¿Son las convulsiones políticas de 2016 -el Brexit y la elección de Donald Trump en Estados Unidos- un triunfo de la democracia o una amenaza para ella? Las democracias deben responder a las quejas legítimas. Por supuesto, su capacidad para hacerlo pacíficamente está entre sus fortalezas. Pero la explotación de esas quejas por parte de los demagogos amenaza a la democracia. Esto ha pasado en otros lugares. Sería necio asumir que las democracias occidentales son inmunes.
En 2016, el miedo y la rabia se volvieron emociones políticas dominantes en Reino Unido y EEUU, dos de las democracias más importantes, estables y duraderas. El miedo era a la movilidad hacia abajo y los cambios culturales; la ira era contra los inmigrantes y las élites indiferentes. Se unieron en un nacionalismo resurgente y xenofobia. Algunos defensores del Brexit y algunos republicanos creen en el ideal de mercados absolutamente libres, pero esa idea no trajo el Brexit al Reino Unido o a Trump a Washington. Las emociones fueron mucho más viscerales y menos atractivas.
Para los demócratas, la explosión de emociones tan primitivas es perturbadora porque son muy difíciles de contener. La democracia es, en el fondo, una forma civilizada de guerra civil. Es una lucha por el poder que se contiene con entendimientos e instituciones.
Los entendimientos son que los ganadores nunca se lo llevan todo. La oposición es legítima, la opinión es libre y el poder reprimido. Los valores de la ciudadanía son el activo más importante de una democracia. Deben entender en sus huesos que no es legítimo hacer que el poder temporal se vuelva permanente manipulando elecciones, suprimiendo opiniones contrarias u hostigando a la oposición. No existe “el pueblo”; es una entidad imaginaria. Existen simplemente ciudadanos cuyas elecciones no sólo pueden cambiar, sino que probablemente lo harán. Aunque se debe encontrar una forma de sumar esas visiones, siempre será defectuosa. Al final, la democracia, o una república democrática, entrega una manera para que las personas con visiones y hasta culturas diferentes vivan unas al lado de otras en una razonable armonía.
Pero las instituciones importan también, porque fijan las reglas del juego. Las instituciones también pueden fallar. El colegio electoral en EEUU ha fallado doblemente. Su selección de Trump no concuerda con los votos entregados en la elección ni refleja un juicio sobre los méritos de los candidatos, como deseaba Alexander Hamilton. Este padre de la patria argumentaba que el colegio sería un protector frente al “deseo de los poderes extranjeros de ganar un ascenso impropio en nuestros consejos” y garantizaría que “la oficina del presidente nunca caerá en manos de un hombre que no esté dotado a un nivel eminente con las calificaciones requeridas”. Las acusaciones de intervención rusa y la evidente falta de experiencia, juicio y carácter de Trump muestran que el colegio no ha probado ser baluarte que esperaba Hamilton. Hacerlo está en manos de otras instituciones -especialmente el congreso, la justicia y los medios- y los ciudadanos en general.
Mientras más poderosas sean las pasiones y más incontenidas las ambiciones, más probable es que el sistema democrático colapse hacia el despotismo. Los demagogos son el talón de Aquiles de la democracia. Incluso hay un libreto estándar de la demagogia. No importa si son de izquierda o de derecha, se presentan a sí mismos como representantes de la gente común contra las élites y los extranjeros indignos, hacen una conexión visceral con los seguidores como líderes carismáticos, manipulan esa conexión para su propio beneficio, con frecuencia mintiendo flagrantemente amenazan las reglas establecidas de conducta y critican a las instituciones como enemigas de la voluntad popular que representan. Trump es casi un demagogo clásico. Nigel Farage, ex líder del Partido Independentista del Reino Unido, no ha avanzado hasta ahora porque ha sido más difícil conquistar a las instituciones británicas basadas en partidos que la presidencia de Estados Unidos.
Pero hay similitudes entre los elementos demagógicos de la campaña del Brexit y el ascenso de Trump. Para ambos, los oponentes son enemigos y no ciudadanos iguales que piensan distinto. Ambos dicen representar al pueblo contra extranjeros y traidores.
La campaña del demagogo lleva naturalmente al despotismo, la tiranía de la mayoría que es una máscara de la tiranía de uno solo. A medida que las instituciones se ponen bajo un control dictatorial, la oposición es llevada a la rebelión o la conformidad. Los déspotas usan la primera como una excusa para la represión y la segunda para exigir obediencia absoluta. Una serie de ejemplos de la ruta del demagogo al poder existe, tanto en el pasado como en el presente. Benito Mussolini y Adolf Hitler son casos estudiados de demagogos convertidos en déspotas. No es tan difícil pensar en ejemplos recientes, desde Hugo Chávez hasta Viktor Orban y Vladimir Putin.
¿Será este el camino en el que están algunas de las democracias occidentales más importantes, especialmente EEUU, el baluarte de la democracia en el siglo XX? La respuesta es sí. Podría pasar incluso ahí. Las instituciones nucleares de la democracia no se protegen a sí mismas. Son protegidas por las personas que entienden y abrazan los valores que ellas representan. Los políticos deben responder al miedo y la rabia que trajo a Trump al poder, pero no se deben rendir a ellas. No deben ser una excusa para destruir la república.
La presidencia, especialmente si está respaldada por el congreso y la corte suprema, como podría pasar, es lo suficientemente poderosa para hacer mucho daño doméstico. Virtualmente solo, el presidente también podría empezar guerras devastadoras. Un demagogo de derecha a cargo del depositario más influyente de valores democráticos es un hecho devastador. La pregunta que aún debe ser respondida es si el mundo que conocemos sobrevivirá a él.