. Pero muestran más bien una pura voluntad correccional, en el escenario de una política entre odiosa y gastada, para responder a un pliego de peticiones incoherente y, aún, mal intencionado.

A la hora de justificar en profundidad ese género de medidas, de darles un sello ético, todos coinciden en traer para su lado una palabra que Aristóteles proponía para humanizar la justicia: equidad. Noble palabra, pero que no habla de educación. Si se eliminara toda injusticia en un estado equitativo, el problema de la educación pudiera ni siquiera haberse planteado. La equidad misma puede ser convertida en remedio para todos los males y, en su uso indiscriminado, no pasar de ser una cataplasma ideológica.

Chile puede enorgullecerse de haber tenido Universidad ya en el siglo XVII, aunque el Reino de Chile, pudo gloriarnos de la Salamanca o de Alcalá. En todo caso podemos mirar con republicana satisfacción, a la Universidad de Chile que fue la de Bello. Esa Universidad fue el foco de una cultura nacional y de una sociedad abierta al saber. Por mucho tiempo ni siquiera ejerció docencia, pero sí investigó científicamente y cumplió una elevada función social.

Permítaseme ir más allá y sin ser ni pedagogo, ni sociólogo, ni político, aventurar algunas opiniones de aficionado, de buen salvaje quizá, encarando las etapas que antes distinguí en nuestro sistema educacional. Rescato primero la función educativa del hogar en el momento inicial de la vida, que no me parece previo, sino fundamental. Este es, ciertamente, un problema social decisivo en el mundo actual y no hay que eludirlo. Puede ser el principio de transformación de nuestra sociedad. Tarea de gran magnitud, claro, no menor que la de la trasformación de nuestra economía que pudo hacerse con inteligencia, esfuerzo y dolor. Para hacer del hogar un ámbito educativo hay que empezar por crearlo. Un padre ausente y una madre que soporta el peso de los hijos, que trabaja para eso y convive con otro, es un hogar quebrado; ya sabemos qué sale de ahí.

Hay que recuperar la célula social, y para eso, rescatar el tiempo de los padres para el cumplimiento de su primordial función educativa, gracias a la cual los primeros educados van a ser ellos mismos. Esto no lo pueden hacer ellos: hay que dárselos, es la primera tarea de una educación nacional. Los padres no deben ir a las instituciones educativas a dejar a sus hijos, sino éstas venir al hogar con sus recursos técnicos y personales. No sólo profesores y visitadoras sociales, muchas otras personas de muy diversos medios pueden enrolarse en esta misión. La sociedad no sana si no es capaz de curarse en sí misma, pero para esto cada cual tiene que saber qué hacer, no en un régimen militarizado, sino en un ejercicio libre y bien planeado de la responsabilidad social. La televisión y la radio, una batería de textos de estudio apropiados, el film, el teatro, la música, la danza, los videos, el twiter etc. etc son medios a la mano de una gran empresa nacional educativa de nuestro pueblo. No solemnicemos demasiado las cosas, desprendámonos de reliquias, pero seamos fieles a los bienes del espíritu, a los grandes ideales. La misión ha de ser ser sencilla, concreta, alegre, gratificante, noble. Debemos empezar por dar a los niños y jóvenes de la patria un suelo sólido para la dignidad humana.

El cortocircuito de la educación se da hoy entre la Escuela y la Universidad: la primera intenta capacitar para la segunda y la segunda termina repitiendo a la primera. No es necesario dar miniaturas de divulgación de todas las ciencias. Esto es de un positivismo podrido. Hay que dar a fondo las disciplinas formativas básicas de la inteligencia, del saber y la cultura, de un modo personal. Para esto bastan tres disciplinas y cuatro años de estudio muy intenso y variado. Simultáneamente, una formación práctica para capacitar en las técnicas básicas de la vida contemporánea, a título formativo, humanístico, no utilitario.

Si la etapa inicial de la educación ha de tener como centro el Hogar, la Escuela ha de tenerla en la Ciudad. No ser un edificio cerrado, parecido al de los regimientos y las cárceles, sino un espacio abierto de cultura, en donde los jóvenes cumplan tareas específicas, y participen de una vida comunitaria de índole espiritual, quiero decir estética, política, moral, religiosa.

Creo que la etapa final, la Universidad, bien pudiera bifurcarse. Establecer, de un lado, Facultades profesionales con rango universitario, y autonomía propia, que, además, alojen carreras cortas de estudios técnicos en el área de la disciplina. Entonces la Universidad, en su sentido esencial, pudiera simplemente ser el foco una cultura intelectual superior mediante la investigación pura y la docencia más alta en todos los campos del saber.

Eso es todo, a mí entender. Gracias a la Universidad Adolfo Ibáñez por permitirme este breve sueño a la orilla del océano.

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