Por Christopher Caldwell
En el último libro de Ruth Grant, “Strings Attached: Untangling the Ethics of Incentives”, la profesora de filosofía política de la Universidad de Duke deja la impresión de que las normas que regulan la vida diaria de los estadounidenses están distorsionadas. Los policías reparten multas de tráfico según una cuota diaria. Un legislador de Carolina del Sur propuso reducir las penas para los reclusos que donan sus órganos. El gobierno federal cobra miles de millones en impuestos para la construcción de caminos estatales, pero sólo asigna los dineros si los estados renuncian a su derecho constitucional de fijar la mayoría de edad para beber.
Todas estas historias involucran incentivos gubernamentales. Los bestseller de política Nudge de Richard Thaler y Cass Sunstein han vuelto a poner de moda el tema. Nudge recomienda ubicar los vegetales en lugares más visibles que los postres en las cafeterías escolares e inscribir automáticamente a los empleados en los planes de retiros de las empresas a menos que se opongan. La profesora Grant denomina este enfoque Thaler-Sunstein como “arquitectura de la elección”, un programa ligeramente distinto a “incentivar”, afirma. Pero ambos dan a los políticos herramientas para manejar a los ciudadanos como si fueran ganado.
Básicamentem, existen dos maneras para hacer que la gente haga algo: la coerción y la persuasión. Ambas tienen sus problemas. La coerción es cruel. La persuasión no siempre convence. Ahí es cuando entran los incentivos, si puedes ofrecer algo a alguien para que haga algo, no hará lo contrario. En un intercambio. Pero es también un ejercicio de poder. Estos incentivos son empleados para contrarrestar las motivaciones naturales de las personas.
Así es como la gente entendió la palabra “incentivo” cuando se introdujo a las discusiones de política pública hace cien años. Era parte de la visión estadounidense de la Era Progresiva, una combinación extraña entre utopía y doble dimensión, el cinismo de “vamos al grano” y “todo hombre tiene su precio”.
Éste era el mundo del taylorismo y los “Tiempos Modernos” de Chaplin y la ingeniería social era propuesta sin vergüenza. Hacer incentivos no es sólo la alternativa del mercado a la coerción. Los incentivos sospechosos son un sello de gran parte del sector industrial estadounidense.
Cada vez más, las autoridades confunden libertad con elección, cree Grant. Ellos manipulan, menosprecian y corrompen en el nombre de la “libertad” que no es libertad. Sus ideas pueden resultar o no para una mejor política pública. Pero deberían darnos una mejor idea de la libertad. Difícilmente podemos hacerlo peor que: “¿Quieres dinero? ¡No vendas tu hígado!”.