Por David Gardner
Hace sólo una semana cuando las fuerzas de Muammar Gaddafi avanzaban al este, matando rebeldes libios, parecía que la insurrección de Libia sería ahorcada por un anillo de acero cerrándose alrededor del bastión rebelde de Benghazi. Una república con estilo propio, construida en torno a la personalidad brutalmente impuesta del coronel Gaddafi, parecía destinada a convertirse en el cortafuegos que evitaría que las revoluciones en el norte de África alcanzaran a los aliados occidentales y monarquías absolutas petroleras del Golfo.
Al igual que en Iraq, después de la guerra del Golfo de 1991, cuando un derrotado Saddam Hussein aplastó despiadadamente a la intifada chiíta, EEUU y Europa miraban de brazos cruzados, mientras una rebelión que habían apoyado se hundía en sangre.
Hay escepticismo en cuanto a si el voto del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas puede cambiar eso. Al filo de la hora para la revuelta libia, todo depende ahora del
timing
y los objetivos – y las tácticas del volátil coronel para disminuir su ofensiva con un alto al fuego. Las fuerzas de la ONU tendrán que actuar rápido, neutralizar los aviones de guerra de Gaddafi y destruir sus tanques y artillería si continúan amenazando Benghazi y otros pueblos libios.
Contrario al aluvión de informes de inteligencia estadounidense y británica de la semana pasada, la batalla en Libia está lejos de terminar. Leales al régimen –algunos comprados, otro bajo coerción- han logrado hasta ahora tomar pueblos y terminales de gas y crudo con escasa población, perdiendo una cantidad sorprendente de armamentos. Sus líneas de abastecimiento son largas y expuestas. Gaddafi puede bombardear y asediar Benghazi, pero no está claro si tiene los medios para recuperar la ciudad.
Aunque tardó, llegó, y la resolución del Consejo de Seguridad podría cambiar las reglas del juego. Pero su importancia se extiende más allá del destino de la revolución árabe. La primavera árabe no sólo ha revelado el vacío de algunas autocracias y la fragilidad de otras. También ha revivido milagrosamente la moribunda Liga Árabe, por mucho tiempo una entidad que fracasó en ganar derechos para los árabes o entregarles una voz y respeto en el mundo. El voto de la Liga Árabe para tomar acción contra el régimen Gaddafi realineó las fuerzas en la región.
Si Europa y EEUU, hasta ahora conectados a una red de hombres fuertes en los intereses de estabilidad, petróleo barato y la seguridad de Israel, ahora están alineados con la intención de los árabes de reclamar su destino, esto abrirá la más amplia e iluminada avenida hacia un cambio de democracia en la región en más de medio siglo.
Así como las dinastías republicanas de los árabes están teniendo que confrontar una revolución y un cambio de régimen, sus monarquías absolutas tendrán que contemplar una monarquía constitucional y compartir el poder si pretenden sobrevivir más allá del corto plazo.
Pero en Medio Oriente, nada es simple. EEUU apoya a los rebeldes en Libia y a la familia real en Bahrein (hogar de la Quinta Flota). La intervención de Arabia Saudita, el principal aliado de Washington en el Golfo, en Bahrein garantiza una radicalización cuando la reforma es todo lo que la mayoría de los ciudadanos del Golfo quieren.
El Rey Abdullah quiere reforzar la alianza histórica de la Casa de Saud con el sistema del clero wahabí, el principal obstáculo para el cambio, así como la alianza de casi siete décadas con los EEUU.