La actualidad del anuncio

Sólo una tradición viva, capaz de sostener y consolidar el patrimonio construido a lo largo de los siglos, puede garantizar un futuro que sea genuino. Ésta no sería la primera vez que la Iglesia asume esta tarea.

Por: | Publicado: Viernes 23 de noviembre de 2012 a las 05:00 hrs.
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Por Rino Fisichella (*)



En Chatswood, Australia, se ha celebrado en agosto la primera conferencia nacional –“Proclaim 2012”- sobre la nueva evangelización. Publicamos pasajes de la intervención que pronunció el arzobispo presidente del Consejo pontificio para la promoción de la nueva evangelización.


En el primer párrafo de su motu proprio, “Ubicumque et Samper”, con el que se puso oficialmente en marcha el Consejo pontificio para la promoción de la nueva evangelización, el Papa Benedicto XVI atrae la atención de todos hacia la persona de Jesucristo. “La Iglesia tiene el deber de anunciar siempre y en todas partes el Evangelio de Jesucristo. Él, el primer y supremo evangelizador, en el día de su ascensión al Padre, ordenó a los Apóstoles: “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado” (Mt 28, 19-20)”. Este primer párrafo subraya tanto la necesidad de poner a Jesucristo en el centro de la nueva evangelización como la importancia de reconocer la fe recibida de los Apóstoles y la que se debe predicar, es precisamente la persona de Jesucristo. El autor sagrado de la Carta a los Hebreos usa una expresión concisa y definitiva para no dejar espacio a dudas de que Jesucristo es la revelación plena, inmutable y definitiva de Dios: “Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre” (Hb 13, 8).

Para no ser presa de la fascinación de las numerosas “doctrinas humanas” que pretenden ser mejores que las doctrinas de la fe, es necesario que seamos conscientes de la realidad en que nos encontramos, al final de una época que, en el bien y en el mal, ha marcado nuestra historia casi durante seis siglos, y que tomemos en serio la época nueva que se perfila en el horizonte. Nosotros no conocemos aún con certeza lo que conllevará este nuevo tiempo. Lo que considero importante, en un período de transición como éste, es que la Iglesia reconozca su responsabilidad de asumir la tarea de transmitir un patrimonio vivo de cultura y de valores que no podemos permitirnos que caiga en el olvido. Sólo una tradición viva, capaz de sostener y consolidar el patrimonio construido a lo largo de los siglos, puede garantizar un futuro que sea genuino. Esta no sería la primera vez que la Iglesia asume esta tarea.

Sin embargo es necesario examinar, desde una perspectiva única, la crisis actual en que se encuentra la sociedad respecto a su relación con la cuestión de Dios. La nueva evangelización no puede pensar que esta cuestión no le atañe. A diferencia del pasado, hoy no nos encontramos ante grandes sistemas de ateísmo, si es que fueron grandes; por consiguiente, la cuestión de Dios debe afrontarse de modo diverso. Hoy no se niega a Dios, sino que se lo desconoce. Bajo ciertos aspectos, se podría decir que, paradójicamente, ha aumentado el interés por Dios y por la religión. Las personas buscan distintas modalidades de religión, que cada uno elige tomando las que le agradan, es decir, las que le proporcionan la experiencia religiosa que resulta más satisfactoria de acuerdo con sus intereses o necesidades del momento. A eso hay que añadir que, especialmente para las generaciones más jóvenes, el horizonte de la comprensión se caracteriza por una mentalidad fuertemente influenciada por la investigación científica y por la tecnología. Por lo tanto, la nueva evangelización requiere la capacidad de saber cómo dar una explicación de nuestra fe, indicando a Jesucristo, el Hijo de Dios, como único salvador de la humanidad. En la medida en que seamos capaces de esto, podremos ofrecer a nuestros contemporáneos la respuesta que esperan. La fe requiere un compromiso hoy mismo, mientras vivimos. Esconderse en las iglesias podría aportarnos cierto consuelo, pero Pentecostés perdería su valor. Es tiempo de abrir de par en par las puertas y volver a anunciar la resurrección de Cristo, de quien somos testigos. Como escribió el santo obispo Ignacio, “no basta llamarnos cristianos, es necesario serlo de verdad”.

Precisamente el compromiso por la fe, del que san Ignacio de Antioquía hablaba de un modo tan elocuente al final del siglo I, es lo que el Año de la Fe, trata de inspirar en el corazón de quienes no conocen a Dios y trata de incrementar en el corazón de quienes ya creen. El Año de la Fe, que conmemora tanto el quincuagésimo aniversario de la apertura del concilio Vaticano II como el vigésimo aniversario de la promulgación del Catecismo de la Iglesia católica, es un itinerario, una oportunidad que la comunidad cristiana ofrece a las numerosas personas que sienten deseo de Dios y anhelan de verdad encontrarse con él en su vida. Las oportunidades que proporciona el Año de la Fe, de formar auténticas amistades en la fe, llevan al primer plano la cuestión misma de comunidad. La nueva evangelización tiende a conseguir que nuestro sentido de identidad personal crezca en relación con nuestro sentido de pertenencia a la comunidad. Una tendencia sociológica de nuestro tiempo nos impulsa a distinguir entre “identidad” y “pertenencia”, como si se tratase de dos realidades contradictorias. No existe nada más peligroso, en mi opinión, que esta contraposición. Una pertenencia que no implicara identidad no podría definirse pertenencia. De la relación recíproca que existe entre identidad y pertenencia surge la posibilidad de comprobar que la nueva evangelización puede ser eficaz.

Un conocimiento de los contenidos de la fe que se limite a la etapa de la adolescencia nunca podría permitir a una persona crecer en su identidad de creyente. Una ruptura entre identidad y pertenencia es probablemente una de las causas que ha contribuido a la crisis actual.

El Año de la Fe tratará de fundir esta ruptura entre identidad y pertenencia, aumentando así la fe de los creyentes. Los eventos de carácter universal, que se celebrarán en Roma en presencia del Santo Padre, son numerosos. Por citar sólo algunos, se tendrá la canonización de algunos mártires y confesores de la fe; una celebración para la juventud; una celebración para quienes han recibido la Confirmación durante el Año de la Fe; una celebración de la Evangelium vitae para la promoción y la defensa de la dignidad de la persona humana desde el primer instante de su concepción hasta su muerte natural; una celebración para las vocaciones; una celebración para los catequistas; una celebración para los antiguos y los nuevos movimientos surgidos en el seno de la Iglesia; y, naturalmente, una celebración de María, la “Estrella de la nueva evangelización”. Con el fin de comunicar de modo más eficaz los eventos que tendrán lugar en las Iglesias locales, organizadas por las Conferencias episcopales, las diócesis, las parroquias, las organizaciones o los movimientos locales, hemos dedicado una página web al Año de la Fe, que ofrecerá a la gente la oportunidad de publicar lo que haya organizado. En esa página web también se podrá ver y descargar el hermosísimo logotipo creado para representar al Año de la Fe.

En el Año de la Fe, se pondrá énfasis principalmente en la Profesión de fe. Se le devolverá su lugar destacado como oración diaria de todo cristiano. Para facilitar esto, hemos creado una edición del Credo niceno, el Símbolo más familiar para los cristianos por su uso frecuente en el ámbito de la misa del domingo. La oración se ha imprimido en el reverso de la conocida imagen de Cristo Pantocrátor de la catedral basílica de Cefalú en Sicilia. Esta imagen será el ícono del Año de la Fe. Albergo el profundo deseo de que el Credo se convierta de nuevo en la oración diaria de los cristianos, como síntesis de fe consciente y vivida.

También hoy la Iglesia debe tomar conciencia del gran compromiso que exige la nueva evangelización. Estas y otras cuestiones ponen en primer plano la responsabilidad y la necesidad de formular una nueva apología de la fe. La apologética no es ajena a la fe; al contrario, pertenece con pleno derecho al acto mediante el cual entramos en la lógica de la fe. Lo que se requiere, en primer lugar, es que el acto de fe sea verdaderamente un acto libre, fruto de nuestro completo abandono a Dios, por medio del cual cada uno de nosotros se encomienda a él con su propia inteligencia y con su propia voluntad. Dar una explicación de la propia fe no parece haber interesado a muchos creyentes, al menos en los últimos decenios. Quizá también por esta razón la convicción de fe ha ido decayendo, porque la opción no se orientaba en esta dirección. Habiendo recurrido a las antiguas tradiciones o a toda clase de experiencias, pero privadas de la fuerza de la razón, estas no han tenido la capacidad de guiar y sostener, especialmente cuando nos hemos encontrado ante una cultura dominante que confía cada vez más en las certezas de la ciencia. Bajo ciertos aspectos, la situación se ha estancado aún más, en parte porque algunos han creído que una cansina repetición de formas pasadas podía construir un bastión insuperable de defensa, sin comprender que esas formas estaban convirtiéndose, en cambio, en arenas movedizas. Pensar que la nueva evangelización se puede introducir a través de una mera renovación de formas pasadas es un espejismo que no se puede cultivar. Por consiguiente, la nueva evangelización comienza a partir de aquí: desde la credibilidad de nuestra vida de creyentes y desde la convicción de que la gracia actúa y se transforma hasta convertir el corazón. Es un viaje que aún compromete a los cristianos después de dos mil años de historia.

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