Rusia ha regresado, ¿pero para ir adónde? Nunca, desde la caída de la Unión Soviética, ha estado tan activa en el escenario interno e internacional como en los últimos meses. Sus iniciativas en Siria, en Irán, en Ucrania, si bien hasta ahora no han dado los resultados esperados (o temidos) en Occidente, le han restituido la calificación de potencia global. Y al final del año hubo el regalo de cumpleaños de la amnistía al oligarca Jodorkovski y a las tres Pussy Riot, las desenvueltas chicas que en febrero de 2012 pusieron en escena, en la Catedral de Cristo Salvador de Moscú, una protesta considerada blasfema, por no hablar de los jovencitos de Greenpeace -uno de ellos italiano- que procuraron asaltar una plataforma petrolífera en el Océano Ártico.
Los escepticismos de los occidentales
En todo caso, estas actitudes no han tenido entre los políticos, los diarios y la opinión pública occidental la acogida positiva que probablemente esperaba el Presidente ruso Vladimir Putin. El acuerdo sobre Siria, que evitó una intervención militar llena de incógnitas, fue recibido sin mucho entusiasmo; la puesta en marcha de un diálogo con Irán ha provocado escepticismo; la amnistía se ha visualizado como una operación cosmética en vista de las Olimpíadas de invierno, que se realizaron en Sochi a fines de febrero, y no se considera suficiente para absolver a Putin de las acusaciones que se le han hecho en el plano de los derechos humanos; pero es sobre todo la actitud con Ucrania lo que ha provocado las mayores reacciones, casi todas negativas. Putin ha sido representado como un nuevo Zar, totalmente dispuesto a extender en mayor medida las fronteras de su ya considerable imperio. Es preciso detenerse en el caso de Ucrania para comprender los motivos de estas actitudes, que hunden sus raíces en la geografía, en la historia, en la identidad nacional de varios pueblos, en su cultura y en la religión. Esto no puede reducirse a una cuestión de libertad, como lo han hecho, con su habitual arrogancia, los ex “nuevos filósofos” franceses, siempre listos para agitar en el aire la vieja bandera del iluminismo. No se puede acusar a Putin de provocación cuando ofrece a Ucrania ayuda financiera por 15 mil millones de dólares y ulteriores descuentos en el precio del gas, y exaltar al mismo tiempo a la Unión Europea, cuyo apoyo es puramente verbal, mientras en realidad no tiene ni los medios ni la voluntad de ayudar a Ucrania a evitar un inminente colapso económico.
Los nombres de dos países que han solicitado la intervención de la Unión Europea, a saber Polonia y Lituania, ya deberían haber inducido a los dirigentes y comentaristas occidentales a una mayor prudencia, porque se trata de los dos principales enemigos históricos de Rusia, de la cual los separa la raza, la lengua y la religión. En tres oportunidades, a partir de la Edad Media, Polonia, europea y católica, ha estado en guerra con Rusia, eslava y ortodoxa, si bien sus conquistas (como las de Lituania o de los “caballeros teutónicos”) hayan sido de breve duración, y cuatro veces el país ha experimentado la vergüenza de la repartición. Durante la Segunda Guerra Mundial fue ocupada por Alemania y luego por la Unión Soviética hasta que se le restituyó la independencia con la caída del muro de Berlín y la destrucción de la URSS.
Interpretar debidamente la crisis de Ucrania
Es comprensible el resentimiento de Polonia con Rusia; es menos comprensible su simpatía por Alemania, que siendo nazista le provocó sufrimientos indecibles y la convirtió en sede para sus proyectos de exterminio de la raza judía. Se dirá que Alemania reparó el daño causado en su pasado, que el Canciller Brandt se arrodilló en el ghetto de Varsovia para pedir perdón, que en el proceso de Nuremberg muchos jerarcas nazistas fueron condenados a muerte, mientras, como lo han mostrado muchos comentaristas, nada de esto ha ocurrido en Rusia. Sí, pero podría rebatirse esto diciendo que fue Alemania quien desencadenó y perdió la guerra, mientras Rusia la sufrió y luego fue vencedora, aun cuando haya contado con la ayuda determinante de los aliados occidentales. La verdad es más compleja de lo que ciertas personas quisieran dar a entender.
Eso es evidente en el caso de Ucrania. Para quienquiera -ya sea ruso o extranjero- haya conocido la Unión Soviética, una oposición entre las dos naciones resulta inconcebible, casi contra natura, porque la Rus, la entidad étnica que luego dio el nombre a Rusia, nació en Kiev y no en Moscú, y en Kiev, en el año 988, el príncipe Vladimir I celebró en las aguas del Dniéper el bautismo que marcó el nacimiento de la Iglesia ortodoxa rusa, independiente de Constantinopla. Vladimir fue proclamado santo (tal como ocurrió, nueve siglos después, con el Zar Nicolás II, asesinado cruelmente por los bolcheviques), y la ortodoxia se convirtió para todos los efectos en religión del Estado. Posteriormente, la capital de Rusia se trasladó a Moscú, proclamada “Tercera Roma”, cuyo reino, según el monje Filoteo, “nunca tendría fin”.
La Iglesia ortodoxa llegó a ser lo que mantenía unido al inmenso país, lo que producía acercamiento entre campesinos e intelectuales, lo que permitía soportar guerras y carestías. No por azar incluso Stalin recurrió a ella cuando necesitó apoyo popular para resistir el ataque alemán. Con todo, es preciso advertir también que, por los mismos motivos, Stalin fue y continuó siendo después de la guerra un feroz perseguidor de la religión, dio muerte a miles de sacerdotes y destruyó centenares de iglesias. Únicamente con posterioridad a la caída del comunismo, y especialmente con el ascenso al poder de Putin, la Iglesia recuperó –y reforzó- su rol. ¿Y ahora las Pussy Riot y los “nuevos filósofos” franceses quisieran que renunciase al mismo en nombre de una ambigua y desarticulada modernidad? Hasta el Presidente estadounidense Obama, aun cuando no ha atacado directamente a la Iglesia rusa, ha condenado un aspecto de su doctrina, contraria a las uniones homosexuales, y amenazó con no ir a Sochi y enviar en cambio a dos famosos atletas conocidos por ser gay. Esta reacción no es digna de la figura y de las funciones del máximo hombre político de Occidente.
Es preciso hacer otra consideración a propósito de Ucrania. La independencia tan orgullosamente reivindicada por los manifestantes de Kiev, alentados por Polonia y por las autoridades europeas, fue concedida espontáneamente en 1991 por el entonces Presidente ruso Boris Yeltsin, quien suscribió con sus homólogos de Bielorrusia y Ucrania el acta que disolvía la Unión Soviética. Es verdad que al mismo tiempo él propuso la creación de una “Comunidad de Estados independientes”, que debía incluir la mayor parte de las ex repúblicas soviéticas; pero muchas, empezando por Ucrania y los países bálticos, rechazaron esto. Así, se oficializó también la cesión de Crimea hecha en 1954 por Kruschev, él mismo ucraniano, con la convicción, fundada en ese momento, de que eso no tendría consecuencias prácticas. Al cambiar las circunstancias, resultó ser un perjuicio considerable para Rusia, sobre todo porque en Crimea se encuentra la base naval de Sebastopol, desde donde Rusia tiene acceso al Mediterráneo a través del Mar Negro.
La visión de un mundo tripolar
Putin debió darse cuenta de que todos sus esfuerzos por modernizar Rusia, por pacificar la sociedad y volver más eficiente la economía no le conquistaron la simpatía de la opinión pública occidental y que en el futuro seguirá teniendo dificultades en sus relaciones con los países europeos y en primer lugar con los Estados Unidos. Hubo un momento, después del ataque a las “torres gemelas”, en el cual pensó convertir a Estados Unidos en el partner privilegiado, ofreciéndole colaboración en la lucha contra el terrorismo islámico: de hecho, llegó a proporcionarle bases militares en Uzbekistán y en Kirguistán para que pudiese combatir de mejor manera contra los talibanes afganos; pero posteriormente tuvo lugar la guerra en Irak y Putin modificó su posición. El prepotente ingreso de China en la arena internacional, y de la India en menor medida, lo llevó a imaginar un mundo tripolar, en el cual los participantes –Estados Unidos, China y Rusia- procederían conjuntamente y al mismo tiempo se controlarían recíprocamente sin que ninguno lograse prevalecer sobre los otros.
Los dilemas de Putin y el esnobismo de otros
La gran dificultad para Putin es que el sistema no ha funcionado y Rusia ha corrido el riesgo de encontrarse en una posición minoritaria. Aun cuando tiene todos los requisitos de una gran potencia, la Rusia postsoviética no ha sido capaz de imponerse, creando en su interior una red de Estados aliados o amigos. La hostilidad de los países del ex Pacto de Varsovia persistió también después de la caída del comunismo, cuando esos países se apresuraron a ingresar en la Unión Europea e incluso en la OTAN, alianza militar dominada por los Estados Unidos que prevé la intervención automática a favor de los países miembros bajo amenaza. Y los Estados Unidos de América, que en las guerras balcánicas no vacilaron en combatir contra Serbia, ligada estrechamente con Rusia, siguen agitando la amenaza de un “escudo espacial” europeo, formalmente destinado a Irán, pero comprensiblemente interpretado en Moscú como instrumento antirruso. ¿Se puede no dar la razón a Putin cuando, en los días más intensos de la crisis de Ucrania, señaló la posibilidad de reforzar los sistemas de misiles rusos, situándolos en Kaliningrado, un enclave ubicado precisamente entre Polonia y Lituania? Rusia siempre ha padecido de un complejo de inferioridad en relación con Europa, que los esfuerzos de Pedro el Grande no lograron eliminar. Este complejo está acompañado por un síndrome de cercamiento, sentimiento que a nosotros, los occidentales, puede parecernos extraño y hasta ridículo dada la vastedad de su territorio a pesar de haberse reducido después de la caída de la URSS. Precisamente esta vastedad constituye la mejor garantía para su seguridad, como lo demostraron los fracasos de las incursiones de Napoleón y de Hitler. Sin embargo, Rusia, desprovista de defensas naturales, ha sido víctima de innumerables invasiones, desde las mongolas al este hasta las suecas y teutónicas en el Báltico; desde las polacas en Europa hasta las turcas en el Mar Negro. ¿Y qué decir de China, amenazando con su peso demográfico en las fronteras semidesérticas de Siberia oriental, que hoy ha llegado a ser aún más amenazante a causa de su poderío económico y militar? Vladimir Putin debe moverse con prudencia y sagacidad para escapar de la trampa que podría atenazarlo. Las reformas destinadas a dar un carácter más democrático a Rusia tendrían buena acogida en la opinión pública occidental, pero podrían estimular internamente fuerzas de oposición actualmente mantenidas bajo control. Por el contrario, seguir reprimiendo los derechos humanos reforzaría la hostilidad de los Estados Unidos y de los países europeos.
Una última observación. Así como Rusia necesita al Occidente para su progreso civil y para la venta de sus enormes recursos naturales, el Occidente necesita a Rusia, no sólo para el abastecimiento de petróleo y gas, sino también porque es un país con una historia dolorosa, pero fascinante, rico en bellezas naturales, arte y cultura, y donde el sentimiento religioso, en vez de debilitarse como ocurre entre nosotros, crece y se refuerza. Si Europa lograse liberarse de sus prejuicios, podría aprovechar la amistad con Rusia para otorgarse un objetivo, una dirección, un destino. ¿Pero existe Europa? ¿O seguirá siempre siendo una entidad abstracta, una amalgama de pueblos, dominada por las ambiciones de cada país, Francia ayer, hoy Alemania, mañana -quizás- Polonia?
Las recientes vicisitudes internacionales han mostrado una carencia de liderazgo que no permite esperar un buen futuro. Todos conocemos la mediocridad de quienes gobiernan más acá y más allá del Atlántico, más acá y más allá de la Mancha, más acá y más allá del Rin, más acá y más allá de los Alpes. Sin embargo, ellos no se abstienen por eso de expresar juicios, de lanzar anatemas, de pronunciar condenas. Uno de los blancos preferidos es Putin: después de todo, es ruso, y por lo tanto naturalmente salvaje; creció bajo el comunismo y necesariamente absorbió su mentalidad, militó en el KGB y por consiguiente adoptó los métodos; es antigay y además santurrón, es decir, lo más “políticamente incorrecto” que hoy pueda imaginarse.