En la imaginación popular, América Latina es hogar del hombre fuerte político: el caudillo carismático que concentra el poder e impone sus obsesiones en la historia de la nación.
Las mujeres, en tanto, quedan relegadas a uno de dos roles: una mención al pasar en una balda romántica o el de matriarca, la doña dominante que usa los pantalones tras bambalinas. Así pasó con Eva Perón a fines de los ‘40 y comienzos de los ‘50. Sin límites constitucionales, gobernó Argentina con su esposo, el coronel Juan Perón. Hace poco, se decía que la seguridad del ex presidente mexicano Vicente Fox era menos estricta que la de su esposa, Marta Sahagún - porque si ella desaparecía, también lo haría el cerebro de Fox.
Hoy, sin embargo, Dilma Rousseff es presidenta de Brasil, Cristina Fernández presidenta de Argentina, Laura Chinchilla gobierna Costa Rica, y Keiko Fuijimori y Mirlande Manigat perdieron por poco las elecciones de este año en Perú y Haití. Es probable que Sandra Torres gane la presidencia de Guatemala en septiembre. Hay mujeres presidentas en más de la mitad de la economía de US$ 5,5 billones de América Latina y cuatro estados caribeños gobernados por mujeres. Todo, en una región asociada con el machismo.
Con frecuencia fueron hombres quienes ayudaron a llevar a estas mujeres al poder; Fernández y Manigat son ex primeras damas, Torres todavía lo es. El padre de Fujimori es un ex presidente. No obstante, el auge del poder político femenino en América Latina marca un mar de cambio. En 1997, las mujeres eran 12% de los legisladores de la región, hoy tienen uno de cada cinco escaños y casi 20% de los ministerios, igual o mejor que el Reino Unido o EEUU.
Las leyes que exigen cuotas han ayudado. Pero el feminismo no es la causa del cambio. Es más bien que con menos hijos, mejor educación y empleo, las mujeres latinoamericanas tienen más participación en la democracia - y es más probable que voten por otras mujeres.