Abrazar es estrechar a otro entre los brazos en señal de cariño. Significa también comprender, contener, incluir, admitir, escoger, seguir. Quienes se abrazan se tocan de cerca e intercambian sus corazones. El abrazo transmite afectuosa y efectiva solidaridad : “tú y yo estamos cercanos, sentimos lo mismo, somos uno”. Nuestros abrazos de Año Nuevo agregan un componente específico: comulgamos en la misma, alegre esperanza. Abrazamos a quien llora su duelo y a quien felicitamos por su premio. Cuando estamos enemistados, la fusión en un apretado abrazo es signo elocuente de reconciliación. Como todo acto de amor, el abrazo hace bien al que lo recibe y aún más bien al que lo ofrece.
Jesucristo se enojaba cuando los discípulos intentaban mantener a los niños lejos de
Él: los abrazaba y los bendecía. Se autorretrató en la parábola del padre que aguarda impaciente el regreso del hijo pródigo y en lugar de sermonearlo le abraza y le besa con efusión. Admiró, conmovido y agradecido, el gesto de la pecadora pública que irrumpe en el comedor de Simón el fariseo y se pone de rodillas para abrazar y besar los pies del Maestro misericordioso. Y se dolió del abrazo y del beso que Judas utilizó como señal para entregarlo. El abrazo sólo puede significar y potenciar amor.
San Francisco de Asís encontró definitivamente su vocación cuando, habiendo abandonado sus riquezas, abrazó a un estigmatizado leproso. La luz de la fe le reveló que en ese enfermo y marginado social había abrazado la carne de Cristo. San Camilo de Lelis se postraba ante cada enfermo y abrazaba sus pies implorándole su bendición: en el enfermo está Cristo sanador y resucitador.
El Papa Francisco ha abrazado, en el Hospital San Francisco de Asís de Brasil, a enfermos inmersos en la dependencia del alcohol y las drogas. Y ha insistido: “abrazar, abrazar!”. Al leproso, al “intocable” que apesta por su aliento y su desaliento, por su mirada extraviada, su hablar incoherente y su andar zigzagueante, al que pasa abruptamente del llanto impotente a la violencia amenazante, el amor manda abrazarlo. En el abismo de su indigencia, tras sus gestos de rechazo; en su silencio obstinado y tras sus risas sarcásticas se transparenta, y el amor adivina, una desesperada necesidad de ser abrazado.
Abrazar, abrazarlo. Y tenderle la mano. Y ser boca de Cristo que impera: “¡levántate! Yo te lo mando, levántate!”. Si Cristo lo manda, tiene que ser posible. Sólo falta una cosa: que el enfermo quiera sanar. En el álgebra de Cristo triunfa la fórmula: “debo+quiero=puedo”. Nadie puede sustituirse a la voluntad de quien está en el pantano: él debe ser el protagonista de su ascensión y redención. Para él, y para quienes lloran su esclavitud y marginación, sólo vale la admonición del Papa Francisco: “no se dejen robar la esperanza”.