Por John Gapper
Li Feifei, una operaria fabril migrante de 19 años, originaria de la provincia china de Hubei, sueña con convertirse en diseñadora de vestuario.
A Li, con quien hablé la semana pasada en la planta de Fuji Xerox en el distrito Longhua de Shenzhen, se le ocurrió la idea de asistir a una escuela de modas y cambiar empleo viendo televisión. “Cuando vi mujeres hermosas en dramas, pensé en que podrían usar ropa que yo hiciera y diseñara”, cuenta.
De noche en Shenzhen, la mayor ciudad de migrantes de China, multitudes de mujeres jóvenes caminan del brazo, comprando en boutiques. No es difícil ver porqué a Li le gustaría dejar Fuji Xerox, pese a su fama como una de las fábricas más humanas de la ciudad, por ese mundo. Sería un gran salto adelante.
El presidente Barack Obama delineó el jueves sus planes para hacer frente al desempleo en Estados Unidos, incluyendo más gasto en infraestructura (de la cual China ya tiene en abundancia). Pero Li es un símbolo de la crisis del empleo en China. Abunda el trabajo para migrantes en la dinámica economía, pero sus ambiciones y frustraciones crecen aún más rápido que sus recompensas. El problema de China es menos inmediato que el de EEUU, pero igual de obstinado. Para aliviar el descontento de sus 145 millones de migrante, no sólo debe reestructurar su economía y reformar su sistema local de residencia, sino también relajar el control del Partido Comunista sobre los recursos financieros. Pese a las referencias en el decimosegundo plan quinquenal a crear una sociedad más armoniosa, ha esquivado el desafío.
Visitando el Delta del Río Perla en Guangdong estos días, me di cuenta de que China es víctima de su propio éxito. Hace una generación, animó a los trabajadores rurales a migrar temporalmente a las ciudades costeras, confiados en que podrían trabajar por algunos años, ahorrar dinero y volver a casa para construir una vivienda en la aldea.
La generación de migrantes de Li ya no tiene que sacar a sus familias de la pobreza. No quieren ir a casa dócilmente, habiendo hecho su tarea, sino buscar una nueva vida en la ciudad.
El problema es que la mayoría no puede. Están sometidos al sistema hukou de residencia local, que los excluye de beneficios sociales como educación pública y pensiones en sus ciudades anfitrionas. También están siendo alejados por la inundación de riqueza en las ciudades costeras: el precio de los departamentos en Guangzhou ha subido 50% en dos años.
Pese al salto en los salarios tras los suicidios en la planta de Foxconn en Longhua el año pasado, son tan dependientes como siempre de la comida gratis y dormitorios en sus lugares de trabajo. Son parientes campesinos y les duele más que a sus padres, que vivieron cosas peores durante la Revolución Cultural.
La brecha entre locales y migrantes de las provincias del interior acrecienta las tensiones. La agitación que involucra a los trabajadores migrantes ha explotado varias veces en China este año, incluyendo una manifestación masiva en el pueblo factoría de Zengcheng en junio protagonizada por mil trabajadores, muchos de Sichuan.
Los líderes del país saben del descontento bullente. Esa es una razón por la que Beijing está presionando a las empresas para que trasladen la producción al interior, de modo que los trabajadores migrantes ya no tengan que viajar miles de millas hacia la costa y que los beneficios del crecimiento puedan repartirse. Pero han evitado dos cambios fundamentales.
Uno es la reforma del sistema hukou, un oscuro conjunto de regulaciones que hacen muy difícil para los trabajadores migrantes trasladar su residencia a las ciudades donde muchos quieren vivir ahora. En Guanzhou, por ejemplo, los migrantes deben acumular puntos por cosas como un título universitario y donar sangre sólo para tener derecho a solicitar la residencia.
Ciudades como Chongqing están probando reformas, pero a Beijing le inquieta la migración libre en el molde occidental. Pese a las fricciones que provoca el sistema hukou, no quiere correr el riesgo de un desplazamiento en masa a las ciudades costeras, que ya están abarrotadas (la población oficial de Shenzhen es de 10,5 millones) y son caras.
La segunda es reducir la corrupción limitando el control del estado sobre todo, desde los permisos de tierras y contratos de infraestructura hasta el momento de una oferta pública inicial. Las autoridades sorprendidas recibiendo sobornos son duramente castigados – Xu Zongheng, ex alcalde de Shenzhen, recibió una condena a muerte suspendida en mayo. Pero es imposible eliminar la tentación.
Shan Weijian, director ejecutivo del grupo de capital privado PAG Capital, con sede en Hong Kong (y veterano de la Revolución Cultural) dice que el problema es causado por tratar de combinar capitalismo con control estatal. “Bajo Mao, las autoridades tenían mucho más control pero había modo de arbitrarlo”, dice. “Ahora los canales coexisten”.
Sin estas reformas, los migrantes creerán con razón que la baraja se ha ordenado en su contra y se volverán enojados e inquietos. Ganar menos que otros en una economía competitiva es una cosa, saber que un estado corrupto asigna lo obtenido a los privilegiados es otra.
“La gente no le teme a la pobreza”, dijo Wang Yang, jefe del Partido Comunista de Guangdong y miembro del Politburó, en abril. “Lo que temen es no tener las condiciones de mercado para una competencia justa de modo que puedan lograr la prosperidad”. Pero el partido no se ha puesto a la altura de esas palabras.
China no necesita garantizar que migrantes como Li conseguirán sus sueños (el sueño americano nunca tuvo garantía estatal), pero debe darles la posibilidad. Hasta que lo haga, tiene un gran problema en sus manos.