Para alguien que una vez afirmó “saber más que los generales” acerca del Estado Islámico (EI), Donald Trump parece codiciar la opinión de los hombres en uniforme.
Con la nominación de John Kelly para dirigir el Departamento de Seguridad Nacional (DHS, su sigla en inglés), el futuro mandatario eligió un tercer general jubilado para su equipo de seguridad nacional, después de la selección de James Mattis –apodado “Perro Rabioso” por su agresiva elocuencia– como secretario de Defensa y de Michael Flynn –un controversial funcionario de inteligencia– como asesor de seguridad nacional.
Para encabezar la Agencia Central de Inteligencia (CIA, su sigla en inglés), Trump ha nominado a Mike Pompeo, un graduado de West Point y capitán retirado del ejército. Y está considerando al general jubilado David Petraeus como secretario de Estado y al almirante Michael Rogers, jefe de la Agencia de Seguridad Nacional (NSA, su sigla en inglés), como director de inteligencia nacional, la posición que supervisa toda la comunidad de inteligencia del país.
La dependencia de figuras militares ha generado advertencias sobre la estrategia de seguridad nacional durante la administración de Trump, tanto en relación a que los militares pudieran volverse más politizados como a que la política pudiera volverse demasiado militarizada.
Los congresistas republicanos ya están sentando las bases para preparar una exención con el fin de permitir que Mattis sirva, a pesar de una establecida regla que especifica que los oficiales deben haber estado retirados de las fuerzas armadas durante siete años antes de ser nombrados jefes del Pentágono.
Pero algunos demócratas quieren bloquear cualquier esfuerzo para eludir una ley que fue implantada para garantizar el control civil de los militares.
Pocos críticos irían tan lejos como Kenneth Roth, el director ejecutivo de Human Rights Watch, quien advirtió en Twitter que el gabinete de Trump estaba “empezando a parecerse a una junta militar”. Pero muchos creen que los nombramientos pudieran erosionar el amortiguador político necesario que separa los mundos civil y militar.
“Uno de los peligros es que militariza el enfoque de diferentes asuntos de política”, declaró Philip Carter, un oficial retirado del ejército en el Center for a New American Security en Washington.
La presencia de tantos generales pudiera no representar una sorpresa, dado el estatus de las fuerzas armadas como la institución más respetada del país. Los votantes estadounidenses han mostrado que se resienten de la década y media de guerras en las que EEUU ha estado involucrado, pero idolatran a los veteranos que han luchado por su libertad.
Trump, quien es un ex estudiante de la Academia Militar de Nueva York, durante la campaña electoral se bandeaba entre la veneración de generales pasados –entre ellos George Patton y Douglas MacArthur– y mordaces ataques a la actual generación de comandantes que él afirmaba habían sido “reducidos a escombros”.
Riesgos de las figuras militares
El primer riesgo de tener tantas figuras militares de alto rango en su gabinete es el impacto sobre los militares activos. Con aspiraciones de alto nivel dentro de una futura administración una vez que se jubilen, algunos comandantes pudieran verse tentados a adaptar sus consejos a favor de los políticos para ganarse su respaldo.
Martin Dempsey, ex presidente de la Junta de Jefes de Estado Mayor, durante el verano advirtió sobre la creciente presencia de los militares retirados en las campañas políticas.
Kori Schake, un académico de Stanford que este año coescribió un libro con el Mattis sobre las relaciones entre civiles y militares, comentó: “Me preocupa...que los militares busquen empleos políticos a medida que se aproxime su retiro”.
El segundo riesgo potencial es que en una administración dominada por generales bajo Trump, puede que los militares se consideren la solución para muchos problemas y que otros enfoques sean minimizados.
Con un presupuesto que empequeñece a otras partes del Ejecutivo, la tendencia a buscar respuestas provenientes del Pentágono durante una crisis pudiera ser más pronunciada. El simbolismo de contar con un ex general a cargo del DHS –responsable de la seguridad fronteriza y de una serie de otros asuntos de seguridad nacional– ha dejado inquietos a algunos.
Sin embargo, algunos de los generales de Trump no encajan fácilmente en un estereotipo belicista. Kelly es el funcionario de más alto rango que ha perdido a un hijo en la guerra después de que Robert, también miembro de la Marina, muriera en Afganistán.
Mattis, quien a menudo ha pedido un aumento en el presupuesto del Departamento de Estado, este año advirtió que los estadounidenses habían olvidado la enorme cantidad de muertos que acarreaba la guerra. Sugirió que “debe haber un poco más de humildad y de modestia por parte de aquellos que pueden tener autoridad estatutaria, legal y constitucional sobre las fuerzas armadas”.
Y mientras que algunos demócratas han expresado su preocupación acerca de un control civil de las fuerzas armadas, otros han acogido con satisfacción el nombramiento de Mattis al Pentágono porque creen que actuará como una influencia restrictiva sobre Trump, en lugar de incitarlo a la acción.
El problema final es que los oficiales no siempre son buenos políticos o funcionarios de la Casa Blanca. El consejero de seguridad nacional más respetado, Brent Scowcroft, era un general de la Fuerza Aérea; pero Alexander Haig, un ex general del Ejército, tuvo que dimitir como secretario de Estado de Ronald Reagan después de poco más de un año en el cargo, al causar una crisis cívico-militar posterior a un intento de asesinato contra el mandatario.
Michael Mullen, ex presidente de la Junta de Jefes de Estado Mayor, recientemente indicó que estaba preocupado por la “militarización del gobierno”. Dijo que muchos jefes militares no entendían lo suficiente en materia de política para navegar por ese mundo. “No saben en qué se están metiendo”, agregó.