“Hay mundos de dinero desperdiciado en esta época del año, por adquirir cosas que nadie quiere y que nadie apreciará después de que las tienen”. Fue un comentario de Harriet Beecher Stowe en 1850, recordándonos que las preocupaciones acerca del consumismo navideño no son nuevas.
Algo que tampoco es nuevo es el famoso trabajo de investigación de Joel Waldfogel, “The Deadweight Loss of Christmas” (traducido como “la pérdida de peso muerto de la Navidad”), publicado hace 23 años en la respetada revista American Economic Review. Waldfogel, hoy profesor de economía en la Universidad de Minnesota, amplió sus ideas en 2009 en un libro breve e ingenioso titulado “Scroogenomics”. Él demostró que los regalos normalmente destruyen el valor, en el sentido de que quien hace un regalo paga más de lo que estaría dispuesto a gastar por él quien lo recibe. La pérdida de peso muerto —o pérdida irrecuperable de eficiencia— total de la Navidad tan sólo en EEUU fue de US$12 mil millones.
Por desgracia, lo que suena como sabiduría en el caso de Stowe tiende a ser motivo de burla cuando se publica en una revista académica. Pero el problema que Waldfogel cuantifica es bastante real. Si le das a alguien un suéter que no le queda bien, un libro que ya ha leído o una caja de chocolates cuando está a dieta, es un desperdicio de valiosos recursos. Ya se han quemado combustibles fósiles, ya se han trabajado tediosas horas, ya se han derribado árboles, y todo para producir productos que no eran deseados. Los mismos recursos pudieran haberse dedicado, en cambio, a bienes que las personas realmente valoran.
Aun así, uno no puede simplemente dejar de lado los regalos navideños; la gente tiene sus expectativas. Tampoco se puede simplemente repartir dinero en efectivo, al menos no a los adultos. Entonces, ¿qué se puede hacer? ¿Cómo resuelven Waldfogel y los científicos sociales la tensión entre el hecho de que los regalos navideños representan un vergonzoso derroche y el hecho de que son socialmente obligatorios?
No es fácil. Andrew Haldane, el economista principal del Banco de Inglaterra (BOE, por sus siglas en inglés), comenta: “Comienzo con la mejor de las intenciones; algunos regalos pequeños, baratos pero profundamente significativos que conmoverán el alma de quien los reciba. Luego, en el último minuto, termino comprando montones de cosas que no tienen sentido, a menudo caras y, en gran medida, indeseadas”. Es bueno saber que el BOE está al tanto de cómo actúa el resto de nosotros.
Dan Ariely, psicólogo de la Universidad de Duke, pudiera animar a Haldane para que se autoperdonara. El Ariely rechaza la premisa básica del Sr. Waldfogel. Los economistas, dice, simplemente no entienden. Se dejan seducir por su propia formación para ser egoístas y estrechamente centrados en la eficiencia. Dar regalos, agrega el Sr. Ariely, es “económicamente ineficiente pero socialmente eficiente”.
Bueno, tal vez. Ciertamente, dar un regalo feo, que se deteste, no es una tragedia porque la intención es lo que cuenta. Pero también es cierto que hubiera sido mejor si hubiera elegido uno más bonito.
Una estrategia, defendida independientemente por Kimberley Scharf de la Universidad de Warwick y por Francesca Gino de la Escuela de Negocios de Harvard, es comprar sólo lo que se ha pedido explícitamente.
Esta idea está respaldada por algo de ciencia. Gino ha publicado material de investigación (con Frank Flynn de Stanford) de la opinión de la gente acerca de las listas de deseos.
“Quienes reciben regalos prefieren recibir los artículos que han pedido, y piensan que quienes cumplen con este ideal son más considerados”, comenta Gino. “Sin embargo, cuando somos nosotros quienes estamos dando el regalo, no nos damos cuenta de que la gente tiende a preferir recibir lo que nos dijeron que querían”.
Básicamente, cuando somos nosotros quienes damos el regalo, despreciamos la lista de deseos y nos volvemos creativos, imaginando que somos más inteligentes de lo que realmente somos; cuando somos quienes lo recibimos, simplemente estaríamos encantados de recibir exactamente lo que pedimos.
Gino busca una lista de deseos cuando le es posible, y puede recordar numerosas ocasiones en las que estaba a punto de comprar un regalo costoso y totalmente inadecuado, sólo para ser salvada por una conversación honesta con el objetivo de su generosidad.
Pero ¿qué pasa con el pobre Waldfogel? Cuando el subtítulo de su libro es “Por qué no debes comprar regalos para las fiestas”, él se pone en la posición de tener toda una vida de ostracismo sin regalos. Pero, según asegura, él todavía recibe regalos, a menudo “café, chocolate o coñac... cosas que mis amigos y familiares saben que yo uso”.
Añade: “Honestamente, ¿qué tan mala puede resultar cualquiera de estas cosas?”