“¿Recuerda el tiempo de su última confesión?”, solemos preguntar los sacerdotes al penitente que ha ingresado al confesionario. Situada en un lugar visible del templo en que se oficia la Eucaristía, esa pequeña caseta testimonia el carácter sagrado del sacramento del perdón y de la conciencia moral de quien viene a pedirlo. La rejilla con que el Derecho Canónico manda guarnecer el confesionario y que el penitente usará o no libremente quiere proteger estos bienes sagrados de toda interferencia exterior y asegurar, al penitente, el absoluto sigilo de cuanto revele en su confesión. Favorece, además, su derecho al anonimato y resguarda su legítimo pudor espiritual. Es, finalmente, signo y seguro de la prudente distancia que conviene mantener cuando dos personas comparten lo más íntimo del ser humano.
Quien ingresó al confesionario lo hizo atraído por la certeza de que allí le espera un hombre que se ha preparado casi una década para escucharle, alentarle y orientarle en el ascendente camino de la santidad. Ese hombre no le exigirá inscribirse, dar su nombre o su Rut. Está simplemente allí, a su disposición, con absoluta gratuidad. No le fijará de antemano un tiempo para atenderlo, porque sabe que su primera responsabilidad es con la persona que está atendiendo ahora. Después de saludarle con la señal de la cruz e invocar el nombre de María Inmaculada, le preguntará por el tiempo de su última confesión. La respuesta contiene la información que necesita para empezar a comprenderle y ayudarle. Después callará, en absorto y orante silencio. A partir de allí, hay uno solo que importa, uno que necesita ser escuchado y aliviado, diagnosticado y sanado en un nivel de empatía y solvente autoridad que difícilmente encontrará en otro lugar.
¿Cómo es que ese penitente llega a decidirse por confiar su conciencia a otro hombre? Precisamente por eso: ese otro es hombre como él, sabedor de la fragilidad humana, pecador como todo hijo de Eva y Adán. Cuando ese hombre lo escucha, parece que se está escuchando a sí mismo y sabe muy bien de qué le están hablando. Pero además el penitente sabe, por fe, que ese Otro a quien le está confesando su pecado no es un hombre, es Dios. ¿A quién, sino a Dios, compete la jurisdicción sobre actos que por definición constituyen ofensa a Dios? Esta certeza está en la base de la inviolabilidad del sigilo sacramental: el confesor no es dueño del secreto, lo que escuchó se lo dijeron a Dios, no a él. Pero él es el testigo, él puede dar fe de que Dios escuchó y perdonó, y así comunicar al penitente la regocijante certeza sicológica y jurídica de estar en paz con Dios, consigo mismo y con sus hermanos.
La confesión no es una carga opresora. Es fiesta celebrativa de la Paz.