La semana pasada entré en uno de los locales de Manhattan de American Girl, ese templo del consumo que vende muñecas típicamente estadounidenses y su ropa. Mientras hacía la cola para comprar un uniforme de porrista de 15 centímetros de alto, tuve que reírme: entre el rojo, blanco y azul del uniforme había una etiqueta que decía “Made in China”.
Es una metáfora reveladora que habla de un dilema económico, cultural y político mucho más amplio que afecta al mundo occidental. Durante la década pasada, muchos procesos de manufactura que solían hacerse en Estados Unidos y Europa occidental fueron trasladados a otros países. En 2010, China reemplazó a EEUU como la mayor nación manufacturera del mundo, según un estudio de IHS Global Insight cuyos resultados se dieron a conocer en marzo. Es la primera vez en 110 años que EEUU no está a la cabeza de ese ranking.
No es sorprendente que muchos norteamericanos estén nerviosos. El presidente Barack Obama compara el auge de China y otros mercados emergentes al momento en que la Unión Soviética lanzó el Sputnik -un acontecimiento tan impactante que debería galvanizar a la nación. Pero no se trata sólo de que algunos artículos ya no sean enteramente “estadounidenses”; lo más significativo es que ahora están fabricados en tantos lugares, y forman parte de cadenas de abastecimiento tan intrincadas, que es difícil decir dónde los producen en realidad.
Un fascinante estudio reciente realizado por el Banco Asiático de Desarrollo analiza, por ejemplo, dónde se fabrica un iPhone. Aunque la compañía -Apple- es estadounidense, los componentes pueden ser ensamblados en China, Corea, Taiwán, Alemania o EEUU y en el proceso está involucrada casi una docena de compañías a las que es difícil poner una etiqueta étnica.
Y no es sólo en el campo de la electrónica que las fronteras se desdibujan. Hace dos décadas, Sylvia Yanagisako, una profesora de Antropología de la Universidad de Stanford, viajó a Italia para estudiar el comercio textil y la moda, pero descubrió que tantos procesos clave se habían trasladado a China que optó por centrar su investigación en Shangai. Además, halló que a los diseñadores italianos les resulta muy difícil precisar qué es lo que implica ser un diseñador italiano. Después de todo, la etiqueta “Made in Italy” tiene prestigio entre los consumidores (incluyendo, irónicamente, entre los chinos ricos). ¿Qué es lo que significa la italianità (la condición de que algo sea italiano) si un producto está hecho, en parte, en China? Las contradicciones culturales de esta “Ruta de la Seda del siglo XXI”, como la llama la profesora Yanagisako, son intensas.
El desafío para los economistas es todavía mayor. En otras épocas, lo usual era medir la producción de una economía teniendo en cuenta el lugar en que se “hacían” los bienes. ¿Pero qué país podría reclamar hoy el “valor” por un iPhone (o un traje italiano o una muñeca American Girl)? ¿Dónde reside la “producción” en un mundo en que las compañías pueden trasladar sus ganancias?
Todo es tan complejo que Pascal Lamy, el director general de la Organización Mundial del Comercio, hace poco expresó la idea, aparentemente herética, de que los economistas deberían dejar de prestar tanta atención a las estadísticas de “importaciones” y “exportaciones”. En vez de tratar de determinar qué es “Made in America” o “Made in China”, los economistas deberían concentrarse en la economía global como un todo, insistió Lamy. Para él, “ya no tiene sentido pensar en el comercio en términos de ellos y nosotros”.
En términos racionales, Lamy tiene razón, pero es improbable que su visión tenga mucho peso político con la tasa de desempleo estadounidense en alza y todo lo que se habla sobre las guerras cambiarias.