Con la apertura de la puerta de bronce en la Basílica de San Pedro inauguró el Papa Francisco el Año Jubilar de la Misericordia. Según antiquísima tradición de diversas culturas, los Jubileos eran tiempos de clemencia y liberación: un año en que las deudas se extinguían, esclavos y presos recuperaban la libertad, peregrinos y exiliados volvían a su patria, y hasta la tierra era dejada en reposo. De esa compartida tradición se benefició Barrabás, gracias a un “plebiscito” en que una manipulada turba exigió a gritos la libertad del terrorista y la crucifixión del Santo.
Los Años Jubilares de la Iglesia obedecen a un imperativo pedagógico: focalizar la atención y la acción en torno a una persona (Año Paulino), una virtud (Año de la Fe), una institución (Año de la Familia), un estado (Año de la Vida Consagrada), una fecha (Año de la Redención) que además de su intrínseco y permanente valor son respuesta a un signo y necesidad de ese tiempo. Quien conozca la Sagrada Escritura identificará la misericordia como el atributo más característico de Dios. Salmos y ensalzan, por cierto, la sabiduría, la omnipotencia y la justicia divina, pero rivalizan en exaltar ese amor que a su ternura entrañable por el sufriente e indigente une la sanación reparativa y creativa de lo dañado y la fidelidad que permanece inconmovible en el tiempo. Eso es la misericordia: la victoriosa ternura de un corazón fiel. Amor que empatiza y solidariza afectivamente, y amor que efectivamente vence cuanto amenaza o aplaza la aspiración del hombre a la felicidad. En el listado de las obras de misericordia, tanto corporales como espirituales, se da una sabia y sublime alianza de la acogida y ternura de un corazón de mujer, con el varonil carisma de traducir los sentimientos en acción e institución permanente.
La misma Sagrada Escritura exige explícitamente al hombre hacerse rico en misericordia, la misma de Dios: “Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso” (Lucas 6,36). Creado a imagen y semejanza de Dios, redimido por Cristo para volver a ser hijo en el Hijo, todo hombre está llamado a revestirse de los atributos de Dios. Y el que no esté dispuesto a practicar la misericordia y perdón con amigos y enemigos, no tendrá derecho a implorar para sí la misericordia de Dios (Mateo 18,35). Tampoco le valdrá invocar los ritos que haya celebrado o lo mucho y bien que haya hablado sobre Dios: en el crepúsculo de la vida, para aprobar el examen de aptitud celestial, sólo cuenta exhibir las obras de misericordia (Mateo 25, 31-46).
La misericordia se siente extranjera e incómoda en la cultura actual. Ella y Dios están siendo desplazados por el poder, poseer, parecer y placer. Ominoso desengaño, dolorosa resaca: al cielo feliz se entra sólo por la puerta de la misericordia.