¿Rescatar o dejar caer a las empresas? Cinco lecciones de otras crisis
- T+
- T-
Motor fundido (GM y Chrysler 2008)
Con los compradores quedándose en casa por la cuarentena, las automotrices de EEUU paralizaron a mediados de marzo sus fábricas para frenar los contagios y en una carta al gobierno de Donald Trump pidieron un rescate advirtiendo que el derrumbe en las ventas “afectaría a todo el país”. Este nuevo llamado de auxilio llega apenas doce años después del último rescate al sector, y el dilema resulta familiar.
Durante la crisis subprime de 2008, las ventas de los fabricantes de autos se desplomaron y dos de las llamadas “Tres Grandes” automotrices de Norteamérica, General Motors y Chrysler, se vieron obligadas a recurrir a créditos de urgencia, pero para abril de 2009 estaban al borde de una liquidación forzosa y tuvieron que pedir una intervención estatal. También entonces hubo críticas. El principal argumento era que en una economía de libre mercado, las empresas que no son eficientes deben desaparecer.
Por otra parte, si las empresas pudieron beneficiarse de sus aciertos, debían también responder por sus errores, y las automotrices estadounidenses llevaban años de malos manejos. Mientras la mayoría de sus rivales extranjeras contaba con una oferta diversificada de modelos, en Norteamérica insistían en impulsar las grandes camionetas de alto consumo porque generaban mayores márgenes. Y habían acordado con sus sindicatos una serie de costosos beneficios laborales que resultaban insostenibles, al igual que las condiciones negociadas con sus franquiciados.
Para los partidarios del rescate, en cambio, el costo de no intervenir hubiera sido demasiado alto, con 3 millones de empleos perdidos y una caída en los ingresos personales de US$ 151 mil millones al primer año, si las Tres Grandes colapsaban. La administración de Barack Obama también consideró que las condiciones eran excepcionales, porque el mercado financiero, al cual las empresas normalmente habrían recurrido, se encontraba completamente congelado.
Los gobiernos de EEUU y Canadá finalmente aprobaron un paquete de rescate conjunto de US$ 85 mil millones que permitió a GM y Chrysler iniciar una reestructuración, renegociando las condiciones con sus trabajadores y distribuidoras. GM además vendió o liquidó cuatro de sus ocho marcas en EEUU, conservando solo Chevrolet, Cadillac, GMC y Buick. Chrysler, en tanto, cerró 25% de sus concesionarios. Tras acogerse a protección de acreedores, en 2009, el aporte fiscal se convirtió en una participación estatal de 60% en las compañías lo que dio al gobierno un papel en la supervisión de sus operaciones.
Tras la reestructuración, GM volvió a la rentabilidad en 2010, y recompró sus acciones. Chrysler, por su parte, quedó en manos de la italiana Fiat, con la cual finalmente se fusionó en 2014. Ford, en tanto, también recibió ayuda estatal, pero nunca se acogió a protección de acreedores.
La mayoría de los expertos ahora concuerda en que el rescate fue exitoso y el costo de no haberlo realizado hubiera sido demasiado alto. Hasta el año pasado, GM figuraba como la decimotercera mayor compañía de EEUU por ingresos.
En el segundo trimestre de 2019 registró ganancias por US$ 2.400 millones, superando los pronósticos de los expertos, y en su reporte proyectó que el segundo semestre sería incluso mejor. Chrysler, en tanto, vio un desempeño récord en su unidad de Norteamérica en el tercer trimestre y la nueva compañía fusionada acordó en diciembre unirse a la francesa PSA, dueña de Peugeot, Citroen y Opel, para crear la cuarta automotriz del mundo. Gracias a la ayuda del gobierno, las “Tres Grandes” recobraron su antigua gloria y el Tesoro recuperó también la mayor parte del dinero de los contribuyentes, salvo por US$ 9 mil millones.
Pero poco después de una década, las automotrices están de vuelta pidiendo ayuda y es legítimo preguntarse cuántas veces se puede rescatar a una industria. Incluso antes del coronavirus el sector afrontaba desafíos, con el surgimiento de los autos eléctricos y vehículos autónomos, y la creciente competencia china, en medio de restricciones al comercio global. Por otra parte, muchos de los viejos vicios están de vuelta. GM tuvo pérdidas en el cuarto trimestre tras una huelga de 5 semanas, la más larga en medio siglo.
El paro, que tuvo un costo de US$ 3.600 millones, solo terminó cuando la firma cedió a las presiones de los sindicatos. Además, las grandes camionetas otra vez dominan en sus fábricas, y aunque sus mayores márgenes ayudaron a compensar la caída de la demanda en China el año pasado, hoy nuevamente la dejan vulnerable.
El fracaso británico (RBS, 2009-10)
La debacle subprime de EEUU se extendió pronto a Europa, donde una crisis de deuda soberana hizo colapsar a la banca en 2009. A diferencia de EEUU, donde la autoridad entró en la propiedad de las compañías, liquidó activos, y recuperó lo invertido con ganancias en cerca de dos años, en Europa hubo pérdidas enormes.
España, por ejemplo, inyectó 65 mil millones de euros para salvar 15 entidades financieras, principalmente cajas de ahorro, la mayoría de las cuales fue vendida por una fracción de su valor. A fines de 2018 el Banco de España estimaba que solo había recuperado 5.150 millones de euros (8% del total).
Caja de Ahorros del Mediterráneo, que recibió 5.250 millones de euros, por ejemplo, fue vendida un precio simbólico de 1 euro al Banco Sabadell y en 2010 el gobierno facilitó que Bankia tomara el control de siete cajas, solo para tener que salir en ayuda de la entidad fusionada, dos años después, con 22.400 millones de euros, el mayor rescate en la historia española. Aun hoy, el Estado conserva más de 60% de la propiedad.
Se cree que no recuperará más de 9.500 millones de euros. En los Países Bajos, en tanto, ING terminó a fines de 2014 de pagar los 10 mil millones de euros que recibió del gobierno, pero los 40 mil millones que obtuvo ABN Amro mantienen todavía al Estado en su propiedad (62%). E incluso en Alemania, el gobierno estima que podría perder 3.700 millones de euros de los 18.200 millones que inyectó a Commerzbank y ahora fusionarlo con Deutsche Bank.
Pocos ejemplos han sido más cuestionados que el rescate de la banca en Reino Unido, y particularmente el de Royal Bank of Scotland (RBS). A diferencia de EEUU, donde el gobierno presionó a los bancos sanos a aceptar inyecciones de capital, y el costo de los rescate se financió con subsidios cruzados entre bancos cuando las entidades más sólidas rebotaron, en Inglaterra, firmas como HSBC y Barclays se beneficiaron de subsidios baratos pero se resistieron a contribuir, y el gobierno no tuvo el mismo poder para imponerse, en gran parte porque las compañías eran menos dependientes de sus operaciones locales.
La autoridad británica inyectó 45.500 millones de libras a RBS, que en algún momento fue el mayor banco del mundo, a cambio del 80% de la propiedad. Pero más de una década después, y tras la venta de varios activos, el Estado todavía conserva 62% de las acciones, y según el último cálculo de la Oficina de Responsabilidad Fiscal, los contribuyentes ingleses habrán perdido 32.100 millones de libras para cuando RBS vuelva a manos privadas, en 2025.
Too big to fail (AIG 2008)
En 2008 una aseguradora resultó especialmente afectada, pero era tan grande que amenazó con arrastrar a todo el sector financiero y al final se convirtió en el mayor rescate de la historia de EEUU. De hecho, el caso de AIG dio origen a la idea de “too big to fail”.
Su división de productos financieros había asegurado miles de millones de dólares en activos contra unos instrumentos conocidos como CDO, que fueron precisamente los que desataron la crisis subprime, y cuando su calificación de crédito fue rebajada debió aumentar fuertemente las garantías para sus contrapartes, lo que provocó una crisis de liquidez.
El gobierno de EEUU, que el fin de semana anterior había dejado caer a Lehman Brothers, no dejó ese día caer a AIG, y minutos antes de que se declarara la quiebra intervino con un primer rescate de US$ 85 mil millones a cambio de garantías por una participación de 79,9%, pero muchos denunciaron que el rescate en realidad no era para AIG, sino para sus grandes socios, como Goldman Sachs, Morgan Stanley y Bank of America, que hubieran caído con la aseguradora.
El presidente de la Fed, Ben Bernank, comentó que de toda la crisis, el rescate a AIG fue lo que más le había disgustado. En marzo de ese año AIG reportó pérdidas por US$ 61.700 millones en el cuarto trimestre, las mayores de la historia corporativa y como resultado el índice Dow Jones se desplomó casi 300 puntos. Días después estalló una ola de indignación cuando la firma anunció bonos de US$ 165 millones para sus principales ejecutivos.
Al final el gobierno terminó inyectándole US$ 182 mil millones, pero removió al CEO, nombró en su reemplazo a Robert Benmosche, un exdirector ejecutivo de MetLife, y dio inicio a un proceso de rápida liquidación de activos.
La aseguradora volvió a la rentabilidad en 2012. Para marzo de 2013 había terminado de pagar la última parte de su deuda, y según cálculos del Departamento del Tesoro, al final el fisco obtuvo una ganancia de US$ 22.700 millones. En 2017, AIG fue eliminada de la lista oficial de empresas “demasiado grandes para caer”.
Pese a todos los recortes, AIG sigue siendo hoy una compañía relevante, y probablemente más sostenible que antes de la crisis. Opera en más de 80 países y en 2018 ocupó el puesto 60 en el ranking de Fortune 500. De este modo se convirtió en uno de los mayores ejemplos de una reestructuración exitosa, por la que se acredita especialmente a su CEO, pero también en uno de los mejores argumentos para quienes creen que los rescates a empresas están justificados
Aviones en tierra (American, United y Delta 2001)
Aviones en tierra (American, United y Delta 2001) Las aerolíneas, cuyos vuelos en todo el mundo se encuentran hoy prácticamente paralizados por la pandemia, están alertando sobre quiebras masivas y la administración Trump ya aprobó un rescate de US$ 58 mil millones para el sector. Pero esta no es la primera vez que los operadores aéreos apelan a la solidaridad fiscal. En 2001, después de los atentados a EEUU, la industria se sumió en la crisis, porque la gente tenía miedo a volar.
Apenas 17 días después del ataque, el gobierno de George Bush inyectó US$ 15 mil millones al sector. Las compañías tuvieron que recortar fuertemente su capacidad, eliminar vuelos y racionalizar flotas. Fue un proceso lento y doloroso. El CEO de American debió renunciar cuando se supo que planeaba grandes bonos ejecutivos mientras negociaba ajustes con los sindicatos.
En agosto de 2002 US Airways fue la primera en acogerse a protección por quiebra. En diciembre se sumó United, incapaz de cumplir vencimientos de deuda por US$ 1.000 millones. En septiembre de 2004, US Airways declaró su segunda bancarrota, y un año después fue absorbida por America West, que adoptó su nombre. El 16 de septiembre de 2005 quebraron Delta y Northwest, golpeadas por el alza del petróleo y muchas aerolíneas más pequeñas fueron absorbidas. Otras simplemente desaparecieron.
En julio de 2005, American comenzó a ver la luz: obtuvo sus primeras ganancias trimestrales en más de cuatro años. En retrospectiva, muchos han criticado el rescate, denunciando que la ayuda se concentró en los mayores operadores y que el desembolso fue muy superior al golpe directo de la suspensión de vuelos.
Además, en 2001, las aerolíneas ya tenían problemas y arrastraban pérdidas por US$ 3.000 millones, debido a la caída en los viajes de negocios. Después del rescate, las compañías han seguido afrontando desafíos, con el surgimiento de los operadores de descuento y los cambios de hábitos de los consumidores.
American, que se había mantenido lejos de los tribunales de quiebra, finalmente se acogió a protección de acreedores en 2011, pero en 2013 salió fortalecida tras fusionarse con US Airways. Esta consolidación llevó a lo que ahora se conoce como las “Cuatro Grandes” aerolíneas de EEUU (American, United, Delta, y Southwest), que controlan 80% del mercado.
El rescate maestro (Chrysler, 1980)
El rescate a Chrysler de 2008 no había sido el primero. En 1970, la compañía arrastraba una serie de problemas. Producía más autos de los que vendía, casi no invertía en investigación y desarrollo, y carecía de modelos económicos, lo que fue fatal cuando en 1973 estalló la crisis del petróleo, que generó una psicosis entre los consumidores estadounidenses, que abandonaron en masa sus vehículos de alto consumo. Para cuando la empresa reaccionó la quiebra ya era inminente.
En 1978 asumió la presidencia Lee Iacocca, un ingeniero convertido en una estrella de marketing que había ayudado a disparar las ventas de Ford, pero que había sido sorpresivamente despedido por roces con Henry Ford II, pese a que la compañía registraba dos años consecutivos de ganancias récord. Sin perder tiempo, Iacocca recurrió al gobierno federal en busca de ayuda. Considerado como uno de los mejores CEO de la historia de EEUU, el carismático ejecutivo se presentó ante una comisión del Congreso para testificar.
“Mi excusa para venir acá es que me estoy quedando sin dinero, y si me quedo sin dinero voy a tener que cerrar”, lanzó ante el panel de legisladores. Con Jimmy Carter buscando la reelección a la presidencia, y la perspectiva de que los 40 mil trabajadores de Chrysler quedaran cesantes, la apuesta funcionó y el gobierno aprobó un plan de rescate de US$ 1.500 millones, el mayor de la historia hasta esa fecha.
A cambio de los recursos, Washington exigió que la compañía buscara otros US$ 2 mil millones fuera del gobierno, renegociando con la banca, vendiendo activos y acordando rebajas de salarios con los trabajadores. Iacocca cumplió su promesa, aumentó la eficiencia, redujo la fuerza laboral a poco más de la mitad, y enfocó la producción en vehículos más económicos, con una nueva línea de minivans Caravan.
Para 1983, incluso antes de lo acordado, la automotriz ya había devuelto todo el dinero recibido y al año siguiente anotó una ganancia récord de US$ 2.400 millones, convirtiendo a Chrysler en una de las historias más exitosas de salvataje, y estableciendo para siempre un poderoso argumento en favor de la conveniencia de rescatar a las compañías en problemas.