Bill Gates acaba de elaborar un ranking de los animales más letales para la especie humana. ¿El león? Sólo es responsable de matar cien hombres en un año. ¿El tiburón? Apenas 10 víctimas humanas. Las serpientes sí son preocupantes: acaban con la vida de 50 mil personas por año. Nuestros mejores amigos, los perros, infectados de rabia, envían 25 mil humanos por año al cementerio. En definitiva, los más letales son los mosquitos: portadores de la malaria, matan 600 mil hombres cada doce meses. Según Gates, el segundo lugar del ranking lo ocupamos nosotros, los humanos: eliminamos anualmente –a través de asesinatos y guerras- a 475 mil de nuestros semejantes. Es decir, los mosquitos serían más peligrosos para el hombre que el mismo hombre.
Por ignorancia o por ideología, Gates deja fuera de su contabilidad las víctimas del aborto. El Instituto Gutmacher las cifra en alrededor de 60 millones por año. No hay guerra, ni terrorismo, ni delincuencia, ni epidemia, ni hambre, ni cataclismo que se acerque a esa cantidad. Con el agravante de que en todos estos casos el agresor es reconocido, temido y combatido como tal, y la víctima tiene alguna oportunidad de prevenir y defenderse. En el aborto, la agresión proviene de personas, gremios e instituciones que conocidamente tienen, como misión primordial, la de cuidar la vida humana confiada a su tutela: los padres, los médicos, el Estado. Y el agredido, además de inocente, es por completo indefenso. Como si fuera poco, mientras en todas las referidas formas de agresión a la vida humana hay consenso para repudiarlas y repelerlas como tales, el abortante actúa sobre seguro: una perversa conjura se encarga de autorizar, financiar y resguardar la impune seguridad del victimario, bajo el manto sagrado de la ley.
Nuestro Gobierno se ha comprometido solemnemente para que, “lo más pronto posible” (Ministro de Justicia) Chile forme parte de ese “selecto” grupo de naciones que han pervertido su nombre para degenerar en tumbas y museos de la vida naciente. Y recurre, como siempre, a la antiquísima alianza entre la violencia y la mentira. Un acto que deliberadamente pretende eliminar una vida humana inocente e indefensa no puede ampararse bajo el nombre de “terapéutico”, “eugenésico” o “ético”, ni blanquearse con el eufemismo de “interrupción del embarazo”, ni reclamar ser reconocido como “derecho sexual y reproductivo”, ni revestirse pomposa y dolosamente de la aureola de “autonomía de la voluntad”. ¿Y que el embrión no es humano, que su puñado de células es propiedad de la madre, que el Estado es laico y neutro, que esto es política de salud pública?: una total y grotesca mentira.
Lo único cierto es que, si nosotros callamos, nuestro silencio convertirá el útero materno en el lugar menos inclusivo y más letal para la vida de los chilenos.